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Capítulo alfa-gamma 18. Acción en Uruguay – Buenos Aires (1985)

Las gaviotas revoloteaban entre los desechos del puerto, salpicándose mutuamente las alas con restos de podredumbre de peces muertos y tripas arrancadas por los pescadores, que atracaban las barcas, limpiaban y vendían su mercadería en el mismo sitio: el puerto de La Paloma, recalentado a fuego lento por el sol inclemente de febrero. Alonso deambulaba entre los puestos de pescado, buscando una corvina rubia para asar a la parrilla, ajeno al bullicio de fondo y al discurso ininterrumpido de Sonia en primer plano, asintiendo con la cabeza a intervalos regulares, para dar a entender así que estaba siguiendo el desarrollo de la conversación. Su cabeza estaba en otra parte. En su Las Piedras natal, en el recuento desafortunado de otro año de infortunios y dudas, en su hijo Mauricio, que estaba a punto de ver cómo toda su vida se desmoronaba. Marta había sido clara: ese año, solamente conocerlo y charlar con él. El verano siguiente le dirían la verdad. Alonso se preguntaba de qué estaba hecha la verdad, cuál y cómo era esa verdad por la que llevaba tanto tiempo luchando. ¿La verdad era que había sentido miedo? ¿Había sido cobarde? ¿O la verdad era que era demasiado joven, demasiado estúpido? ¿Era su verdad la misma que la de Marta?

–      …que lo trajimos desde Buenos Aires. ¿No?

–      ¿Qué?

–      Alonso, ¿me estás escuchando?

–      Perdoname, estaba distraído.

Alonso se acercó a un puesto cualquiera. Al final daba lo mismo. Todos estaban recién pescados. Los pescadores se ponían de acuerdo en los precios. Las corvinas y las brótolas colgaban de trozos de cable como racimos de sandías plateadas, en medio de un vaho insoportable e infame, o abiertas en canal sobre tablones de madera sucia, puestos sobre caballetes a modo de improvisado mostrador. Las moscas revoloteaban en una nube oscura y zumbadora que alteraba los nervios descuidadamente, casi sin que se pudiese identificar el origen, porque eran una parte natural del paisaje. Alonso se fijó en una corvina especialmente grande, que descansaba, con los ojos vitrificados por el espanto de una red asesina, sobre la mesa, en medio de un pequeño charco de agua salada ensangrentada.

–      ¿Cuánto por esta?

Al levantar la vista se encontró con un par de ojos asustados. Con la piel cuarteada y herida debajo de una barba poblada y sucia de salitre. Era un hombre bajo. El pelo, castaño, ensortijado, se le descolgaba de la cabeza en rizos agrupados por la grasa de cuatro días a la mar, enmarcándole los ojos.

–      ¿Tú sos Alonso? – preguntó el hombre.

–      Sí.

–      Soy Miguel. – dijo, tendiéndole una mano de uñas sucias de sangre y tripas, después de hacer el gesto de limpiarla en su delantal – Te reconocí en seguida. Se parece a vos.

–      Hola. – dijo Alonso, secamente, visiblemente incómodo. Sonia empujó a dos personas para acomodarse a la izquierda de Alonso, y así poder ver mejor a Miguel.

–      Hola, soy Sonia.

–      Encantado.

Los tres se miraron, como secuestrados por un silencio absurdo, rasgado por el zumbido tenaz de la nube de moscas. Miguel fue el primero en reaccionar. Puso dos hojas de papel de diario, sostuvo la corvina unos segundos, para dejarla gotear su sangre aguada sobre la arena, y la envolvió precariamente, para luego tenderle el paquete, contrahecho y con lamparones de humedad a Alonso, que lo recogió, agradecido por tener algo que decir.

–      ¿Cuánto es?

–      Nada, nada, invita la casa.

–      Insisto. Por favor, dejame pagar.

–      De ninguna manera. Me ofendo. – replicó Miguel.

–      Bueno, muchas gracias entonces. – sonrió Sonia – ¿Nos vemos esta noche?

–      Claro, nos vemos esta noche – dijo Miguel.

