Mi familia es un completo desorden. Ni siquiera hago el intento de disimularlo, hace ya muchos años que estoy resignado a eso. Sería muy largo de explicar en una entrada de blog (por eso estoy escribiendo una novela), pero hay cosas que vale la pena recapitular. Crecí explicando con vergüenza: “Yo tengo dos mamás”. Con vergüenza y un íntimo y secreto sentimiento de culpa hacia mis dos madres por querer a la otra. Culpa de esa que solamente nos pueden hacer sentir las madres a través de un amor que duele y reconforta. De adulto, a veces utilizo la ironía cuando digo: “Yo tengo dos madres, y me sobra una y media”. Lo que no digo es que, más allá de todo, no puedo prescindir de ninguna de las dos. Tuve dos madres y seis abuelos. Tengo cinco hermanos y sin embargo soy hijo único. Algunos de mis hermanos tienen hermanos que no son hermanos míos, desafiando así la transitividad filial que se supone una verdad única.
Y tengo, por supuesto, una infinidad de tíos, primos hermanos, primos segundos y demás cargos entre un entramado demencial de parentela interminable, que a veces estoy tentado de renunciar definitivamente a intentar descifrar. Pero de todos ellos, de toda esa parentela, hoy quiero hablar de mi tío Ramiro. El hermano de una de mis mamás.
Me crié en una casa en la que vivíamos cuatro hermanos (con dos de mis hermanos nunca tuve la suerte de vivir), y muchos de los veranos pasábamos dos meses en casa de mis abuelos, en Montevideo. Mi tío Ramiro tendría entonces veinte o veintipocos años, y para mí y para mis hermanos era Supermán. Pero era un Supermán de carne y hueso, cercano, humano de verdad. En toda mi infancia no recuerdo un adulto que nos dedicara tan plenamente y durante tantas horas su completa atención. Era fuerte, invencible y alegre, y estaba siempre rodeado de un halo de admiración que aún de adulto, cuando lo veo, me parece reconocer en él.
Mi tío Ramiro andaba descalzo todo el verano. Iba descalzo a hacer la compra, iba descalzo a la playa, y salvo para ir al centro, creo que no se ponía calzado de ningún tipo durante toda la temporada de calor. Nosotros queríamos ser como él. Salíamos de la casa de mis abuelos, descalzos, sufriendo por un caminito de piedrecillas de unos treinta metros que había hasta la calle, y luego caminábamos tras Ramiro sobre las aceras recalentadas por el sol del verano, corriendo de sombra en sombra, y sin quejarnos a pesar del dolor. Ramiro nos llevaba las chancletas en la mano, se reía y nos las ofrecía. Nosotros nos negábamos por orgullo, y al llegar a la playa la arena tibia en los pies era un auténtico descanso.
Mi tío Ramiro me enseñó a dormir en una hamaca, en las noches de verano, bajo el cielo estrellado del patio, y a conjurar el miedo a la noche y al susurro oscuro y secreto de los árboles. Y cuando, alguna vez, una lluvia inoportuna quebró el silencio del amanecer, se levantó a buscarme, a arroparme dormido y meterme dentro de la casa para que no me mojara. Me enseñó también a poner una lombriz en un anzuelo, y a pescar la encandilada. Nos llevaba de noche a la playa, con un farol de gas, a recoger con un mediomundo decenas de pececitos plateados que mi abuela rebozaba y nos comíamos “con cabeza y cola”, orgullosos por la aventura nocturna. Aún lo puedo recordar, acuclillado, con un cigarrillo negro humeando en los labios, intentando encender el farol a pesar del viento de la playa.
Mi tío Ramiro tenía un halcón, un palomar lleno de palomas, un gallinero y un estanque con dos enormes tortugas de agua dulce, y nos enseñaba a darles de comer fiambre cortado en tiras, quitando rápido la mano para que las tortugas no nos mordiesen los dedos.
Mi tío Ramiro me enseñó a disfrutar de los juegos de mesa. Las primeras veces que recuerdo en mi vida que nos dejaran, después de cenar, quedarnos con los grandes a jugar fueron en su casa (ahora que soy padre y tío sé que hay cosas que los tíos y los abuelos pueden permitir, y que lamentablemente los padres no podemos). Jugábamos a El Bancario, una versión localizada a la uruguaya del Monopoly, que en Argentina se llamó El Estanciero. Había una propiedad llamada La Gruta de los Cuervos, que a mi hermano Pancho le encantaba. No sabía por qué, pero le encantaba. Era una propiedad de mierda, no valía nada, pero Ramiro siempre la compraba, para luego vendérsela a él por un precio desorbitado. Pancho lo pagaba, olvidando el objetivo final del juego, y buena parte de la velada giraba en torno a la posesión de La Gruta de los Cuervos.
Mi tío Ramiro una vez se compró una moto. Habíamos ido los cuatro a la playa con mi mamá, y Ramiro llegó en la moto, conduciendo sin camiseta (o al menos lo recuerdo así). Yo no debía tener más de seis o siete años. Todos queríamos volver a la casa con él en la moto. Lo sorteamos y gané, pero resulta que tenía el bañador mojado, y Ramiro no quería mojar el asiento de la moto nueva. Entonces mi tío Ramiro fue rápidamente hasta la casa, buscó unos pantaloncitos cortos verdes míos, y a los diez minutos lo vimos volver, aún sin camiseta, en la moto, con el pantaloncito en la cabeza, flameando. Fue la primera vez que me subí a una moto.
