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¿Maniático yo?

Cuando era niño sentía predilección por los juegos tranquilos, lo que me valió el dudoso honor de ser siempre elegido en último lugar para jugar al fútbol, a tirar de la cuerda, a monta Cachurra, la burra, la monto yo, al rango y en general a cualquier entretenimiento de carácter esencialmente físico que se disputase por equipos. No es que me importase demasiado, pero sí que me daba un poco de rabia. Sobre todo porque bajo ningún esquema de categorización de personas podía ir en último lugar, salvo por fuerza física. Si elegían por orden alfabético, mi apellido con F me garantizaba estadísticamente estar en la primera mitad. Si era por altura (de mayor a menor, o viceversa), mi tamaño promedio volvía a ofrecer un seguro similar. Por inteligencia estaba seguro de ser de los primeros, no tanto por convencimiento personal como por la insistente repetición de los adultos al respecto. La belleza era un baremo que ni siquiera consideraba en esa época (menos mal).

Dadas las circunstancias, la mayoría de mis amigos eran de los primeros de la clase, eran poco populares, les pegaban en el recreo (nos pegaban en el recreo) e invariablemente llevaban gafas (estigma del que, a pesar de castigar a mis pupilas con muchas horas de exposición a diversas tecnologías de fósforo, cañones de electrones, lcd o tubos de rayos catódicos, aún hoy estoy libre de llevar), y por lo tanto tampoco eran especialmente aficionados a dar patadas ni correr ni saltar ni, en general, cualquier actividad que requiriese de las glándulas sudoríparas para enfriar la superficie de contacto con el mundo, a excepción de mi gran amigo Pedro Palacios, del que ya hablaré más adelante en otros posts. Evidentemente, mis actividades lúdicas infantiles, se centraban en su mayoría en juegos con elementos generalmente correspondientes a una misma familia geométrica. Es decir, naipes, piezas, cubos, bolas, puzzles, etc. Todos clasificables y casi siempre predecibles en el contexto de una serie de objetos cuya morfología era igual o similar.

Esta trampa de la fortuna hizo que tempranamente desarrollara una compulsión clasificadora en dos direcciones: primero, hacia la natural y obvia. Es decir, si lo que tengo son naipes, evidentemente deben ir en una pila, todos mirando hacia el mismo lado, sin que ninguno de ellos sobresalga, y preferentemente con las cabezas de las figuras hacia arriba, en caso de estar vertical, o en el extremo más alejado de mi vista, si es que están en cualquier otra posición. La segunda dirección era la exploración de patrones regulares, por ejemplo, castillos de naipes, interminables caminitos de fichas de dominó dispuestas en espirales o senderos sinuosos que luego derribaba empujando solamente la primera, y demás experimentos de las propiedades físicas y morfológicas de estos objetos.

Al crecer fui desarrollando otros aspectos derivados de estas conductas. Así, por ejemplo, desde muy temprana la adolescencia soy absolutamente incapaz de ponerme cualquier prenda a cuadros definidos (si los cuadros son difusos no me importa tanto). No puedo soportar que en las costuras no coincidan los cuadros, ni que el patrón resultante en un sitio tan importante como los hombros sea absurdo y antigeométrico, aunque por supuesto no puedo dejar de advertir que en el punto de unión de la costura, el largo de los segmentos cortados de los polígonos resultantes es proporcional, lo que me alivia un poco la angustia.

Me desespera que en un mundo en el que hay millones de consumidores de pan de molde, existan tantos (diría que el porcentaje es superior al 99,9) que no se fijen en que las rebanadas, aunque aparentan ser cuadradas, no lo son. Entonces me tengo que enfrentar a la agresión de recibir un emparedado con las rebanadas dispuestas en una posición diferente a la que tenían dentro del paquete, y eso no se puede tolerar. Me dan ganas de decirle al/la camerero/a: “Oiga, no ve usted que este sánguche está mal armado?”. Y si no lo hago es solamente por la conciencia de que eso no favorece el desarrollo de mis habilidades sociales. Si hablamos de baguettes, hay dos cosas que considero directamente insultantes. Una es que me den un bocadillo donde el pan de abajo y el de arriba no pertenecen al mismo segmento de la baguette, por ejemplo, que uno tenga codito y otro no. Y ya si me dan uno armado con dos mitades de abajo exploto y soy capaz de agredir al promotor de tal atrocidad.

