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Sobre la evolución del asco

cagandoSi antes de ser padre alguien con poder de clarividencia me hubiese dicho que un día celebraría con sincera alegría el hecho de que un Homo Erectus de sexo masculino haya hecho sus deposiciones sólidas con éxito y satisfactoriamente, o que el mismo primate superior ha lanzado un potente eructo con aroma agrio de leche, seguido de una sonata de flatulencia auténtica y generosa, me hubiese reído mucho, además de apelar a la ciencia para descalificar completamente la profecía. Sin embargo, en esta vida he pecado muchas veces de absoluta certeza, para luego, años, meses o incluso días más tarde, verme obligado a retractarme internamente (nunca estuve demasiado dispuesto a reconocer en público una falla tectónica de tal calibre en mi sistema de creencias).

Ahora bien, esto me llevó a pensar en el asco. El asco es abstracto, caprichoso. Un día te da asco algo que al día siguiente eres capaz de desear con toda tu alma. De niño no te da asco nada. En principio un gatito bebé es tan acariciable como una bola de pelusa del ombligo, aunque no es difícil darse cuenta de que las bolas de pelusa son menos agradecidas, y no saben jugar a casi nada. A lo primero que te enseñan a tenerle asco es a tu propia caca. Es justo en el momento en el que dejas los pañales y aprendes a caminar. El mundo se abre ante ti como un paraíso lleno de cosas curiosas, de texturas que reconocer, de sabores que intentar, de sensaciones para percibir. Como es lógico, vas por ahí, caminando como puedes debido a lo precario del equilibrio incipiente, intentando tocarlo todo, aprenderlo, descifrar cada superficie de cada objeto que se te cruza. Y dos pasos atrás te persigue tu madre, blandiendo el grito de guerra preferido de los adultos: “¡No, caca!”. Y claro, como has aprendido a tenerle asco a tu propia caca, la de los demás es sensiblemente más asquerosa. Este proceso es responsable de una confusión científica que mina el inicio del proceso de aprendizaje de la mayoría de los niños. Hasta que estudian el aparato digestivo de los mamíferos, suelen creer que la caca es una sustancia mutante, que se camufla adoptando las formas caprichosas de diversas clases de basura u objetos inertes, y que todos esos objetos y formas de caca deben ser rechazados con igual cantidad de asco por los sujetos activos. Hasta que un día, un maestro de primaria explica las maravillas del tracto digestivo y el bolo alimenticio, y entonces un chispazo ilumina la oscuridad: “¡Ah! ¡Pero entonces la caca solamente es mierda!”.

Un día, cuando eres un poco más grande, y estás demasiado ocupado librando la batalla del “No, caca” con tus progenitores, mientras te tomas un respiro, aferrado a la pata de una mesa, buscando qué tocar sin que te digan las dos palabras mágicas, distraídamente te metes un dedo en la nariz, y compruebas que sale una sustancia gelatinosa de un atractivo color que abarca toda la gama de verdes, y además de variadas texturas, desde un verde agua casi líquido hasta un verde oliva con formas rígidas y consistencia crocante. Lo pruebas, y descubres que los mocos son saladitos y sabrosos. Encantado con el hallazgo, vas por ahí con un moco en la punta del dedo índice, invitando a tus seres queridos: “Prueba, prueba, están buenos”. Al menos eso fue lo que hizo Pablo (lamentablemente no recuerdo mi caso particular), hasta que cumplimos con nuestro deber de padres, diciéndole que eso también es caca, y enseñándole a tener asco de sus propios mocos.

Aunque no sea capaz de recordar mi propio descubrimiento con respecto a las mucosas nasales (sí recuerdo claramente la actividad exploradora y el pecado secreto de saborearlos cuando nadie me veía), mi memoria sí que retiene alguna que otra experiencia interesante relativa al asco. Con doce años, es decir, aún en la escuela primaria, percibía a los Homo Erectus de sexo femenino como seres incomprensibles, la mayoría de las veces quejosos y molestos, que sin embargo tenían un misterio que – sabía yo – algún día querría desentrañar. Mientras tanto, cuanto más lejos mejor. De repente, por ventura de algún proceso aún excluido de mi entonces pobre espectro científico, las niñas molestas y quejosas de mi clase comenzaron a redondearse, a adquirir relieves morfológicos misteriosos, atractivos, sumamente interesantes. Casi al mismo tiempo que la mutación geológica de sus cuerpos tenía lugar, perdían completamente el interés por nosotros, y se fijaban en chicos más grandes. Era una injusticia, justo cuando empezaban a dejar de ser un incordio, nos rechazaban sin explicaciones ni escrúpulos.