Mi tío Ramiro formó una familia. Una esposa maravillosa (se merece un post aparte) y cuatro hijos, el mayor de la edad del menor de mis hermanos. Y también tuvieron, durante muchos años, una perra peluda llamada Pacha, con la que jugábamos todos los veranos. Por alguna razón o por simple casualidad, Pacha murió durante una de mis visitas, y pude acompañar a Ramiro ese día. Amaneció muerta una mañana, y no se me borra de la memoria mi tío Ramiro, otra vez acuclillado, sobre la perra, tocándola, acariciándola, mientras sus lágrimas salpicaban el suelo de terrazo. Fue la primera y única vez que vi llorar a mi tío Ramiro.
Cuando éramos chicos, en Uruguay se usaba mucho el canje de libros. Cada verano, mi tío Ramiro nos llevaba al canje Rubens, en la feria de Tristán Narvaja. Cada año dejábamos un montón de libros y nos traíamos otro montón, y era tan mágico como comprar sin dinero. Íbamos a la feria todos, Ramiro, Iliana, sus cuatro hijos y los cuatro sobrinos, y era un milagro que no nos perdiésemos en un mundo de gente y compra venta de las cosas más absurdas. Volvíamos contentos, en el autobús, cantando “En la feria de Tristán, me compré una cafetera, chú chú la cafetera…”.
Los recuerdo más antiguos que tengo de mi tío Ramiro, en uno de esos veranos en los que no había dinero ni para mentir, pero no importaba, son dos: el primero fue un día, paseando por no sé dónde, que vi por primera vez un Scalextric, y me pareció la cosa más deseable del mundo en su caja roja. Durante muchos años creí que solamente se podían comprar en Uruguay. El segundo (si será antiguo, que solamente estábamos mi hermano mayor y yo) fue para carnaval, en febrero. Habíamos pasado por una tienda en la que había máscaras, y Pancho y yo habíamos deseado con todas nuestras fuerzas unas caretas de cartón que representaban una calavera. No éramos niños de andar pidiendo cosas, pero no pudimos ocultar el deseo. Ramiro las compró y pudimos “asustar” a mi abuela, y luego a nuestros padres, una vez de vuelta en Buenos Aires.
La última vez que vi a Ramiro fue durante uno de los viajes a Buenos Aires con mi hijo Pablo, que estaba en plena edad del porqué (ver post Así es la vida). Ramiro e Iliana vinieron desde Montevideo para vernos, y una noche, mientras todos charlábamos en casa de mi hermano Pancho, Ramiro se pasó más de una hora en el balcón, a solas con Pablo sentado en sus rodillas, respondiendo todas sus preguntas y hablándole del cielo y las estrellas, y aunque no se lo dije entonces, contemplarlos me hizo revivir de golpe y sin anestesia toda la ternura, el amor y la ilusión que sentía de niño al ver a mi tío. Desde esa noche me acompaña una emoción intensa cada vez que evoco ese recuerdo.
El tiempo pasó, y a medida que me hice grande, fui viendo a Ramiro cada vez un poco menos Supermán y un poco más humano, hasta que finalmente logré, de adulto, verlo como un humano completo, y uno de los más humanos que conozco.
Hace unas pocas semanas mi tío Ramiro sufrió un infarto. Y le pasó estando yo tan lejos. Durante los días que pasó en el hospital, lo llamé varias veces, y aunque sonaba tranquilo y me aseguraba una y otra vez que se sentía perfectamente, yo no podía dejar de imaginar que debía estar asustado, como cualquiera en un trance así. Las conversaciones fueron muy cariñosas, y no dejamos de decirnos que nos queremos. Sin embargo, y no por ser hombre, sino por ser adulto, no fui capaz de decirle que mi primera sensación fue de rabia contra él. Pensé que el hijo de una gran puta tuvo el mal gusto de arriesgarse a morir a traición, sin darme siquiera la oportunidad de decirle, cara a cara, lo importante que fue y es en mi vida, lo profundo de los sentimientos que tengo por él, la riqueza enorme de los recuerdos que nuestra vida juntos me ha dejado, y, sobre todo, ahora que no soy un niño, sino un hombre que se ha convertido en Aprendiz de Brujo, que para mí sigue siendo el Supermán mas humano, ese que aún cuando es hombre, y tiene menos pelo y arrugas alrededor de los ojos, y es evidente que como cualquier otro hombre, un día se puede morir, a pesar de todo eso, es más admirable que nunca. La próxima vez que lo vea se lo voy a decir.
15 pings
Ir al formulario de comentarios
[…] Articulo Indexado en la Blogosfera de Sysmaya Mi familia es un completo desorden. Ni siquiera hago el intento de disimularlo, hace ya muchos años que estoy resignado a eso. Sería muy largo de explicar en una entrada de blog (por eso estoy escribiendo una novela), pero hay cosas que vale la Mi f .. […]
United States
[…] recordando el verano – mis hermanos y yo solíamos veranear en Uruguay, con mi tío Ramiro (ver El Aprendiz de Brujo y el Supermán Humano) – en que conocimos a mi tía Iliana. Me vino a la memoria una de las características de su […]
United States
[…] y un gallinero al fondo, y en el centro dos casitas. En una vivían mis abuelos. En la otra, mi tío Ramiro. Las construcciones eran poco más que ranchos. Paredes de ladrillo, tabiques de un material […]
Germany