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Final de Juego

 

Todo concluye al fin
nada puede escapar
todo tiene un final
todo termina

Vox Dei.

 

El día de mi muerte pueden pasar dos cosas. La primera y más probable es que mi cuerpo no llegue a comenzar a descomponerse antes de que, cumpliendo mi voluntad, ordenen quemarlo, sin que exista más que carne inútil, tendones y huesos viejos por todo saldo físico de mi existencia. La segunda es que compruebe con alegría que he vivido equivocado, y exista una vida eterna más allá de lo terrenal. En ese caso ―espero, aunque lo dudo― llegaría al cielo furioso, y lo primero que haría es pedir una entrevista con Dios. Me recibiría, por supuesto, porque allá arriba todo sería muy cordial. Me encararía con él echando espuma por la boca y con los ojos encendidos:

―¡Grandísimo hijo de puta! ―le diría―. Ahora que se terminó todo, ¿me vas a explicar por qué mierda, en lugar de dejarme ser feliz, me tuviste que hacer escritor?

Probablemente Él se reiría, y me soltaría una explicación trivial e insulsa. Y es que no solamente no creo en Dios, sino que creo que si existe y es como lo describe la Iglesia, entonces el tipo es, lisa y llanamente, un boludo.

Discusiones teológicas insulsas aparte, lo cierto es que ser escritor duele como la mierda. A veces mucho, otras no tanto, pero la convocatoria a la palabra no puede ocurrir si no se produce un contacto real entre el escritor y su dolor.

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Enano Cabezón IV: que seis años no es nada

Tengo miedo del encuentro, con tu inocencia que vuelve a preguntarme por mi vida. Tengo miedo de las noches, que pobladas de fantasmas, amenazan tu soñar. Pero el padre que reflexiona, tarde o temprano, encuentra el valor, mi chiquitín. Una vez más, el otoño me encuentra sentado frente al mapa de bits de mi pantalla, intentando dibujar en él las letras que puedan narrarte lo que siento, lo que pienso y lo que creo. Yo sé, mi amor ―no hace falta que me lo cuentes― que las hojas de tu calendario se caen muy lentamente, a la lentitud exasperante de la infancia. Sé, porque puedo adivinarlo, de tu anhelo secreto de crecer rápido, de ser más grande que tu hermano, de que tu cabeza se aleje del suelo y tus ojos se acerquen a los míos. Pero no estamos acá para hablar de lo que ya sé, mi amor, sino para intentar contarte lo que no sabés de mí. O al menos una parte, porque los grandes, mi amor, estamos repletos de inconfesables secretos inútiles, de alfombras pesadas con la mugre barrida debajo, de mochilas de piedras que, por nada del mundo, estamos dispuestos a soltar.

Y lo que no sabés, mi amor, lo que no lograrías imaginar con tu corazoncito casi nuevo y sin cicatrices, es que las hojas de mi calendario se caen como granitos de arena en un reloj pequeño y mezquino, que la sombra alargada de la cuarentena me espera ahí nomás, a la vuelta de la esquina, en la vieja calle, donde el eco dijo que ser papá duele, y lo repite hasta el cansancio. Y esa sombra va a alcanzarme, mi amor, un año más, lejos de mi tierra, de mis amigos y de mi familia, y recién ahora, una docena de años después, entiendo lo triste que es eso, mi amor. Pero la parte buena es que va a alcanzarme en esta tierra que es tuya y de tu hermano, la que vas a amar como amo yo la mía, la misma que tu amor me regala de tarde en tarde, compartiéndose en tus brazos, en tus ojos que cada día son más grandes, más redondos, más asombrados y más mágicos.

