–:–. Decidí apagar la proyección de números en el techo, al menos por esta noche, pero eso no me quitó el insomnio. Esta es la tercera (¿la cuarta?) vez que me despierto esta noche, y estoy agotado. Puedo sentir cómo ocurre la sinapsis entre mis neuronas cerebrales, espesa, pastosa, un intercambio eléctrico varios nanosegundos más lento de lo que debería ser. No soy capaz de generar en este momento la corriente eléctrica para que todo funcione como debería. La lógica de fluidos de mi cuerpo está alterada, algo en mí viaja adelante y atrás en el tiempo, alterando los intercambios energéticos, los procesos mitóticos y los movimientos citoplasmáticos de mi estructura celular.
Mientras despunta el alba inicio mis rituales matutinos de café, azúcar y tabaco. La Dolce Gusto me entrega su brebaje aséptico, jugo exprimido de cápsula plástica sin ensuciar nada (llene el depósito de agua, conecte el interruptor, introduzca la cápsula de Cappuccino en la cazoleta y gire la palanca. Bébase el café). Cada bocanada de humo a esta hora me deja saber dolor en los pulmones, pero no hay nada como esto para despertarse. Es muy temprano así que decido ir caminando a la oficina. Me encierro en mi chaquetón de Caramelo y emprendo la subida por la Rambla del Raval. Esta es una hora extraña en Barcelona. Aún quedan en la calle putas dominicanas y rumanas ofreciendo mamadas de consuelo para cerrar una mala noche por unos cuantos euros, mientras los últimos turistas borrachos regresan perjudicados a sus cuevas, evidencias de que en esta ciudad hay vida nocturna toda la semana. El metro ya está abierto, y en este paisaje urbano se integran de a poco maestras, dentistas, abogados, dependientes, vendedores y toda clase de víctimas del orden social, que van a trabajar temprano para entregar todo su esfuerzo a la continuidad del sistema bancario.
Tuerzo a la derecha por el Carrer del Carme para encontrar la Rambla y en seguida subo hacia Plaça Catalunya. El País de esta mañana habla de crisis. El de ayer hablaba de crisis. El de mañana hablará de crisis, y yo me pregunto cómo se determina una crisis colectiva y qué diferencia tiene con una crisis individual. Me siento en crisis. Tengo la sensación de que hace más de diez años que mi corriente de pensamiento no descansa un solo segundo, pero durante los últimos meses todo se ha agravado. Llevo veintidós semanas sin dormir profundamente más de dos horas seguidas, y empiezo a notar que mis reflejos retroceden, que la realidad va un segundo y medio por delante de mi conciencia y que todo a mi alrededor parece estar sumergido en disolvente refinado, en un líquido transparente de menor densidad que el agua. Las palabras son l e n t a s. Las palabras son el instrumento a través del cual se interpreta la vida, y si su significado transcurre más despacio que su sonido, no se puede evitar llegar tarde a la realidad. Cada vez tardo más en interpretar lo que está sucediendo ahora mismo. Soy capaz de ver a ese hombre que, maletín en mano se acerca rápidamente, preocupado por no llegar tarde a su trabajo, pero la decodificación de esa imagen no ocurre en mí hasta que el hombre se ha perdido en el metro, escaleras abajo. Y sin embargo el pasado es cada vez más nítido. En este mismo instante puedo revivir con altísima precisión el sabor esponjoso de las vainillas con leche tibia que me daba la abuela Rocío y su consistencia granulosa cuando se fragmentaban sobre mi lengua, y el tacto artificial de una alcancía de plástico negro con rebarbas en las junturas, que representaba la figura del Zorro, en la que inicié mis primeros ahorros cuando tenía cinco años. Puedo recordar con exactitud la primera vez que tuve conciencia de la edad, una tarde de domingo de 1980 en la que mi padre leía sentado en un sofá y yo jugaba en el suelo con bolitas de vidrio de colores y la casa estaba sorprendentemente silenciosa. Me acerqué a él.
– ¿Qué leés, Papá?
– Un libro – me respondió sin levantar la vista.
– ¿Qué libro?
– Se llama Historias de Cronopios y de Famas. No es para niños.
Él volvió a su lectura y yo pensé que los niños seríamos niños para siempre. No alcanzaba a abarcar el concepto de siempre, pero yo sería siempre niño, y Papá siempre sería Papá.
– Papá, ¿vos cuántos años tenés? – pregunté. Yo sabía que tenía siete, y que Sofía tenía cinco y que Gabriel tenía nueve y Pablo solamente dos, por lo que esperaba un número significativamente mayor, por ejemplo quince o diecinueve. Mi padre se quitó los lentes de leer con la mano derecha y me miró por encima del libro. Sin saberlo, me reveló que los números eran mucho más de lo que yo podía intuir.
– Tengo treinta y siete. – dijo, antes de volver a su lectura.
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