Con trece años recién cumplidos, mis amigos y yo estábamos obsesionados con la idea de besar a una chica por primera vez. Hablábamos continuamente de eso, y si bien el discurso formal era decidido y valiente, íntimamente la idea de besar a alguien me aterraba. Supongo que el rechazo ancestral, el “No, caca” machacado y vuelto a machacar durante tantos años, de alguna manera me hacía sentir bastante asco hacia las secreciones ajenas de cualquier tipo y naturaleza. No dejaba de imaginar, angustiado y en solitario, una enorme boca, roja y húmeda, en 3D. La gigantesca lengua, cubierta por pequeñas manchas blancas de distribución aleatoria, provocaba mares de saliva, en la que flotaban restos de pollo, lechuga y semillas de sésamo, y cuyas olas tóxicas rompían contra afiladas escolleras de dientes torcidos y manchados, mientras se abría y cerraba expulsando vientos fétidos de carne vacuna en descomposición, y vapores clorhídricos producto de los procesos digestivos. En esas estaba cuando, una tarde en que nos habíamos hecho La Rata del colegio, vagaba por el Parque Lezama con una compañera de curso (la llamaremos Alejandra, para no caer en el chismorreo) que ya había experimentado por completo su correspondiente mutación, y no paraba de lanzarme signos seductores. Lenguaje corporal, que le llaman ahora. Nos sentamos tranquilamente bajo un ombú, hablando de cualquier cosa, mientras yo luchaba internamente entre el atractivo de sus labios y el fantasma de su gigantesca boca en 3D con olor a podrido, no, caca. Moría por besarla, y no podía con mi asco. Finalmente, como la cosa no avanzaba, ella tomó la iniciativa.

Una violenta conmoción se apoderó de mi centro de gravedad, haciéndome sentir auténtico miedo a mi reacción al asco, justo en el momento en que su boca invadía la mía. Una brisa fresca se llevó el asco de allí, y descubrí que a pesar de la terriblemente fea vida microscópica que habita las secreciones bucales, y lo poco decoroso de la función trituradora de alimentos de la boca, y de los residuos que esa función genera, besar a una chica era una actividad poderosamente estimulante, que además de bonito, romántico y sumamente dulce, también producía una serie de reacciones fisiológicas y de secreciones corporales diversas, en forma de sudor frío repentino, y algunas otras menos decorosas. La imagen de la boca gigante desapareció para siempre.

Pero volvamos al asco. Unos años más tarde, la aterradora frecuencia con la que me veía obligado a asistir a alguno de mis amigos, impelido a vomitar por beneficio de una borrachera cruel, me hizo sufrir constantemente arcadas involuntarias, y a pesar de lo habitual de tan provechoso ejercicio, no lograba superar el tremendo asco que el vómito ajeno me producía.

Así llegué a los treinta años, convencido de que el asco a la caca, tan bien enseñado por mis mayores, y el asco al vómito ajeno eran absolutamente insuperables, estaban arraigados en mi forma de ser y de vivir. Lo cual no dejaba de ser una ventaja, porque después de todo es bastante indiscutible que ambas cosas son asquerosas.

Sin embargo, una vez más, la paternidad echó por tierra algunas de mis convicciones más profundas, y una mañana de primavera, mientras estábamos en la terracita de un bar dándole a Pablo su puré de frutas, cucharada a cucharada, el pobrecito se atragantó. Me dí cuenta de que iba a vomitar una fracción de segundo antes de que lo hiciese, y como estábamos en la calle, sin ropita de recambio, e íbamos a alguna parte, sin ni siquiera dudarlo, puse ambas manos debajo de su boca, formando un cuenco, y permití que descargara sobre mis manos el contenido completo de su estómago. En ese instante aprendí dos cosas. La primera fue que es absolutamente impresionante el volumen de materia que cabe en el estómago de un niño de un año y poco, aún siendo flaquito y pequeñajo. La segunda fue que la paternidad es un momento tan clave en la vida de una persona, que puede que sin darte cuenta descubras que has cambiado por completo tu escala de valores, y que lo que te hubiese parecido una tragedia y una desgracia solamente dos años antes, ahora es solamente una anécdota divertida. Si el amor por un hijo puede con el asco, que es una de las reacciones involuntarias más difíciles de controlar y que más violentamente se expresa, entonces, a partir de ahí todo puede suceder. Termino aquí, queridos lectores, no porque no tenga más asco a nada, sino porque tengo que ir a limpiarle el culito a Daniel, que acaba de hacer caca.

PILUX

 

 

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  1. Comentario…

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  2. […] This post was mentioned on Twitter by mariamaria and Federico Firpo, Marcela Puig Sanchez. Marcela Puig Sanchez said: rt @piluxfirpux Sobre la evolución del asco: http://wp.me/pCELG-37– muy cierto! […] United StatesUnited States

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