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Así es la vida

Antes de tener hijos yo pensaba que todo iba a ser maravilloso cuando llegaran. Y que se me entienda bien, el pretérito del verbo pensar no quiere decir necesariamente que ya no crea que son de las mejores cosas que hubo, hay y habrá en mi vida. Simplemente significa que pienso que hay una parte oscura del asunto, algo que, por alguna razón misteriosa, todos los padres nos empeñamos en callar y en no advertir a quienes se embarcan sin saberlo en el viaje de los hijos. Es como si al descubrirlo, de alguna forma perversa y secreta, quisiéramos dejar que cada uno se estrelle solo contra la realidad y descubra sin ayuda que no todo es maravilloso, que la falta de sueño a veces te agobia, que la paciencia que creías que iba a ser infinita de repente se revela sorprendentemente corta, y sobre todo, que  a medida que tus hijos crecen, descubres en ellos cosas que no te gustan, y esas cosas no hacen más que reflejar las que no te gustan de ti mismo, con una exactitud asombrosa y terrible, una precisión calcada de tus defectos y tus miedos, sumados a los de su otro progenitor. Ellos tienen todo lo bueno y todo lo malo de ambos, y quizás por eso a medida que pasan los años los niños son cada vez más inteligentes y más rápidos, y también más terribles e inmanejables.

De todas maneras, haciendo caso omiso de los pequeños sinsabores que trae a tu vida la paternidad, los padres nos centramos maniáticamente en las anécdotas divertidas y en la multitud de pequeñas sorpresas que los hijos nos muestran cada día, y que al final hacen que todas las noches, al irte a dormir, te des cuenta de que continúas creyendo que tenerlos es lo mejor que has hecho y que lo volverías a hacer una y otra vez, aún sabiendo que no todo es perfecto, porque precisamente eso es lo que te obliga a esforzarte continuamente en ser una persona mejor, para darles un padre mejor.

Cuando mi hijo Pablo tenía tres años fuimos todos a Buenos Aires de vacaciones, como hacemos cada vez que el euribor lo permite. Pablo estaba en plena época de porqué. La etapa del porqué es algo que todos sabemos que existe. Todos los padres te cuentan que sus hijos pasan por el porqué. La cultura popular está llena de referencias al porqué. Inclusive, Les Luthiers, haciendo gala de enorme talento y maestría en su inmortal “La gallinita dijo Eureka”, dan una noción bastante acertada del asunto. No es ningún secreto para nadie, y no lo era tampoco para mí. Sin embargo, y a pesar de que la vida me había llenado de advertencias al respecto, siempre pensé que yo sabría manejar el porqué, y que hasta me gustaría sumergirme en largas e infinitas series de preguntas y respuestas, teniendo en cuenta cómo he sido yo de niño y mi propia avidez de conocimiento y respuestas.

La realidad fue otra. Tus hijos te superan en todo, a pesar tuyo. La etapa del porqué de Pablo era de una persistencia pasmosa. Comenzaba por la mañana y durante todo el día se sucedían preguntas, a veces muy profundas. Contra mi pronóstico y mi convicción personal de que para mí sería fácil satisfacer sus dudas, me agotaba responder una y otra vez a las preguntas, y más de una vez su lucidez y su agudeza me dejaban sin respuestas. Entonces desarrollé un método que consistía en que, cada vez que me tenía contra las cuerdas, derrotado y sin más sabiduría que ofrecerle, yo cerraba la conversación con una respuesta categórica: “Porque así es la vida”. Pablo, que como he dicho antes ya a los tres años me superaba en agilidad física y mental, rápidamente comprendió que, cuando llegaba esa frase, no podía continuar la serie de porqués que nos habían llevado hasta ese punto, lo que me produjo una enorme satisfacción: contaba con una herramienta infalible a prueba de porqués.

La felicidad duró poco. Al tercer o cuarto día de haber comenzado a utilizar mi arma secreta, una noche, después de un largo día de eternos porqués terminados secamente en “Porque así es la vida”, y probablemente porque debido a que, dada su comodidad, seguramente comencé a abusar de la fórmula, cuando estaba con Pablo preparándolo para irse a dormir, los dos solos, en la habitación en penumbra y después de un rato de agradable silencio, mi hijo levantó la vista, como finalizando una larga reflexión, y me preguntó:

–          Papá, ¿por qué es así la vida?

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