*                    *                      *

1985 había traído prosperidad a la Argentina. El gobierno de Raúl Alfonsín alcanzaba su máxima popularidad. Juan Vital Sourouille, el nuevo Ministro de Economía, planeaba la puesta en marcha del Plan Austral para mediados de año. Un Austral – la nueva moneda que entraría en vigor – equivaldría a diez mil pesos del actual circulante, y tendría paridad con el dólar, a la vez que se congelarían salarios y precios.

María de las Angustias Matalobos cumplía ese año los ochenta y nueve, y hacía seis años que no hablaba con su hija María del Rocío, desde la lenta y dolorosa muerte de Alberto Ramírez Matalobos a manos de una hemiplejia larga y errática. Estaba más cascarrabias que nunca, con el ánimo cerrado sobre sus propios secretos.

Mientras tanto, Ricardo y Melissa afrontaban el inicio de una crisis matrimonial sin precedentes. Melissa ensayaba una nueva puesta en escena llamada Tango Varsoviano en el teatro de Alberto Félix Alberto, y además se ocupaba de la casa y los niños. Ricardo trabajaba de sol a sol, y después de muchos años de matrimonio, había cedido ocasionalmente a las tentaciones de la carne fuera de casa, y gestionaba la culpa concentrándose en expandir su empresa de telas estampadas. Se había asociado con un armenio, vecino del barrio, de apellido Mournekián, junto con el que había comprado maquinaria pesada y alquilado un enorme local de tres plantas, de las cuales dos estaban en desuso y en la restante trabajaban treinta operarios en dos turnos.

Ernesto, libre de la vigilancia paterna por las circunstancias, comenzaba a explorar el mundo de la mano de algunos chicos mayores. Tamara Binacci, una de las dos hijas del director del Grupo de Teatro Catalinas Sur, salía con un muchacho de dieciséis años llamado Julián Montoro. Julián era el hijo mayor de una familia de escasos recursos. Su padre había muerto algunos años antes y llevaba el peso económico de los suyos descargando camiones de carne para los supermercados Disco. Su hermano menor, Pedro, aún tenía el privilegio de asistir regularmente a la escuela secundaria. Ernesto encontró en ellos un contexto que lo hacía sentir seguro. Aprendió a fumar y a beber cerveza en la calle, y lo más importante, se inició en el lenguaje de códigos secretos que rigen la amistad masculina: un códex sagrado que se transmite de hombre a hombre, sin palabras, solamente con gestos, con actitudes, y sobre todo, con virilidad. Ernesto, sin saberlo, suscribió un pacto inviolable que dictaría las normas silenciosas de sus primeros vínculos de amistad.

*                               *                             *

La noche era fresca y agradable, perfumada por un aire de mar salado y techada por un manto de estrellas vivas. El restaurante La Marina estaba ubicado al principio de la Avenida Nicolás Solari, sobre una callejuela adyacente. Dentro, el aire era pesado y denso, contaminado por una fritanga espesa, y el ambiente ruidoso de algarabía y gritos hacía difícil la comunicación. Alonso había estado a punto de no ir. Hasta tres veces le había dicho a Sonia que no quería ir, que no tenía sentido. Habían discutido. Sonia le había reprochado su miedo. Alonso le había reprochado la sublimación de sus problemas en los de él. Sin embargo, ambos estaban allí. Elegantes, mundanos, seguros de sí mismos. Alonso llevaba un pantalón blanco de hilo crudo y mocasines náuticos, modernos. Sonia lucía un vestido escotado, color bordeaux, de media manga, que dejaba adivinar apenas la carne muerta del inicio de la cicatriz del hombro. Llevaba zapatos negros de tacón y un bolso a juego. Marta se sintió incómoda, en contraste. Llevaba un pantalón y una chaqueta livianos, color mostaza, a los que se les veían muchas puestas y dejaban adivinar largas temporadas en una percha cubierta de plástico abarrotado de naftalina. Miguel se había esmerado en domar su pelo rebelde de pescador, y a pesar de vestir sus mejores vaqueros y sus únicos zapatos, era un hombre que siempre parecía fuera de lugar en tierra, como si aún sentado continuase meciéndose al compás de olas inventadas solo para él.

