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Fotocopia de una fantasía

isidoro9Hace un par de días, mi hijo Pablo charlaba con mi mujer. Ella le explicaba que cuando era niña, los dibujos animados eran en blanco y negro. Pablo, que no se calla ni debajo del agua, estaba sentado en el inodoro, intentando expulsar de su cuerpo los desechos, con unas gotitas de transpiración en la nariz, por el esfuerzo. Entonces, súbitamente, se le hizo la luz:

“Ah, tú veías las películas en blanco y negro porque eran fotocopias!”

Lo descubrió con la misma naturalidad con la que hace todo, una frescura que solamente tienen los niños, y no se paró a pensar en los inconvenientes técnicos del asunto, ni en la posibilidad de que quizás la ausencia de color se debiese a que, cuando nosotros éramos niños, el mundo era un lugar mucho más precario. Simplemente llegó a esa conclusión, e inmediatamente el tema dejó de preocuparle. Pero a mí me hizo pensar en las fantasías infantiles. Creo que tuve la suerte de tener una infancia fantasiosa, poblada, rica en mitos, leyendas y personajes, y ahora, siendo padre, me doy cuenta de que muchas veces los adultos, sin querer, limitamos la fantasía de los niños, o la reprimimos porque tenemos una mirada cargada de significados en technicolor del mundo real. Son las imágenes filtradas de una vida de grandes, censuradas, recortadas, amortajadas por la mirada pútrida de los noticieros y las guerras y la mierda de este mundo.

Mi hijo me hizo recordar una de las tantas fantasías infantiles que hicieron mejor mi niñez. En mi casa había muchos libros, pero uno en especial era misterioso. Tenía dibujos, y estaba escrito en otro idioma (ahora sé que era inglés). Mi hermano Pancho un día quiso mirar el libro, y mi padre se lo quitó y lo puso en el estante más alto de la biblioteca. “Este libro no es para niños” dijo, por toda explicación. Cuando nos quedamos solos en la habitación, con la luz apagada para dormir, le pregunté que había en el libro. Me dijo que había dibujos de Isidoro Cañones con el culo al aire. Desde ese día, el libro nos quitó el sueño. Nos producía una curiosidad inmensa, era una fuente de diversión prohibida, algo por lo que hubiésemos dado cien tardes de la Pantera Rosa o el Zorro por ver.

Al fin, un día en el que mis padres no estaban, con la ayuda de una silla, conseguimos atrapar el libro. Aún hoy no tengo la menor idea acerca de qué trataba, pero tenía un protagonista indudable, que era ese personaje parecido a Isidoro Cañones, que en todas las viñetas estaba desnudo, al igual que el resto de los personajes. Recuerdo especialmente dos dibujos. En uno de ellos se veía lo que claramente era una reunión de alta sociedad, en la que todo el mundo bebía y charlaba completamente desnudo. Los dibujos no eran obscenos, simplemente se veía alguna que otra teta y los culos de la gente. En la otra viñeta, el personaje principal estaba sentado, también desnudo, en la mesa de un restaurante. Tenía una abertura en el pecho y su corazón estaba en un plato frente a él, aún conectado a su sistema circulatorio por tubos que entraban por la abertura de su pecho. Empuñaba un cuchillo y un tenedor, y estaba por comenzar a  comérselo, mientras un lagrimón le caía por la mejilla. Lo recuerdo con inmensa tristeza. El dibujo era en blanco y negro.

Más tarde, mi padre supo que mirábamos el libro a escondidas, y de alguna manera nos empezó a permitir verlo. Lo llamábamos “Los colaalaire”, y solíamos pedírselo para jugar. “Papá, ¿podemos leer el libro de los colaalaire?”. Apoyados en la absoluta ignorancia del inglés, inventábamos toda clase de historias, miles de situaciones en las que aquél personaje triste y narigón acababa solo y triste.

A día de hoy, son dos las reflexiones que me vienen a la cabeza sobre esta historia. La primera es que seguramente, el primer reflejo de mi padre al prohibirnos el libro, provenía de una concepción de adulto de la desnudez, necesariamente relacionada con la sexualidad y, por lo tanto, impropia para los niños, que paradójicamente viven la desnudez como algo natural, hasta que la escuela y los adultos les llenamos la cabeza de prejuicios. Para nosotros el significado era completamente distinto, era inocente, era pura fantasía. Quizás después se dio cuenta de que los dibujos no representaban nada más que gente sin ropa. No había ninguna actitud sexual ni traumática para un niño – aparte de la viñeta del corazón, que tampoco era sangrienta, sino mas bien patética –. O tal vez simplemente, al saber que ya lo habíamos visto, pensó que no tenía sentido seguirlo prohibiendo – es verdad que mi padre nunca fue especialmente aficionado a las prohibiciones –. La cuestión es que su concepción adulta del mundo estuvo a punto de privarnos de una fuente de juegos, fantasía y diversión, y muchas veces es el cariz que yo mismo, como padre, aplico para gestionar la información que reciben mis hijos. La segunda reflexión tiene que ver con el poder de la imaginación. A través de unas cuantas letras sin sentido y de algunos dibujos, mis hermanos y yo vivimos un montón de historias de tinta y papel, de palabras mudas, de lágrimas y emoción, que son parte de lo que nos ha enriquecido, y, estoy seguro, ha terminado por hacernos un poquito mejores.

Por eso, por momentos, lamento sentir que mi condición de adulto probablemente recorte a veces la riqueza de la imaginación infantil de mis hijos, que mis inevitables prejuicios y mi manera de ver el mundo empobrezcan sus juegos. De ahora en adelante, estoy decidido a fotocopiar al instante cada fantasía que se me ocurra o recuerde, para regalársela a mis hijos en blanco y negro, invitándolos a que ellos mismos la coloreen, sin más tecnología que la de su imaginación.

PILUX

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    [..]Articulo Indexado Correctamente[..]… United StatesUnited States

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