Si los argentinos y los españoles somos taaaaaan parecidos o taaaaan diferentes es uno de los temas que he escuchado discutir hasta el agotamiento desde que llegué a la Península Ibérica. Personalmente me preocupa poco quién le pone más ajo a las comidas, o si los argentinos hablamos más dulce o los españoles gritan más, si en el Subte huele mejor que en el Metro o si el dulce de leche es más rico que la leche condensada (aunque esto último es absolutamente indiscutible). Soy genéticamente inmune a este tipo de comparaciones, y en general la práctica del deporte Si es mejor allá o es mejor acá sinceramente me aburre por completo. Sin embargo, desde que llegué a Barcelona en el año 2000, me he interesado por las evidentes diferencias culturales, pero con ánimo científico en lugar de comparativo. Me divirtió descubrir que currar significa trabajar para los españoles, mientras que para nosotros es robar, o que chichi es, en argentina, una forma cariñosa e ingenua de designar a una mujer, mientras que del lado español es una clara referencia vaginal. Podría citar un millón de ejemplos de pequeñas diferencias que me he dado a contemplar durante estos años, pero hay cosas que merecen más mi atención, al menos hoy.
Hasta que tuve hijos no me di cuenta de que las madres españolas tienen un gen heredado de sus madres, que a su vez heredaron de sus madres, y que les condiciona la visión general de todo lo relacionado con el crecimiento, salud y alimentación de sus hijos. Es superior a sus fuerzas, no pueden, ni quieren, ni aunque lo desearan con toda su alma, serían capaces de sustraerse al poderoso gen ibérico de la maternidad. Además, aunque mis conocimientos de historia del viejo continente son relativamente pobres, me atrevo a especular sobre la Guerra Civil Española, y deduzco que la hambruna sufrida por madres y abuelas de las mujeres que son ahora madres, produjo una mutación genética heredable que es la responsable de algunos de los fenómenos observables en las madres Hispánicas.
Mientras los bebés toman la teta, el gen pasa desapercibido, porque la imposibilidad de ver y evaluar las cantidades de alimento ingeridas por el vástago hace que la preocupación se centre en el tiempo que pasa el niño prendido a la teta, la frecuencia con la que mama y el tamaño y poder de los eructos y regurgitaciones que despide (eso sí, si el niño vomita con frecuencia, ya la hemos cagado). El gen de la maternidad realiza oscuras operaciones polinómicas con estas variables de entrada, y si el valor resultante es que el bebé es como mínimo pellizcable, preferentemente con cierta tendencia a la esfericidad, mucho mejor si está francamente gordo, aura alfa si la madre no lo puede levantar con una sola mano (“Y solo dándole pecho!” – se jactará ante las otras madres, extasiadas, al borde del nirvana), entonces no genera señales de alerta hacia el sujeto de estudio (la madre). Ahora bien, cuando el niño empieza a comer papillas, el gen se vuelve psicoactivo, y lo primero que produce es una alteración en la mecánica cerebral de interpretación volumétrica del sujeto (o sea, la madre). Es decir, por más que el enano se engulla un platazo de puré de las mayores porquerías imaginables (verduras de color naranja oscuro, mezcladas con cosas verdes y pedacitos de alguna fuente proteica, todo pasado por el túrmix, resultando en una pasta color indefinido, que a todos los padres nos resulta increíble que un ser vivo se pueda meter entre pecho y espalda voluntariamente), la madre siempre ve poco en el plato. Además, una vez que el plato está servido, la alteración de la mecánica de interpretación volumétrica juega otra mala pasada: se vuelve inversamente proporcional. Por ejemplo, si el niño se come una quinta parte del contenido del plato, la madre ve que no comió nada. Si en cambio se come la mitad, la madre ve que se ha comido la cuarta parte. Si se come el ochenta por ciento, dirá que no ha comido ni la mitad, y así sucesivamente hasta que no quede en el plato la menor evidencia de una posible inapetencia del crío en cuestión.
