Desde la infancia, una de las características de mi personalidad que los demás recuerdan – a su pesar – fácilmente, es un trastorno compulsivo que me obliga a contar chistes malos. No lo puedo evitar. Cuanto más malos son, más me gusta contarlos, más me río en el remate, y más disfruto con las caras de incomprensión de mis contertulios. Por supuesto, si a pesar de lo malo del chiste consigo hacerles reír, entonces me siento plenamente satisfecho, pletórico, diría yo; y la sombra negra de una serie infinita de chistes peores planea instantáneamente sobre la incauta audiencia.
Por supuesto, un trastorno semejante no se desarrolla espontáneamente. Tiene dos componentes fundamentales. El primero es hereditario: mi padre nos contaba chistes malos, y el padre de mi padre contaba chistes malos. Crecí escuchando chistes malos, porque además mi padre no solamente nos los contaba, sino que los repetía una y otra vez, agregando pequeños giros, haciéndolos más disfrutables, más intrincados, con más detalles. Y por supuesto, el segundo componente es el esfuerzo personal. Ninguno de mis hermanos desarrolló la compulsión del chiste malo, porque no se aplicaron lo suficiente. Son necesarias muchas horas y mucha fuerza de voluntad para retener en la memoria miles y miles de chistes malos, en perjuicio del espacio reservado para los recuerdos de familia, las fórmulas matemáticas para derivar e integrar o la lista de la compra.
He pasado mi infancia y mi adolescencia recolectando chistes malos, coleccionándolos, atesorándolos, puliendo y refinando mi técnica narradora, repitiéndolos, cambiándoles el punto de vista. Después, como suele suceder, la vida de adulto desplaza las aficiones más arraigadas, y entonces me sucedió que, lejos de dejar de contar chistes malos, lo que hice fue dejar de ampliar el repertorio, y por lo tanto cuento siempre los mismos. Así me di cuenta de que me había hecho adulto: por lo mucho que me parezco a mi padre. Mi mujer sufre, porque cada vez que estamos en un acto social, si me siento cómodo y me relajo, empiezo a soltarlos, uno tras otro, sin dejar respirar al pobre descuidado que se haya reído del primero.
Luego llegaron los hijos, y con ellos las verdaderas satisfacciones de la vida. Mi hijo Pablo, desde muy pequeño demostró tener aptitud para los chistes malos. Los disfruta, los saborea. Cuanto más largos y más malos, mejor. Paso ratos largos preguntándole que si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa, y él me dice que sí, y yo le respondo que no le dije que dijera que sí, sino que le dije que si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa, y entonces me dice, riendo, que no, y yo le digo que no le dije que se riese y me dijera que no, que lo que le dije es si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa, y entonces… bueno, el lector se imaginará.
La cuestión es que le repito los mismos chistes que me contaba mi padre, y él se ríe en las mismas partes en que me reía yo. Los otros padres se hinchan de orgullo cuando el niño patea una pelota, o cuando hace doscientos metros en bicicleta sin caerse. Yo también experimento ese orgullo paterno, pero ayer, al volver de la plaza, sentí un orgullo especial. Cruzábamos la calle y Pablo, con los ojitos brillando, me dijo: “Papá, ¿te cuento un chiste que me contaron hoy?”. “Dale”, lo animé, sintiendo en el pecho el calorcito ese que, por obra mágica de la genética, nos hace vernos reflejados en los hijos. Transcribo literalmente su narración, que por supuesto para la mayoría de ustedes resultará archiconocida:
“Resulta que había una señora que tenía un perro que se llamaba “Mis tetas”, y un día se le perdió, así que se acercó a un policía, y le preguntó: ¿Señor, usted vió a “Mis tetas”? y el policía le respondió: “No, pero me gustaría verlas”.
Por supuesto, reconocí el chiste a la primera sílaba: un clásico. Pero al ver su sonrisa, su carita iluminada y su risa pícara, estallé en carcajadas sinceras, y le hice una caricia con verdadero orgullo, mucho más que si le hubiese metido un gol al Mono Navarro Montoya. El entendió perfectamente mi orgullo, porque tenemos sellado ese pacto secreto de padres e hijos, y él entiende perfectamente las cosas que de verdad me importan. Por eso, cuando entramos a casa, esperó a que me fuese a la habitación para quitarme las sandalias, y se dirigió a Gloria, para preguntarle, en voz bajita, cuidándose de que yo no lo escuchase:
“Mamá, no entiendo una cosa: ¿Para qué quería el policía verle las tetas al perro?”.
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