Empecé a escribir a los siete u ocho años. Cuentos a veces infantiles y otras pretendiendo ser serios, aunque la mayoría de ellos consiguiendo solamente ser absurdos. De alguna u otra forma, el acto simple de escribir siempre estuvo presente en mi vida. Los libros eran en mi casa una presencia constante, un depósito de secretos del que mi Padre era el ángel guardián, y se les tenía un respeto reverencial, un aprecio infinito que, sin embargo, no los salvaba de ser manipulados, leídos, releídos, comentados a gritos, prestados, traficados y, algunas veces, agredidos, escritos entre líneas o trágicamente rotos.
Para mi cumpleaños de quince, una estadounidense amiga de mi madre, más joven que ella (Jocelyn, que tendría en ese momento veintitantos), que vivió en nuestra casa durante algunos meses por circunstancias que no vienen al caso, y de la que yo estaba secretamente enamorado (aunque sospecho que ese amor estaba más hecho de hormonas que de sentimientos reales), desesperada porque todas las noches le robaba algún cigarrillo, me regaló mi primer cuaderno Meridiano, con una pequeña nota que decía: “Anoche vos fumaste mi último cigarrillo, y yo quería morrirte”. Entonces comencé a tomarme más en serio la actividad poco lucrativa de llenar profusamente páginas y páginas de cuadernos Meridiano. A día de hoy tengo unos quince, repletos de letras confusas y pequeñas, que pasaron al olvido cuando las computadoras personales invadieron mi vida, pero que constituyen un valiosísimo registro personal de ideas y emociones.
A mediados de ese año, comencé a hacer un taller literario, costumbre que mantuve hasta bien entrada la veintena. De ese ejercicio surgió el hábito de escribir un diario, una bitácora de palabras y pensamientos cuya única utilidad era despuntar diariamente el vicio de escribir (aunque más adelante descubrí una serie de utilidades subsidiarias sumamente interesantes, como por ejemplo, el género epistolar). Nunca jugó en mi vida el papel de confesor silencioso que la cultura popular atribuye a los diarios, sino más bien el de repositorio de pensamientos, ideas y posibles fragmentos de grandes textos que escribiría más adelante, y que más adelante nunca escribía.
Como resultado de todo esto, mastiqué durante casi veinte años una ambición mordida y secreta (no por no ser relatada, sino por íntima y presente) de escribir una novela basada en unas pocas premisas de mi vida real, y alimentada por mi imaginación y la influencia de muchos autores que he consumido con desvelo a lo largo de los años. Sin embargo, cada intento de escribirla fue sistemáticamente frustrado por una imposibilidad etérea de avanzar más allá de la página veinte sin sentir que el texto era una verdadera cagada.
Luego la vida se complicó. Como tantos otros argentinos emigré a Barcelona en el año dos mil, y un torrente de situaciones nuevas me obligó a canalizar lo mejor de mis energías en hacerme un lugar. Un lugar en la vida profesional, en la vida social, y en general en un país diferente. No tan diferente como para obligarme a cambiar radicalmente, pero sí lo suficientemente diferente como para hacerme sentir distinto. La escritura fue quedando de lado.
A finales del año 2008, la tan mentada crisis mundial me dejó sin trabajo. Después de dos meses de profunda depresión y de girar en torno a nada, pero con verdadera desesperación, decidí que la circunstancia no deseada de disponer de tanto tiempo libre marcaba el momento perfecto para escribir la novela que íntimamente continuaba masticando y rumiando, y me puse manos a la obra el catorce de marzo. Por obra y gracia de quién sabe qué fuerza desconocida, un texto que, por primera vez en mi vida me gusta, me seduce y me hace sentir bien a medida que lo voy escribiendo, comenzó a aparecer bajo mis dedos. A principios de mayo, cuando retomé mi actividad laboral, tenía más de doscientas páginas escritas, y estaba entusiasmado. Por fortuna pude encontrar el espacio para trabajar y continuar escribiendo. Hoy son casi cuatrocientas páginas, conservo intacto el entusiasmo y comienzo a ver luz al final de túnel, pero resulta que el ejercicio de la escritura, el ritual simple de sentarme frente a la pantalla y pensar me ha enviciado, y entonces produzco decenas de ideas y reflexiones que no sirven para la novela, pero que bien podrían ir a parar a un blog. Al final, por alguna razón que me resulta incomprensible, muchos exiliados tenemos la idea peregrina de que lo que pensamos puede resultar de interés para los demás, aunque finalmente puede que no lo sea.
Primero mi abuela, y después mi madre, cuando querían afirmar algo categóricamente y con intención de poner fin a una discusión, cerraban la frase diciendo: “Esa es la verdad de la milanesa.” Me ocurre que tengo ganas de poner a prueba algunas de las cosas que se me ocurren, así como algunos fragmentos de la novela que voy escribiendo, y me divierte la idea de recibir comentarios al respecto, al mismo tiempo que siento que puede ser importante para mí tener algún tipo de feedback sobre estas cosas. No tengo idea de cómo va a resultar. Ni siquiera sé si tendré finalmente la constancia de ir escribiendo esos pequeños textos que quiero agregar al blog, pero de momento he decidido ceder a la tentación de compartir todo esto, y por eso hoy empiezo este blog, y ésa es la verdad de la milanesa.
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