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El estigma de lo que quisiéramos ser

Mi padre, que es un hombre lúcido, me dijo una vez algo que, en su momento, no alcancé a comprender cabalmente. Contaba yo menos de veinte años, y andaba por esos días aquejado de algún mal de amores de esos que te atacan tan fuerte que solo unos pocos años después, ya no te acordás ni de quién se trataba. Me confié entonces a mi padre y mentor, que vaso de Fernet con hielo en mano, tabaco rubio entre los labios y mirada pensativa perdida en la ventana gris de la cocina, me bañó con su sabiduría extrema:

El problema, hijo, es que muchas veces uno no se enamora de la mujer para el hombre que uno es, sino de la mujer para el hombre que uno quisiera ser.

En ese momento, la magnitud del concepto se me escapó por completo. Sea porque a los veinte años no hay diferencias evidentes entre lo que uno es y lo que uno quisiera ser, sea por el atolondramiento hormonal típico de la edad, sea por la más que probable resaca que tenía yo en el momento de ser investido de tal clarividencia, lo cierto es que no entendí un carajo.

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¡No hagan hambre!

Una de las cosas que adoro de las vacaciones en familia, es que mis hijos esperan con ilusión la sobremesa de la cena, todas las noches, para pedirme: “Papá, cuéntanos historias de cuando tú eras niño.” Pocas cosas hay que seduzcan más a un escritor que el pedido de una historia, y más aún cuando los que piden son cuatro ojitos ávidos, dos bocas abiertas de sorpresa, las cabezas atentas en la penumbra del porche de un bungalow perdido en alguna parte de la Comunitat Valenciana. Entonces me enciendo un cigarrillo, reclino un poco mi espalda y me dejo llevar por la nostalgia. A ellos no les importa demasiado si repito historias, solamente quieren el placer de la narración, mi placer al narrar, el suyo al escuchar, la idea prohibida de su padre haciendo cagadas, quebrando la ley, el cosquilleo instantáneo de un recuerdo que asusta, o simplemente el sonido de mi voz en medio de una noche tranquila, que cuando se deja invadir por la nostalgia, tiene timbres suaves y protectores.

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Los amigos son unos hijos de puta

Hace dos días, el hijo de puta de uno de mis más grandes amigos cumplió cuarenta años, y no pude estar con él. No pude abrazarlo, besarlo y decirle a la cara que es un hijo de puta. Y hoy es el día del amigo, una boludez del tamaño de un huevo de avestruz, que cuando vivía en Buenos Aires me importaba un carajo, y ahora me hace crujir las tripas de tristeza y nostalgia.

Y como siempre que los fantasmas vuelan bajo, acechando mi montaña privada, esa a la que suelo mirar buscando una inspiración que no llega, que se niega a comparecer y que a veces me asusta con sus presagios premonitorios, una fuerza superior a mí me convoca al teclado, a la descarga emotiva y balsámica de la podredumbre privada de mis vísceras.

Aureliano Babilonia, uno de mis personajes preferidos de Cien años de soledad, que es, por cierto, uno de mis libros favoritos, ahogado en su soledad después de la partida del Sabio Catalán, una noche aulló entre sus propias lágrimas: “Los amigos son unos hijos de puta”. Es una frase que, cada vez que la leí, me golpeó con fuerza.

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Porque lo digo yo, que soy tu padre III: ¡Más madera!

Tus años son mis años, mi amor. Desde que naciste, y de eso hace hoy ocho, no hacés más que cumplir años. Solito, sin que nadie te ayude, te las fuiste arreglando para cumplir cada vez más. Y digo que los tuyos son los míos porque, si fuera por mí, no te dejaría seguir cumpliendo. Tu viejo, mi amor, es un hombre mortal. Hasta hace poco no me importaba: la certeza de la muerte tiene la extraña virtud de hacer mágico el presente, de obligarte a mover el culo, a buscar lo que sea que busques, a pelear sin descanso por causas perdidas, a emprender gestas, a vestir la piel de los héroes para ir a comprar el pan, a reencontrarte una y otra vez repasando una lista de pendientes que no hace más que crecer y crecer.

