Hace unos días, durante un anochecer caluroso, insoportable y soporífero, mientras mis hijos veían la tele esperando por la cena, después de un baño calentito, decidí salir al balcón a fumar un cigarro. En el balcón tenemos una mesita con tres sillas, y me gusta sentarme ahí, esperando a ver si atrapo un poquito de brisa que alivie el atardecer. Como pasa muchas veces, al instante los dos vinieron detrás, anunciando su presencia con el repicar de los pasitos de pies descalzos sobre las losas del balcón, palabras entrecortadas y mucho entusiasmo. Normalmente, en esos momentos de relax no tengo demasiadas ganas de que me griten en las orejas,
y suelo volverlos a mandar para adentro a seguir viendo tele, pero ese día me sentía distinto, así que los dejé que salieran al balcón. Súbitamente, sin venir a cuento de nada, recordé que, durante el pasado curso escolar, mi hijo Pablo estaba completamente enamorado de una niña, a la que, de cara a preservar su intimidad, llamaremos, por ejemplo, Celia. Me giré hacia ellos, que estaban mirando hacia abajo y cuchicheando cosas de niños, y le dije a Pablo:
– Ven aquí, hablemos de cosas importantes, de hombre a hombre. ¿Cómo te va con Celia?
En un principio pensé que, como muchas de las veces que le había preguntado en el pasado, respondería sin demasiada claridad ni entusiasmo y seguiría jugando con su hermano a contar los coches que pasan frente a nuestra casa, pero algo diferente iluminó su cara. Se sentó en la silla más cercana a la mía, muy serio, y me respondió:
– Hablemos de cosas importantes.
– ¿Sigues enamorado de Celia?
– Sí, pero no tanto como antes.
– ¿Qué te gusta de ella?
– El pelo.
Cuando hablaba de la niña, se le encendía la carita, y las mejillas se le estiraban en una sonrisa incontenible. Me contó que se había enamorado por el pelo, porque Celia no juega mucho con él, y claro, si no juega con él no puede estar tampoco tan enamorado.
Al día siguiente, por la mañana, mientras me tomaba el café, me preguntó:
– Papá, ¿cuándo vamos a hablar otra vez en serio? De hombre a hombre.
Mientras lo decía no pudo contener la sonrisa, y en ese momento no supe si lo que tanta ilusión le hacía era conversar conmigo como iguales o hablar de su amor de niño. Prometí repetir la conversación más adelante ese mismo día. El se mostró de acuerdo. Volvió a preguntarme cuando hablaríamos durante la comida, y dos o tres veces por la tarde. Al anochecer, después del baño, me serví un refresco, me senté en el balcón y lo llamé. Vinieron nuevamente los dos, Pablo repitió la silla del día anterior y Daniel se sentó en la que quedaba. A sus casi tres años, entendía que estábamos hablando de algo serio, pero se le escapaba exactamente de qué.
– ¿Y bien? Cuéntame – le dije. Debo confesar que me esfuerzo en hablar en español en lugar de argentino con mis hijos, aunque no sé bien por qué.
– ¿Qué te cuento? Sigo enamorado de la Celia.
– ¿Y se lo vas a decir?
– Tengo una idea – dijo Daniel, levantando su dedito índice.
– No sé como decírselo.
– ¿Y por qué no esperas a San Valentín y le compras una tarjeta?
– Tengo una idea – insistió Daniel.
Durante los días siguientes, cada vez que Pablo me veía (trabajo en casa, así que cuando salgo de la oficina para ir al baño o para vaciar un cenicero, los dos se me echan encima), volvía a su rostro una mirada pícara, y me decía: “Después seguimos con la charla”, o simplemente “¿A la tarde hablamos, papá?”. Cada noche se repetía la escena. Un rato de charla en el balcón, antes de cenar. Durante esos ratos fuimos esbozando planes para hacerle saber a la bella del estado de enamoramiento de mi niño. Esperar o no a San Valentín, elegir una charla face-to-face, averiguar su dirección y dejar una tarjeta en el buzón, etc. No se cansaba de hacer planes, y yo nunca lo había visto tomarse algo tan en serio.
Al quinto o sexto día no pudo más, y pasó buena parte de la tarde pintando una tarjeta con forma de corazón, de color rojo pasión, – “Ya se sabe que para las mujeres estas cosas tienen que ser rojas”, me dijo – con multitud de pequeños corazones en tonos lilas y rosas. En el centro, una frase escueta: Cela, vols ser la meva xicota? (¿Quieres ser mi novia? en catalán, porque ella es catalana).
Ese día bajamos a la plaza, como otros tantos. Allí estaba la bella, con su Padre y su Madre, y un monopatín rosado la mar de femenino. Pablo me pidió la mano. No quería ir solo. La conmoción de su corazón pequeño le daba vergüenza. Lo acompañé, sintiéndome un poco ridículo al acompañar a mi hijo a entregar su primera carta de amor, pensaba que debería ser algo más íntimo, pero ¿qué se sabe de la intimidad a los cinco años? Celia miró el papel sin entender, le pidió a su madre que se lo leyese y enrojeció súbitamente. No dijo nada. Pablo y yo volvimos a nuestro banco de la plaza.
– Papá, ¿cuándo me va a responder?
– No sé, hijo. Las mujeres se toman su tiempo para estas cosas.
El sol bajaba y seguimos jugando en la plaza, mientras muchos padres y madres con sus hijos hacían lo propio alrededor. Al final, el bullicio comenzó a descender, cada vez éramos menos, anochecía. De repente vi venir a Pablo a toda velocidad en su patinete rojo, frenó frente a mí y pude notar angustia en su carita. Me espetó, con ese tono semi enfadado previo al llanto que tienen los niños, como si todo fuese culpa mía:
– Papá, ¿Cuándo me va a contestar? ¡Ya son casi las nueve!
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[…] 2009 pilux Deja un comentario Ir a los comentarios Quienes hayan leído recientemente el post Charlas de hombre a hombre, recordarán que dejamos a mi hijo Pablo sumido en las terribles tribulaciones de su corazoncito […]
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[..]Articulo Indexado Correctamente[..]…
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[…] Recordarán quienes sigan las vicisitudes de la accidentada vida emocional de mi hijo Pablo (ver Charlas de Hombre a Hombre y Charlas de Mujer a Mujer), que dejamos el relato de sus tribulaciones amorosas en el álgido […]
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