Estoy en casa de Nadja, haciendo tiempo mientras se viste, maquilla, desviste, vuelve a vestirse, cambia algo, retoca otra cosa y modifica lo de más allá. Abro la nevera, y está tristemente vacía, a excepción de medio limón, un tupper de contenido misterioso que decido no arriesgarme a abrir y un cartón de leche rica en Ácidos Grasos Omega 3. Pareciera ser una ley de la mercadotecnia moderna que cuanto más estrafalario sea el nombre y más recuerde a algo asqueroso, los consumidores lo interpretarán como algo bueno en forma masiva. Recuerdo mi niñez, cuando iba al supermercado repitiendo para mis adentros: “dos sachets de leche y un pan de manteca, dos sachets de leche y un pan de manteca”. El supermercado Caprile era un galpón mugriento donde todo era viejo, desde el dueño, Francesco Caprile, hasta los carritos desvencijados y las góndolas metálicas tocadas por el óxido de hierro. Había una única nevera al fondo, con leche SanCor y La Serenísima, entera y descremada, y punto. No existían los Lactobacillus GG, ni las Isoflavonas de Soja, ni los Ácidos Grasos Omega 3, ni los Bífidus Activus, ni la leche semidescremada, ni la parcialmente enriquecida, ni la maternizada. El mundo era mucho más tosco y básico, pero a la vez más auténtico, menos engañoso.
– Estoy lista. ¿Vamos?
Nadja aparece en la puerta de la cocina, metida dentro de un vestido rojo escotado que le da un aspecto impresionante. Lleva zapatos negros y un bolso minúsculo en el que me cuesta creer que lleve cualquier cosa útil. Los bolsos femeninos solamente existen en dos tipos: los gigantes e imposibles de maniobrar en los que se puede encontrar cualquier cosa, y que suelen pesar varios kilogramos, y los pequeños que parecen un sobrecito de juguete.
– Vamos – digo.
El taxi nos deja en la explanada de la Estació de França, donde nos bajamos para disfrutar del fresco de la noche durante escasos trescientos metros. Nos dirigimos al Restaurant Suborn, un clásico de la Ciutat Vella, donde hace más de cinco años que no voy, porque es insoportable el ruido y porque detesto que el nombre de la comida tenga más letras que los gramos que pesa lo que hay sobre el plato. Es coqueto, moderno, y de nouvelle cuisine. Hemos quedado con una amiga de Nadja y su novio, que como llegamos tarde, nos están esperando en una mesa para cuatro. Ella se llama Marcia, es profesora de una cosa denominada musicoterapia, que he sido incapaz de identificar en mi espectro personal de ciencias y disciplinas conocidas, y tiene un carácter expansivo y simpático, lo que me alivia porque sé que no tendré que llevar el peso de la conversación. Él se llama Arnau, y trabaja como oficial de grandes cuentas en un banco. Es aburrido, y tenemos en común poco más que el gusto por el fútbol, la buena carne y la microelectrónica. Después de una ronda de saludos y frases de cortesía, nos sentamos, Nadja al lado de Marcia y frente a mí, y yo en la silla contigua a Arnau.
– ¿Cómo va? – pregunta Arnau.
– Bien, normal, trabajando.
Marcia y Nadja en seguida se trenzan en la conversación típica de buenas amigas. Yo no tengo humor para esforzarme en conversar con Arnau, así que respondo con monosílabos a sus preguntas, y finjo prestar atención a la conversación de las dos mujeres. Pedimos unos entrantes de pan con tomate y embutidos, entre los que se mezclan potes con humus y potingues comestibles por el estilo. El camarero tarda exactamente treinta y dos minutos desde que retira los primeros hasta que trae los platos principales. Calculo unas treinta mesas con una media de 3,33 personas por mesa, para aproximadamente cien personas en el local, atendido por cuatro camareros, lo que arroja el decepcionante saldo de 7,5 mesas por camarero, que suponiendo, aunque no es verdad, que hagan una ronda cíclica y que entre los dos viajes empleen una media de 2,5 minutos, te tocan cuarenta y cinco segundos de camarero cada 18,75 minutos (es decir, 18 minutos cuarenta y cinco segundos), y más vale que durante tus cuarenta y cinco segundos no dudes sobre lo que vas a pedir, porque entonces deberás esperar al siguiente ciclo. De alguna manera incomprensible, esto es parte de lo que hace a este restaurante tan popular, sumado al ambiente oscuro y ruidoso en el que sirven copas después de la cena.
– Mi jefe me tiene hasta los huevos – insiste Arnau.
– ¿Ah, sí?
– Si. Este año estoy en línea con los objetivos. De hecho, y a pesar de la crisis, voy un cero treinta y siete por ciento por delante de objetivos, pero como la sucursal va un tres ochenta y ocho por ciento abajo, se queja y me presiona más que a los demás, porque sabe que soy de los pocos que pueden levantar el barco.
– Claro… – intento imaginar una forma de hacerle saber lo poco que me importan sus objetivos sin herirlo, pero no se me ocurre ninguna.
– Hoy va y me dice: “Arnau, así no vamos a ninguna parte. Estoy rodeado de incompetentes. Si no sacamos esto a flote entre los dos, nos vamos todos a la puta calle.” Y yo le digo: “Pero jefe, si es que no puedo hacer más. Me estoy dejando la piel.” Y me dice: “Claro que puedes hacer más, Arnau, por eso eres mi delfín.” Y le digo: “Gracias, jefe, pero de verdad le juro que estoy haciendo todo lo que puedo.” Y me dice: “Pues puede más, Arnau, puede más.” Y el muy capullo centra la vista en el ordenador como si yo no estuviera ahí.
– Ahá…
– Es que es alucinante, macho, te lo juro…
Por el rabillo del ojo veo que Nadja me lanza una mirada fulminante. Se está dando cuenta de que no le estoy prestando atención, así que decido esforzarme un poco más.
– Todos los jefes son igual de gilipollas. No te preocupes.
– No, no me preocupo. ¿Y tú qué tal? – aprovecha mi cambio de actitud, así que decido escarmentarlo.
– Yo bien. Esta semana por fin dimos con la solución definitiva a la recursividad en los procesos de autopuja. El problema era que el anidamiento del loop principal de control no llevaba un contador de iteraciones, entonces si por alguna razón los argumentos de la función hacían que fuese infinito, salíamos solamente con un Stack Overflow, y encima no estaba blindada la excepción. Al final tuve que implementarlo personalmente, pero me quedó de puta madre.
Durante un rato le detallo los problemas de corrupción en los índices de la base de datos y los pormenores minuciosos de las métricas de rendimiento del sistema. Cuando considero que empieza a estar lo suficientemente aburrido como para dejarme en paz durante el resto de la noche, una segunda mirada de Nadja, con la potencia de un rayo, me llama al orden. A los pocos segundos, Arnau dice:
– Qué… Parece que Florentino finalmente fichó a Cristiano Ronaldo…
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