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La venganza de las Isoflavonas de Soja

Cuando era un niño, digamos de entre siete y once años, me encantaba ir al supermercado. Todavía no estábamos plagados de Carrefours ni Wal-Marts ni monstruos semejantes. Apenas si existía el Jumbo, y no teníamos costumbre de ir. Entonces se compraba todos los días, o casi todos. Además, vivíamos en un mundo en el que un niño de diez años podía caminar solo cuatrocientos cincuenta metros con algunos pesos apretujados en un puño sudoroso, repitiendo para sí mismo “dos sachets de leche, un paquete de manteca, dos paquetes de fideos mostacholes y una lata de tomate, dos sachets de leche, un paquete de manteca, dos paquetes de fideos mostacholes y una lata de tomate, dos…”, con tal absoluta concentración que no reconocería a su propio padre, y sin embargo el riesgo de que fuese asaltado, secuestrado, asesinado, violado o atropellado continuaba siendo razonablemente bajo. Así las cosas, yo me ofrecía siempre, y mi mamá me mandaba al supermercado. Yo me sentía encantado en aquél mundo pequeño, conocido y abarcable, en el que me movía a mis anchas. En la nevera de lácteos había tres marcas de leche, en versiones normal y descremada, sachet o cartón (que era la que compraban los ricos). Lo mismo pasaba en la de los fideos, había dos marcas: los baratos y los caros.

Después, cuando pasaron algunos años, me hice adolescente (duele recordarlo!), y entonces dejé de ofrecerme para ir a comprar. De hecho, me negaba alegando excusas no siempre creíbles, y no siempre inteligentes. Supongo que mi madre, como tantas otras, de a poco fue resignándose a la disminución progresiva de mi voluntad de colaboración, y a mi preferencia de emplear mi tiempo en actividades de masajeo genital (rascarme los huevos, como quien dice). Pasé algunos años felices sin entrar más que a establecimientos donde comprar tabaco y a veces una botella de cerveza o de gaseosa para tomar con amigos, mientras perdíamos maravillosamente el tiempo en alguna parte, dedicados a la fructífera actividad de ver pasar a los demás y hacernos chistes entre nosotros, con bastante poca gracia. Durante esos años llegaron los hipermercados, y la cultura de compra cambió totalmente.

Poco después de cumplir diecinueve, haciendo uso de una de las pocas ventajas de ser Aprendiz de Brujo, que es que se ganan sueldos relativamente decentes, me fui a vivir solo. Le alquilé un departamentito pequeño a una viejecita dulce en San Telmo, y allí me instalé. Después de algunos meses de comer sistemáticamente alternando el bar de abajo (DesNivel, o para algunos, simplemente La Parrillita) y el McDonald’s de la otra esquina, salpicado de esporádica comida china, advertí que comenzaba a ganar algo de peso (tendencia, por cierto, que a pesar de las diferentes técnicas empleadas hasta hoy, se mantiene, a mi pesar, ascendente). Decidido a mejorar la calidad de mi alimentación, y por lo tanto, de mi vida, comencé a observar lo que hacían las personas de mi entorno que llevaban bien una casa. Desafortunadamente, mis colegas de profesión (teniendo en cuenta solamente a los que ya no vivían con sus padres) se dividían en dos grupos: los que comían igual o peor que yo (tengamos en cuenta que en mis primeros cinco años de vivir solo, jamás encendí el horno) y los que tenían esposa, mujer o concubina de alguna clase. Esta segunda alternativa estaba bastante lejos de mi ánimo por aquéllos días, así que opté por observar a mis padres. Fruto de esta observación descubrí una de las principales costumbres de la clase media en las sociedades civilizadas: hacer la compra del mes. “Esto debe ser sencillo”, me dije a mí mismo, que aparentemente, a pesar de ser capaz de gestionar y programar sistemas informáticos de alta complejidad, era genéticamente inútil para la rutina doméstica… “Solamente tengo que hacer la compra del mes, y todo irá mejor”.

Allá fui.

