Todo concluye al fin
nada puede escapar
todo tiene un final
todo terminaVox Dei.
El día de mi muerte pueden pasar dos cosas. La primera y más probable es que mi cuerpo no llegue a comenzar a descomponerse antes de que, cumpliendo mi voluntad, ordenen quemarlo, sin que exista más que carne inútil, tendones y huesos viejos por todo saldo físico de mi existencia. La segunda es que compruebe con alegría que he vivido equivocado, y exista una vida eterna más allá de lo terrenal. En ese caso ―espero, aunque lo dudo― llegaría al cielo furioso, y lo primero que haría es pedir una entrevista con Dios. Me recibiría, por supuesto, porque allá arriba todo sería muy cordial. Me encararía con él echando espuma por la boca y con los ojos encendidos:
―¡Grandísimo hijo de puta! ―le diría―. Ahora que se terminó todo, ¿me vas a explicar por qué mierda, en lugar de dejarme ser feliz, me tuviste que hacer escritor?
Probablemente Él se reiría, y me soltaría una explicación trivial e insulsa. Y es que no solamente no creo en Dios, sino que creo que si existe y es como lo describe la Iglesia, entonces el tipo es, lisa y llanamente, un boludo.
Discusiones teológicas insulsas aparte, lo cierto es que ser escritor duele como la mierda. A veces mucho, otras no tanto, pero la convocatoria a la palabra no puede ocurrir si no se produce un contacto real entre el escritor y su dolor.
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