La principal fuente de peleas conyugales alrededor de la alimentación no es tanto la reprobación silenciosa y resignada que hacemos los padres, sino el hecho incontestable de que, cuando nos toca a nosotros darle de comer al pequeño, y el pequeño no quiere más, nos aburrimos en seguida, lo cual invariablemente deriva en un desacuerdo básico sobre la cantidad de comida remanente en el plato, agravado por la interpretación volumétrica inversamente proporcional desarrollada por el sujeto (esto es, otra vez, la madre). Es importante destacar la función de La Plaza (sí, con mayúsculas) como fuente inagotable de datos para la investigación. Mediante el método científicamente probado de preguntar a los otros padres su opinión durante las horas pasadas en el laboratorio (La Plaza), he llegado a la conclusión de que todos estamos básicamente de acuerdo en el siguiente axioma: “De hambre no se va a morir”. Pero por alguna razón inescrutable, el gen psicoactivo de la maternidad española vuelve furiosas a las madres al escuchar esa frase, llegando, en algunos casos, (por fortuna no en el mío personal) a volverse agresivas y hasta peligrosas.
Así, el crecimiento de los pequeños se ve continuamente acosado por los comportamientos emergentes del sujeto de estudio (sí, la madre), expresados fundamentalmente por un vocablo que sube diez decibelios de tono cada tres minutos durante el tiempo que dura la cena: “Come, come, come”.
A pesar de todo lo descrito en el presente estudio, es posible (bastante probable, diría yo) que la vida familiar sea armónica, pacífica y hasta placentera, porque los comportamientos emergentes del sujeto de estudio, generan otro comportamiento emergente de respuesta invariable en los hombres, que estudiaremos más adelante en otro post, llamado “Sí, mi amor”, y que fundamentalmente se expresa presionando al niño para que coma un poco más, mientras de reojo vemos el partido que dan por la tele.
Desde el punto de vista sociológico, lo que más me llama la atención es el funcionamiento característico del conjunto de sujetos de estudio (padres, madres, niños) durante las horas de observación en el laboratorio (La Plaza). Es común en un pueblo como el que vivimos (ver El Aprendiz de Brujo y los caprichos del Mono Loco) que a la salida de la escuela vayamos todos a La Plaza. Todas las madres, invariablemente dominadas contra su voluntad por el gen psicoactivo, traen para los pequeños una merienda compuesta por los siguientes elementos:
1) Bebedizo calcificador o alimenticio en forma de: Leche chocolatada, Actimel, Zumo de Frutas o similar, con un contenido nunca inferior a los doscientos centímetros cúbicos.
2) Sólido masticable en forma de: Galletas, bocadillo o fruta, en cantidad nunca inferior a los ciento cincuenta gramos.
Lo primero que hace el sujeto de estudio al llegar al laboratorio, es decirle al niño: “Si no tomas la merienda no puedes ir a jugar”, lo que, por supuesto, produce una inmediata mala disposición por parte del pequeño, que ve cómo es retenido contra su voluntad mientras los que comen más rápido que él ya están jugando. La mayoría de las madres solamente son capaces de controlar la compulsión al ocio y al juego de sus pequeños durante el consumo del bebedizo, así que la imagen final es la de una Plaza repleta de niños jugando, cada uno de ellos perseguido por una mujer adulta, con las rodillas levemente flexionadas y la cintura doblada todo lo posible sin perder el equilibrio, que sostiene, en una mano estirada hacia el niño, un sólido masticable mordido y con restos de baba, y va gritando “Pepito, termínate el bocadillo!”, mientras Pepito huye en pos de sus congéneres haciéndose el sordo, y el padre de Pepito permanece sentado en el banco, sonriendo para sus adentros y recordando afectuosa y pasivamente cuando su madre lo perseguía a él, veintiocho o treinta años atrás.
Como conclusión de tan provechoso estudio, solamente cabe apuntar dos cosas. La primera es que un observador imparcial, desconocedor de la existencia del gen psicoactivo, que presenciase la escena final, seguramente interpretaría que es un juego divertidísimo, y que a los padres no nos gusta jugar. La segunda es que la existencia del gen psicoactivo (que hemos demostrado científicamente a lo largo de este artículo) es una alteración de la conducta del sujeto que no condiciona el resto de sus cualidades maternales, pero que los niños rápidamente interpretan como una oportunidad para confirmar una y otra vez el amor descomunal que les profesan sus madres. Las manipulan como quieren, los muy cabrones.
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