Cuando era niño vivía una realidad ligeramente diferente a las de los demás niños. Desde muy chico tuve claro que mis padres eran exiliados provenientes del Uruguay. Había una cierta cantidad de cosas que los hijos de exiliados sabíamos perfectamente. Sabíamos que en la escuela no se podía hablar de ciertos temas, sabíamos que los exiliados teníamos el deber moral de ser solidarios entre nosotros, – sea lo que sea que significase eso – y sabíamos que, en la práctica, la repercusión más común de este tipo de solidaridad era que, con relativa frecuencia, teníamos que dormir dos niños en la misma cama para ceder la nuestra a alguien que necesitaba “un par de noches” hasta que encontrase un lugar. Hablamos de los 70’s y 80’s, y en esa época desfilaban por mi casa una serie de personajes de lo más pintoresco y variopinto, desde los que eran terriblemente intelectuales, que solían tener poca o ninguna afición por los niños, y hablaban un idioma incomprensible que resultó ser castellano “culto”, hasta los parranderos inagotables que, después de la cena, animados por un vaso de vino, empuñaban la guitarra y cantaban canciones de protesta hasta el amanecer, libres de todo compromiso laboral o escolar. Recuerdo especialmente un cantautor, cuyo nombre mantendremos en el anonimato, que al menos una vez al año – cuando su mujer lo ponía de patitas en la calle – llegaba a casa, como de visita, sin previo aviso, y se quedaba con la parranda y la guitarra semanas y semanas, hasta que un ataque de asma provocaba que lo retirasen en ambulancia, y bajaba los puentes levadizos de la esposa, que entonces le permitía volver.
Mis hermanos y yo vivíamos este auténtico catálogo de refugiados temporales con naturalidad, curiosidad y hasta diversión, y a pesar de las pequeñas incomodidades que a veces producían, en general lo recuerdo con alegría y afecto. Además, me valió la inapreciable oportunidad de aprender desde niño canciones como “Comandante Che Guevara”, o “Pobre Martín”, de las que nadie puede poner en duda su incalculable valor educativo. Eso, sumado a la insistente determinación de mis padres en darnos discos del Conjunto Pro Música de Rosario cada vez que pedíamos los Parchís o similar, condicionó seriamente mis gustos musicales de por vida.
Pensará el lector que, dado que los seres humanos aprenden de las experiencias vividas, y teniendo en cuenta que el mundo ha cambiado terriblemente durante los últimos treinta años, el riesgo de vivir una situación parecida durante el nuevo milenio es altamente improbable. Pues no. Cuando llegué a vivir a Barcelona, en mayo del año 2000, desgastado por los esfuerzos recientes para tener los sistemas informáticos listos para una debacle que al final no se produjo, me instalé en un departamento grande, feo, sucio – esto sí que era mi responsabilidad – y bastante cómodo en el barrio de Gràcia. Me había jurado a mí mismo aceptar solamente amigos cercanos en mi casa, pero algo se torció, y al año de vivir en Barcelona habían desfilado por mi casa el 0,4% de los inmigrantes ilegales sudamericanos que por esos días llegaban a miles a la ciudad Condal. En justicia para la mayoría de mis huéspedes, debo decir que la mayor parte de las experiencias fueron positivas, a pesar de la extraña sensación de deja vù que tuve durante mucho tiempo, consciente de estar viviendo una nueva etapa de éxodos masivos, y de lo privilegiado de mi posición en ese contexto (papeles y trabajo, nada menos).
Una vez más, las palabras surgen y me aparto del tema inicial del que quería hablar. Decía que la galería de personajes que pasaban, tanto por mi casa (vivíamos mi padre, mi madre, mis tres hermanos y yo), como por la casa de mi madre (ya he dicho en otro post que tengo dos) era variada y pintoresca, pero en general estaban cortados por un mismo molde: eran exiliados políticos, gente comprometida con causas perdidas, luchadores mordiendo la lona por los golpes certeros de la dictadura uruguaya. Sin embargo, un día llegó a casa de mi madre uno que era diferente. Le llamaremos Pepe, por llamarle de alguna forma.
Pepe era un auténtico primo del campo del marido de mi madre. No era un exiliado político, venía a Buenos Aires a buscar trabajo y a intentar sobrevivir, como tantos otros también en esa época. Supongo que por esa época, Pepe no debería tener más de veinticinco años, pero yo lo recuerdo como todo un hombre, de barba gruesa a pesar de estar recién afeitado, y abundante pelo negro peinado hacia atrás. Hablaba a los gritos, atropellando las palabras a la salida de la garganta, mezclando insultos inocentes con barbaridades de diccionario sin el menor conflicto.
Una de las primeras actividades, cuando llegaban exiliados, era buscarles trabajo. Con Pepe era especialmente difícil, porque además de no tener oficio conocido, echaba por tierra con autoridad cualquier intento de algo parecido a modales. Sin embargo, su nobleza de corazón hizo posible que la enmarañada red de uruguayos que por esos días se ayudaban unos a otros en Buenos Aires, le consiguiese un trabajo como camarero en un bar coqueto de La Recoleta.
Mi madre y su marido pasaron algunas tardes intentando reeducar a Pepe, enseñándole a sostener una bandeja, a preguntar qué quiere el caballero, qué desea la dama y demás formalismos de clase media. Pepe no demostraba excesivo talento para el asunto, pero ponía un empeño y unas ganas admirables. Finalmente llegó el gran día. Allá fue Pepe, con su chaqueta blanca y su pajarita puestas desde casa, no fuera a no saber ponérselas en el bar. Contra todo pronóstico, no solo no lo despidieron sino que trabajó allí muchos años, hasta que a fuerza de tesón llegó a ser propietario de su propio bar, pero volviendo al día que nos ocupa, cuando regresó, pletórico de anécdotas de su primer día, trajo consigo un profundo misterio.
– No sabés, tío. – dijo Pepe – Me enseñaron una palabra en francé, que vos se la decís a los turistas y te dan propina.
– ¿Qué palabra?
– Oquensio.
– ¿Oquensio? – intervino mi madre – Yo no sé mucho francés, pero no me suena.
– Sí, sí, te lo juro. Cuando viene un gringo, le decís Oquensio y te da plata.
– ¿Estás seguro Pepe? ¿Por qué no lo preguntás de nuevo mañana?
Ahorraré al lector las idas y venidas de la pregunta, las largas especulaciones filológicas y etimológicas acerca de la palabra, dado que no vienen al caso. Durante varios días, la polémica se instaló. Mi madre y su marido se negaban a creer en el término mágico, y Pepe porfiaba una y otra vez que con su particular abracadabra gastronómico obtenía mejores propinas. Finalmente, la luz se hizo una tarde en la que la polémica recrudecía.
– Te digo que es Oquensio, tío – se emperraba Pepe. Mi madre, que habla un inglés muy bueno, de repente vio la luz y preguntó:
– ¿Y no será Okay, Sir?
– ¡¡¡¡ESO!!!! – gritó Pepe, entusiasmado – ¡Oquensio!
Han pasado muchos años, pero para toda la familia, dejó en ese mismo instante de llamarse Pepe para llamarse Oquensio. Por eso decidí escribir esta crónica, para impedir que la acuñación de tan exquisito término no quede en el olvido. ¿Oquensio?
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