Conocí a Carla por casualidad, en un bar. Fue el viernes 30 junio de 2006, y los argentinos vagábamos desesperados por las calles buscando lugares donde ver las pobres actuaciones de nuestra selección en el mundial de Alemania. Había salido solo de casa, sin demasiadas esperanzas de pasarlo bien, ni de que el equipo nacional acabara de jugar bien en un mundial en el que, a pesar de estar en cuartos de final, el juego había sido pobre y decepcionante. Finalmente encontré un bar en Sagrada Familia, pequeño y sucio, que en la puerta tenía una pizarra anunciando “Hoy Alemania – Argentina”. Faltaba más de media hora para el partido, así que me senté en una mesa para dos, pedí una cerveza y me dediqué a intentar predecir la dirección que tomaría el humo que desprendían las brasas de los tres cigarrillos que, uno detrás de otro, me ayudaron a matar el tiempo. El bar se llenó lentamente, como siempre que hay buen fútbol. La mayoría argentinos, y si bien me sentía solo, era una soledad arropada por esa hermandad que solamente el fútbol produce: profunda, fuerte, pero fugaz y volátil. Sabía perfectamente que al sonar el pitido final, automáticamente todos volveríamos a ser desconocidos.
A los trece minutos del primer tiempo, instintivamente giré la mirada hacia la puerta. Carla estaba allí, sola, de pie, buscando con la mirada medio metro cuadrado que le permitiese acomodar su humanidad a las circunstancias. Nuestras miradas se cruzaron, y me interrogó con un gesto ahogado por el murmullo aturdido del local. Hice una seña afirmativa y se acercó, sentándose a mi lado.
– Gracias, es que no hay ni un lugar libre.
– No pasa nada – dije.
– ¿Cómo te llamás?
– Ernesto. ¿Y vos?
– Carla.
Me dio dos besos en las mejillas, a la usanza española, murmurando “encantada” sin demasiada convicción. Nos pusimos a ver el partido, en silencio, mirándonos con gestos elocuentes durante las jugadas polémicas o emocionantes. Ni bien terminó el primer tiempo, nos miramos, incómodos. Teníamos quince minutos por delante de publicidad y, posiblemente, silencio.
– ¿Te puedo invitar una cerveza? Para agradecerte que me hayas aceptado en la mesa, digo. – Sonrió, y entonces por primera vez la miré detenidamente. Llevaba el pelo moreno con un corte carré, que le caía a ambos lados de las orejas con bastante gracia. Tenía un rostro extremadamente bonito, salpicado de clarísimas pecas y dos ojos enormes color té. Decidí que me gustaba.
– Claro. – dije – Acepto encantado.
Por suerte para la escasez de ideas de que en ese momento disponía en pos de iniciar una conversación interesante, y para mi absoluta conciencia de la disminución de mis habilidades sociales en presencia de una mujer bonita, el gentío provocó que Carla tardase seis minutos cuarenta y ocho segundos en volver con las cervezas. Tenía solventada más de la tercera parte del entretiempo, lo que me dio ánimos. Agradecí la cerveza y me concentré en encender un cigarrillo lo más lentamente posible. Ella inició la conversación.
– ¿Hace mucho que estás acá?
– Seis años. Todavía no sé si es mucho.
– ¿Cómo que no sabés?
– Mucho es un término relativo. Por ejemplo, mil millones de glóbulos rojos es poco, pero doscientos cerdos en departamento es un montón. En términos de tiempo no lo tengo claro. Seis años, sobre los treinta y tres que tengo, es aproximadamente un diecinueve por ciento de mi vida. Supongo que es bastante, creo. – Sonrió. Me miró con incredulidad.
– Sos un poco raro, ¿no?
– ¿En términos absolutos o relativos? – nos reímos los dos – ¿Y vos? ¿Hace mucho que estás acá?
– Tres años. Mi respuesta es más fácil. – hizo una pausa y ensayó un gesto de disgusto – Pero estoy harta. Viste cómo son los españoles. No acabo de entenderlos. No me entienden los chistes, qué se yo. Es todo tan difícil… No me como un rosco.