 

Y entonces, un día llegaste vos, con tus manitos de bebé, tus piecitos de bebé y tu cabecita pelirroja. Yo no podía saber, mi amor, que se te llenaría tan rápidamente de preguntas. No podía adivinarlo, mi amor, porque hasta ese día era solamente eso y nada más que eso: un hombre mortal.

 

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Sobre dar y recibir, o Vamo’ vamo’ vamo’ el Avellané

Muy raras veces en esta vida uno recibe, sin proponérselo, más de lo que da. Cuando eso sucede ―al menos a mí― se me eriza la piel, la fortaleza de carácter se me hace de papel y tiembla, y entonces me dan ganas de llorar sin pudor, como los adultos responsables no sabemos hacer, o al menos nos empeñamos en olvidar.

Llegué a Buenos Aires hace diez días, para presentar Matalobos. No soy capaz de relatar lo que pasó. A cambio de mi trabajo, de solamente doscientas páginas llenas de letras, recibí abrazos, miradas, cariño, palabras, alegría, nostalgia, voces y luces. Me van a perdonar quienes esperen una crónica más detallada, pero diez días después todavía no soy capaz de ponerlo en palabras.

Como si eso fuera poco, hoy tenía una charla con alumnos del Colegio Nicolás Avellaneda. Mi Colegio. El Colegio donde, hace casi veinticinco años, descubrí que quería ser escritor. El lugar en el que conocí a mis amigos del alma, donde los docentes supieron devolver mis pasos perdidos y errantes a un camino difícil, pero claro y sano, donde viví amores y desengaños. El Colegio que construyó el germen del escritor y la persona que soy hoy, del que me llevé un capital humano absolutamente incalculable, enorme, del que todavía hoy me nutro día a día.

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El insomnio del escriba

La vida del escritor es, en muchos sentidos, una suma infame de tópicos archiconocidos y desgastados. Supongo que, de alguna manera, así como el mercado exige a los actores ciertos cánones de belleza que no deberían tener relación con el talento, o a las Rock Stars se les pide una extensa colección de extravagancias, tanto más extensa y tanto más extravagante cuanto más internacionalmente famosos, los escritores estamos condicionados a algunos mandatos que, finalmente, nos guste o no, acabamos cumpliendo. Personalmente, no fumo en pipa ni tengo una estufa a leña ni un gato gordo de actitud augusta que duerma la siesta sobre el piano de cola ―que, dicho sea de paso, tampoco tengo―, pero intento reírme de mí mismo cada vez que me descubro cumpliendo la ley no escrita de los escribas.

Así, mi colección personal de manías, malas costumbres, vicios del cuerpo y del alma y pequeñas arrogancias mundanas, crece día a día, alimentada sin querer por cada letra que veo aparecer en mi pantalla, por la generosidad con que el mundo ofrece oportunidades de ser criticado y por mi afición oculta a vengarme con palabras de afrentas que, en rigor de verdad, no sufrí.

Como casi todos los maniáticos, experimento insomnio crónico desde la primera juventud. Cualquier motivo, por pequeño que sea, desde que mi conciencia terrenal se empeña en considerarme un homínido racional, un auténtico macho adulto de bípedo implume, me provoca una crisis de sueño. Jamás duermo en vísperas de un viaje, de una entrevista de trabajo o del estreno de una película que espero con ansia. No soy capaz ―no era, porque hace rato que estoy fuera de mercado― de conciliar el sueño si al día siguiente saldré a cenar con una mujer, ni consigo dormir si de forma inminente espero el resultado de cualquier cosa que haya hecho y me importe aunque sea un poco. Esto se extiende, pero no se limita a: exámenes, concursos, revisiones médicas, pruebas de embarazo ―no mías, evidentemente―, eventos sociales de poca o mucha relevancia, finales jugadas por la selección argentina de fútbol, reuniones familiares, vuelos en avión, conciertos en locales con capacidad para más de tres mil personas, cumpleaños propios o de terceros muy cercanos, fiestas para más de treinta y cinco personas, y tantos otros que sería imposible enumerarlos todos.

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