El mes siguiente, nada más cobrar el sueldo, me subí al coche y me fui al Carrefour San Lorenzo. Hacía al menos siete años que no iba a comprar, así que lo tomé como una excursión. Grande fue mi sorpresa al descubrir que, durante mi ausencia del mundo de la alimentación, habían reemplazado los tradicionales supermercados de barrio por auténticas catedrales dedicadas al consumo. Al entrar por primera vez a un Carrefour, un abismo de productos se abrió ante mí: pasillos y más pasillos y góndolas y más góndolas, cuya disposición, temática, ubicación y utilidad se volatilizaban de mi cerebro al salir de allí, impidiéndome conservar información útil de una visita a otra. En la práctica, el resultado fue dramático. Cada principio de mes iba al Carrefour San Lorenzo. Me armaba de un carro y de bastante valor y entraba a la jungla indomable de productos perecederos y no perecederos. Intentaba tomármelo con calma, pero resulta que había cosas, como por ejemplo los packs de dieciséis rollos de papel higiénico, que compraba en cada una de mis visitas, ante la imposibilidad orgánica de recordar claramente cuáles eran mis existencias actuales, con el triste resultado de una acumulación lenta y persistente de papel higiénico que ya no tenía donde guardar. Sistemáticamente también cedía a la tentación de comprar alguna cosa absurda y cara, como un pack de cintas vírgenes de vídeo que no necesitaba, o un set de sartenes que pensaba que me ayudaría a cocinar más. Al final, mi tolerancia al sitio se reducía siempre a un rango de entre veintidós y treinta y cuatro minutos, al cabo de los cuales pagaba entre doscientos cincuenta y trescientos cincuenta pesos por un carro que apenas superaba la mitad de su capacidad en contenido. Llegaba a casa, escondía todo lo que había comprado en los armarios de la cocina, descansaba media hora, y luego comenzaba a abrir las puertas buscando algo que comer: nunca había nada, así que me iba a comer a La Parrillita, resignado y con trescientos pesos menos. Me prometía que al mes siguiente lo haría mejor.

Al cabo de varios años de intermitentes esfuerzos improductivos por mejorar mi inteligencia de consumo, me fui a vivir con una japonesa, de la que no revelaré el nombre para preservar su intimidad, pero a efectos prácticos supondremos que se llamaba Kim. Kim era una amiga mía que tenía un problema temporal de vivienda, así que le ofrecí que se quedase en casa durante un par de meses. Nos liamos el mismo día que se mudó, con lo que me encontré viviendo en concubinato completamente a traición, sin poder hacer nada para remediarlo. En un principio eso me asustó. Hasta que, cuando llegó el principio del mes siguiente, le dije: “Kim, tenemos que hacer la compra del mes”. “Claro” dijo ella. Llegamos al Carrefour, y en cuanto me arrebató el carrito sin ningún tipo de miramientos supe que algo diferente iba a suceder. Recorrimos los pasillos durante más de una hora, mientras ella seleccionaba cuidadosamente los productos y yo descubría nacer en mi interior una impaciencia nueva, y un hastío completamente desconocido, que me produjo una enorme incomodidad. Cuando llegamos a la caja, el carro rebosaba de cosas, simulando de perfil la silueta de una isla con un volcán en el centro. “Esto va a costar una fortuna”, dije. Kim asintió, con un gesto grave, y no dijo nada más. Cuando la cajera terminó de jugar con su maquinita de hacer pitidos, me miró y dijo: “Son ciento treinta y cuatro con veintidós”. “No puede ser”, le dije, “si estamos comprando mucho más”. Me miró, entre confundida, divertida o simplemente no interesada, y me dijo: “¿Efectivo o tarjeta?”. Le di la tarjeta mientras, para mis adentros, comprendía por fin que la compra me era un arte ajeno. Cuando llegamos a casa, Kim ordenó todo perfectamente, y hubo comida durante muchos días. Entendí por fin por qué le decían la compra del mes.

Después me separé de Kim, y naturalmente volví a caer en mi rutina de no ir a los mega-supermercados. Cuando me mudé a Barcelona, mi desesperación fue en aumento. En los supermercados españoles, la manteca es una grasa de cerdo incomible, y hay que elegir el paquete que dice mantequilla, como comprobé asustado tras un primer mordisco al pan. Las marcas eran distintas, los envases también, y para peor, el primer mundo parecía estar ocupado en una actividad febril de diversificación de productos. Le leche, que antes era entera o descremada, ahora tenía miles de versiones: La entera de siempre, semidescremada, descremada, enriquecida con calcio, con ácidos grasos omega tres, con isoflavonas de soja (que, dicho sea de paso, nunca supe qué son ni para que sirven), con lactobacillus ge ge. Descubrí que los supermercados eran mucho más hostiles que durante mi infancia, y que elegir una lata de paté se había vuelto una tarea casi imposible.

Ahora estoy casado, y la compra del mes la hace mi mujer por internet, y nos la traen a casa, pero aún así sigo temiendo los días en los que tenemos que ir al supermercado. Y secretamente sospecho que, además de estar enamorado, del deseo de formar una familia y de las ganas de compartir mi vida, una de las razones ocultas por las que me casé fue para tener a mi lado a alguien fuerte, alguien con entereza de carácter. Alguien que me proteja de la venganza de las Isoflavonas de soja.

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