Asentí con la cabeza, hundiendo mi mirada en la espuma casi desaparecida de mi vaso de cerveza, mientras mentalmente la fotografiaba y la archivaba en la categoría “Argentinos Que Se Quejan Pero Igual Se Quedan, Y A Pesar De Que Allá Todo Es Una Mierda, Acá Todo Me Molesta”. Por suerte, el minuto cuatro del segundo tiempo trajo un gol del Ratón Ayala de cabeza, tras centro de Riquelme desde el banderín del córner. Sin darnos cuenta estábamos saltando, nos abrazábamos entusiasmados, hasta que los ojos, por su cuenta, hicieron un encontronazo casual que derivó en choque, y nos volvimos a sentar, incómodos. La alegría duró poco. En el minuto ochenta y uno del encuentro, Miroslav Klose batió al Pato Abbondanzieri, también de cabeza, empatando un partido que acabaría ganando Alemania en los tiros penales por cuatro a dos, con la consiguiente eliminación, una vez más, de la selección argentina de un mundial.
El abatimiento general nos dejó solos rápidamente. Carla estaba cabizbaja, y yo alternaba entre un desánimo profundo y un deseo creciente de no perderla de vista, que no era lo suficientemente grande como para decírselo.
– Otra vez será, ¿no? – dijo al fin – ¿Qué te parece si nos vamos a tomar un trago por ahí, para eliminar el mal cuerpo?
– Dale – me escuché decir. A pesar de mi enorme esfuerzo por dejar que se me notara el entusiasmo, sonó falso y forzado.
– Si no tenés ganas no pasa nada. Es que pensé que era una buena idea.
– No, no, claro que tengo ganas. Vamos.
Salimos del bar, a una Barcelona que comenzaba a atardecer sin ninguna piedad para los perdedores, empantanados ambos entre la depresión post-derrota y la tontería neuroquímica que siempre produce a las personas conocer a alguien que, aunque parezca absurdo, les gusta. Carla resultó ser una conversadora afable, y, en general, una persona interesante, culta, con un incipiente exceso de opinión y un número impar de fobias que, bien administradas, al recién conocerla resultaban encantadoras. Protagonizamos un atardecer sonámbulo, caminando sin sentido por unas calles que, al no estar llenas de personas tristes con la camiseta argentina puesta, resultaban un territorio hostil que nos unía. Sobre las nueve y media de la noche, sin saber cómo, nos encontramos compartiendo una tapa de patatas bravas y dos cañas en una fonda pequeña y sucia del borne. Hablábamos con intimidad, cerca uno del otro, adivinando los ojos en la forma que hacían los labios al dibujar las palabras. Aprovechando un silencio, me susurró:
– ¿Te puedo contar un secreto?
– Hasta dos – repliqué. Se acercó hasta que pude sentir el roce de sus labios contra mi oreja izquierda, mientras imaginaba su pelo cayendo en picado en un ángulo de treinta y siete grados con respecto a la cabeza.
– Me gusta mucho tu boca – confesó.
Retrocedí apenas la cabeza, menos de cincuenta milímetros, para mirarla a los ojos. Ella intuyó o adivinó mi sorpresa y, lentamente, sin dejar de mirar fijamente mis pupilas, me mordió con suavidad el labio inferior.
* * *
Me desperté empastado, con la actividad sináptica reducida a su mínima expresión y la nariz habitada por un rescoldo de tabaco agrio y perfume de mujer. Pasaron varios segundos hasta que conseguí identificar positivamente la habitación en la que Carla vivía, en un piso compartido con otra argentina y una dominicana, en el barrio chino de Barcelona. Ella roncaba suavemente a mi izquierda, con el sueño pesado que evidentemente proporciona la conciencia tranquila, una buena borrachera y un polvo decente. Un impulso eléctrico de arrepentimiento recorrió mi sistema nervioso a una velocidad de trescientos doce mil kilómetros por segundo. Antes de alcanzar a darme cuenta, los dedos pulgares de mis pies estaban arrepentidos de haber dormido allí. Encendí la pantalla de mi teléfono móvil. Eran las 06:44 del sábado 1 de julio de 2006. Mierda. Ese día no tenía que ir a trabajar.
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