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Capítulo alfa-gamma 12. (Acción en Buenos Aires, 1983).

–      Este año, la bisabuela Angustias va a pasar las fiestas con nosotros. – había dicho Ricardo.

–      ¡No, papá!

–      ¡Es una pesada, siempre nos está persiguiendo!

–      A mí me obliga a rezar… – dijo Sofía.

–      Miren, yo sé que a veces es un poco densa, pero está por cumplir noventa años. No sé cuánto más va a vivir, y me parece que se merece pasar las fiestas con nosotros.

–      ¡Ufa!

Durante los últimos años, Ricardo había llevado a los niños con cierta frecuencia (no más de dos o tres veces al año) a visitar a María de las Angustias al hogar de Monjas en Ramos Mejía, donde llevaba viviendo desde principios de los setenta. Estaba muy vieja, gorda y encorvada, pero seguía conservando el fuego en su mirada, que con los años había dejado de ser de color violeta furioso para rodearse de un charco de agua clara, producto de las cataratas. A los niños les gustaba ir al hogar. Había un huerto detrás del caserón enorme en el que malvivían los ancianos, y podían correr entre las plantaciones de tomates y las lechugas incipientes que asomaban. A la entrada del caserón, una imponente escalera de mármol que se bifurcaba llevaba a los dormitorios. Justo en la bifurcación, había un cesto desde el que dos docenas de plumas de pavo real presidían las escalinatas. Los niños alucinaban con las plumas, y siempre querían que Ricardo les permitiese llevarse una. Ricardo, que además de ser profundamente ateo, detestaba todo lo que tuviese que ver, de manera directa o indirecta, con el clero, intentaba que sus hijos no tuviesen contacto con las monjas, y les prohibía pasear solos, recorrer el huerto y, por supuesto, llevarse cualquier cosa que encontrasen en cualquier parte.

Ese día, a finales de diciembre, Angustias llevaba, como durante los últimos treinta años, el pelo recogido en un rodete rígido de color blanco amarillento, y un vestido azul con pequeñísimas flores blancas, suelto, que le llegaba hasta los tobillos. Completaban su atuendo unas zapatillas negras de andar por casa y un bolso negro y grande.

–      Hola, Abuela – dijo Ricardo, tomándola del brazo.

–      Hola, Ricardito, – respondió Angustias, besándolo en la mejilla – eres el único que se acuerda de esta pobre vieja.

–      No diga eso, abuela.

–      Yo te ayudo, abuela – dijo Gabriel, quitándole el bastón y ofreciéndose para tomarla del brazo.

Gabriel era casi tan alto como ella, y siempre se ofrecía a ayudarla a caminar. En realidad no lo hacía por ayudar, ni porque la quisiera especialmente, sino porque le gustaba tocar la piel suave, casi satinada, de los bíceps fláccidos de la anciana, que colgaban como una bolsa de nylon llena de agua cuando el niño le hacía levantar el brazo para apoyarse en él. Sin que nadie lo advirtiese, colocaba la palma de la mano debajo del brazo, sobre el tríceps braquial, empujándolo levemente hacia arriba. La anciana solía tener la piel fría a pesar del calor, y eso le gustaba.

Dentro de la residencia, se respiraba un aire de austeridad total. Los ancianos eran tratados como niños, y su alimentación y costumbres eran frugales y estrictas. Una vida de viejos. Por eso Ricardo, durante los pocos días que traía a la bisabuela de los niños a casa, le permitía casi de todo. Le daba cigarrillos rubios y después de cenar le servía dos o tres medidas de whisky. La anciana se despachaba a gusto durante esos días, pero sin embargo, una culpa ancestral le impedía reconocer ante sí misma que violaba las normas, razón por la que cada uno de estos excesos, a pesar de ser a la vista de todos, era ignorado tanto por los adultos como por los niños, cumpliendo un pacto tácito para permitirle a María de las Angustias disfrutar de sus vacaciones. Aunque en casa de Ricardo no se le prohibía nada, había cosas que la gaditana hacía de todas maneras a escondidas de su nieto.

–      ¿Quiere un tecito, abuela? – ofreció Melissa.

–      Gracias, nena, pero mejor un nesquicito… – respondió Angustias, haciendo un gesto de disculpa.

Melissa, conteniendo la risa, le preparó una leche bien cargada de chocolate, y la depositó frente a la anciana que, haciéndose la distraída, le agregó hasta cinco cucharadas colmadas de azúcar.

–      ¿Quiere unas galletas? – volvió a ofrecer Melissa.

–      Sí, gracias. O mejor un poquito de pan. – Melissa cortó cuatro rebanadas de pan blanco, que en la residencia era considerado todo un lujo, y las sirvió en un plato. – Y si tienes un poco de mantequilla y dulce de leche, para no comerlo tan seco… ¿no?

–      Tengo ganas de hacer caca. ¿Venís? – digo Gabriel.

–      Bueno, pero llevo el ajedrez – dijo Ernesto.