No soporto que el papel higiénico no se corte por la línea punteada, y no entiendo por qué los fabricantes de tal bien de uso común no se dan cuenta que no tiene sentido hacer los segmentos más largos que anchos. Me disgusta profundamente que el paradigma dominante en los hoteles a la hora de hacer las camas sea la máxima tensión superficial de las sábanas, y no la posibilidad de meterse en la cama desarmándola lo menos posible. Durante muchos años sufrí un conflicto dual al comer pizza, por la dificultad de interpretar geométricamente las porciones. Es decir, ¿debe considerarse un círculo? En este primer caso se debería comer la pizza empezando por el borde, porque a nadie en su sano juicio se le ocurrirá comerse un círculo empezando por el centro. Si no es así, ¿debe considerarse un triángulo? Si se considera como tal, indiscutiblemente debemos empezar por su ángulo más agudo, pero ya me dirán ustedes qué clase de triángulo tiene un lado ligeramente curvo. Al final, opté por la segunda, pero no por convencimiento sino porque los demás me miraban raro cuando me comía la pizza empezando por el borde, pero aún hoy, si la como con cubiertos y nadie se da cuenta, corto primero el tronquito.

Hay dos anécdotas de mi vida conyugal que ilustran perfectamente el sufrimiento que proporciona una interpretación geométricamente correcta del mundo. La más simple trata de tenedores. En mi casa tenemos un total de trece tenedores. Seis pertenecen a un juego metálico y aséptico, con una forma regular y funcional. Son mis preferidos. Otros seis tienen mango de plástico y están decorados con un patrón de dibujo dispuesto de forma aleatoria. Estos no me gustan tanto. Pero el número trece lo odio. Es un tenedor normal, que mi mujer tiene, vaya uno a saber por qué, y lo arrastró, viudo como está, por las cinco casas en las que vivimos desde que estamos juntos. Yo lo quiero tirar y ella se empeña en tenerlo, y además, cuando elige tenedores, no se fija cuáles, mete la mano en el cajón y ya está. Evidentemente, la probabilidad de que me toque es baja (13 tenedores por ocho comensales diarios, es decir, una en 104), pero cuando me toca, me horroriza pensar que estoy comiendo con un tenedor marcado por la soledad y el abandono de sus congéneres, e invariablemente lo cambio. La otra fue cuando volvimos de Málaga la primera vez a vivir a Cornellá. Alquilamos un departamento que estaba bien, pero el problema que tenía era que la habitación de matrimonio no era rectangular, sino un polígono irregular con esta forma:

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Para colmo de males, la cabecera de la cama estaba en el lateral diagonal de la habitación. Imagínense mi desesperación, todas las noches, al irme a dormir y ver que las líneas del techo no estaban paralelas a la cama. Me produjo una alteración patológica del sueño, que a pesar de haber abandonado esa casa, no he sabido superar.

Mi mujer dice que cuando sea viejo voy a ser como Jack Nicholson en As Good as It Gets, y además se queja porque, lamentablemente, mi gusto por la correcta geometría no se traduce al orden personal, dado que, con el avance de la edad, me fui conformando con accionar mentalmente sobre las cosas en lugar de físicamente, porque cansa menos. Me acusa de maniático, a lo que, invariablemente respondo: ¿Maniático yo? Mientras sonrío con la boca torcida, sabiendo que tiene razón, aunque no se lo voy a reconocer nunca.

PILUX

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  1. […] a señalarme como ligeramente maniático, o hasta definitivamente obsesivo compulsivo (ver post ¿Maniático yo?). Mi mujer, incluso, me acusa – injustamente – de ser como Sheldon Cooper. Sin embargo, […] United StatesUnited States

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