Mauricio era el único desenfadado. Vestía vaqueros, las All Star negras, regalo de Alonso del año anterior, visiblemente perjudicadas por un año de abuso pedestre, y una camiseta limpia y gastada. Llevaba su walkman conectado cuando entró al restaurante, en una clara señal de desacuerdo por su presencia allí. No entendía por qué tenía que ir a cenar con esa gente desconocida, mientras sus amigos lo esperaban en la explanada del Casino para ir de bares, por ahí, al acecho de las gurisas que todos los veranos invadían La Paloma. Su madre y él habían discutido. “Tenés que venir porque lo digo yo. Más adelante lo vas a entender”, había dicho Marta. Ni siquiera esa pequeña traición al ocultamiento de la razón última de la cena había despertado en Mauricio la menor curiosidad. “Ta’bien, voy”, fueron sus últimas palabras antes de introducir en su Walkman un casette grabado con el último trabajo discográfico de Los Estómagos.

El comienzo de la cena había sido tenso y cordial. Mauricio no demostró ningún interés cuando Alonso y Sonia les fueron presentados como “viejos amigos”. Alonso pidió una botella de buen vino, marisco de entrante y una parrillada de lenguado, brótola y corvina negra para todos. Largos intervalos de silencio se sucedían a cortas ráfagas de conversación forzada. Mauricio no parecía advertirlo, concentrado en la manipulación de los cubiertos mientras sonaba, solamente para él, Vals de mi locura.

Cuando solamente las espinas vertebradas y la grasa fría sobre las escamas chamuscadas sobre los platos daban testimonio de la cena, Alonso se armó de valor y se dirigió a su hijo por primera vez en el transcurso de la noche.

–      ¿Y qué tal el colegio, Mauricio?

–      ¿Lo qué? – respondió el adolescente, quitándose al fin los auriculares de las orejas, que dejaron escapar notas desordenadas, fundidas en el ruido de ambiente. Presionó el botón pause, antes de buscar la mirada de Alonso con sus ojos negros. Alonso alcanzó a pensar que era imposible que el joven no se diese cuenta del asombroso parecido entre ambos, antes de repetir la pregunta.

–      Nada, que cómo te va en el colegio.

–      ¡Puf! Horrible. Yo lo quiero dejar para irme a pescar, pero mi madre se emperra que no y que no. No me gusta nada.

–      Te entiendo. A mí tampoco me gustaba. ¿Y qué te gustaría hacer, además de pescar?

–      No sé. Viajar.

–      Me refiero a estudiar. ¿Te gustaría hacer alguna carrera?

–      No sirvo para eso. Mi madre dice que sí, pero no me interesa. Quiero trabajar y ganar plata.

–      Claro…

–      Bueno, si no les molesta, me voy a ir. Me están esperando.

–      No, no, andá nomás – dijo Alonso, mientras Marta fulminaba a su hijo con una mirada de reproche.

Comieron el postre, los cuatro en silencio, aturdidos por la música, la charla a gritos de las mesas vecinas y una incomodidad creciente: ninguno sabía cómo terminar la velada. Al turno de los cafés, Alonso pidió un whisky doble Cutty Sark con mucho hielo, y se entregó a la nube de humo de sus L&M largos, sin pronunciar palabra. Marta pidió un gin tonic, y también se dedicó a fumar sus Coronado Light, para intentar proporcionar una excusa plausible a sus ojos enrojecidos. Sonia charlaba sobre pesca con Miguel. Alonso pagó la cuenta con dólares estadounidenses.

–      Nosotros nos vamos – dijo Marta, apoyando el vaso. Solamente quedaban dos trozos de hielo disminuidos por la graduación del gin y la erosión carbonatada de las burbujas, sobre un fondo de líquido transparente.

–      Esperá. – la detuvo Alonso – ¿Cómo seguimos?

–      Ahora no, Alonso. Dame una tregua.

Se despidieron sin formalismos. Miguel y Marta abandonaron el restaurante sin mirar atrás. Sonia puso su mano izquierda sobre la derecha de Alonso.

–      ¿Cómo estás? – preguntó.

–      Como el orto – dijo él.

PILUX

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