Llevaron al baño una pequeña silla plegable de camping, y una lata vacía de galletitas Porteñitas para apoyar el tablero. Lo hacían con bastante frecuencia desde que ambos aprendieran a jugar al ajedrez, disputando largas partidas, uno sentado en el inodoro y el otro en la sillita, pensando las jugadas e intentando concentrarse en el ambiente cargado de vapores de mierda humana.

–      Enroque – dijo Gabriel, con la respiración contenida por el esfuerzo, mientras intentaba expulsar otro trozo de caca. Transpiraba y se ponía rojo por el trabajo, y a veces hasta le faltaba el aire.

–      No vale. Esa torre ya la moviste. Tenés que hacer enroque para el otro lado, y te falta sacar el alfil y el caballo.

–      Se puede hacer enroque igual, aunque hayas movido la torre.

–      No, no se puede.

Los golpes secos en la puerta del baño interrumpieron la discusión sobre el reglamento de ajedrez. María de las Angustias aporreaba el bastón contra la puerta cerrada con traba.

–      ¿Qué estáis haciendo tanto tiempo allí dentro? ¡Marranos!

Los dos niños contuvieron la risa, tapándose la boca con las manos, hasta que Gabriel, haciendo un esfuerzo, se aclaró la garganta.

–      ¡El Volkswagen! – susurró Ernesto. La llamaban así porque su espalda encorvada les recordaba al mítico escarabajo.

–      Ahora salimos, Abuela.

–      ¡Abre la puerta!

Gabriel se limpió como pudo, y antes de tirar la cadena liberó el pestillo que bloqueaba la puerta del baño. La anciana empujó la puerta, derribando el tablero de ajedrez y esparciendo las piezas por el suelo, mientras entraba apresurada, apartando a Gabriel de un empujón. Se detuvo frente a la pileta del baño, y evitando mirarse al espejo soltó dos sonoros y largos pedos, que sonaron líquidos y burbujeantes, presionados por la carne fláccida de sus nalgas, y provocaron las risas espontáneas de los niños. María de las Angustias se dio vuelta tan rápido como pudo, y mirándolos con enfado dijo:

–      ¿Qué? El baño es para eso.

Y se fue, dejando la puerta abierta, y a los niños que, muertos de risa, recogían las piezas y el tablero.

Esa noche cenaron pollo con papas fritas. María de las Angustias hizo gala de un apetito que rivalizaba con el de Gabriel, que a sus doce años comía ya como un preadolescente. Se comió dos muslos y una pechuga, sin quitarles la piel, y una generosa ración de patatas.

–      ¿Un poquito de vino, abuela?

–      Un poquito, solo. Es que a mi edad ya no puedo…

Ricardo le sirvió un vaso de vino tinto, que durante la cena le repuso hasta tres veces. De postre sirvieron turrón de alicante y jijona, que la anciana, a pesar de tener todavía su propia dentadura débil, devoró con placer. Al terminar los postres, Melissa acostó a los niños. Ricardo y Angustias se quedaron en la mesa del comedor.

–      ¿Un dedito de whisky, abuela?

–      No, no puedo. Bueno, un dedito solo. Con hielo, por favor, Ricardito. – Melissa regresó a la mesa, y reprochó en voz baja a Ricardo.

–      No le des whisky, la vas a matar.

–      ¿Y? – dijo él – Dejala, tiene mil años. ¿Qué importa que viva un año más o un año menos? Dejala que disfrute. – dicho esto, puso tres dedos de whisky en el vaso, con dos cubitos de hielo, y se lo tendió a la anciana mientras Melissa, ligeramente ofuscada, levantaba los platos.

–      No, no, es mucho.

–      Parece mucho por el hielo, Abuela, pero es lo que me pidió. ¿Un cigarrillo?

–      ¡Huy, no! Bueno, uno solito. Si me viera la madre superiora… – dijo, riendo, mientras encendía el cigarro.

Conversaron animadamente durante más de una hora, en el transcurso de la cual María de las Angustias despachó otros dos vasos de whisky de igual tamaño y cinco cigarrillos rubios. Ricardo, entre risas, aprovechó el momento para hacer la pregunta que toda la familia quería hacer y nadie se animaba.

–      Abuela, antes de irse a dormir, ¿le puedo preguntar una cosa? Pero dígame la verdad.

–      Lo que quieras, querido.

–      De los cuatro maridos que usted tuvo, ¿a cuántos mató y cuántos se le murieron solos?

La anciana apuró el último vaso de licor, y controlando las lágrimas que querían afluir a sus ojos, acarició la mejilla de su nieto.

–      ¿De verdad te crees que esta pobre vieja puede hacer daño a alguien? – y riendo, se levantó trabajosamente – Hasta mañana, Ricardito, que duermas bien.

Hacia las tres de la mañana, Ernesto se despertó con sed. Como conocía perfectamente la casa, no encendió ninguna luz para dirigirse a la cocina. Al llegar a la puerta, le sorprendió el resplandor de la luz de la nevera. Cuidando de no hacer ruido, se asomó por el quicio de la puerta, justo a tiempo para ver a María de las Angustias, de pie con la puerta de la nevera abierta, sosteniendo en una mano la mantequilla, y una cucharilla de té en la otra, mientras degustaba con evidente placer algo que tenía en la boca.

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