Carla abrió los ojos a las 09:38. Para entonces yo llevaba despierto casi tres horas, sin atreverme a mover un músculo, alimentando a oscuras un miedo ancestral a perderme en territorio hostil, fortificando mis defensas, contemplando cómo el día se desperezaba con lentitud, transparentando las cortinas. Se giró hacia mí. Me abrazó, aún dormitando. Me besó en la mejilla, antes de gruñir confusamente en mi oído:
– Buenos días. ¿Desayunamos?
– Claro. – conseguí decir – Pero no nos podemos colgar mucho. Me tengo que ir.
– Hoy es sábado. Nadie se tiene que ir tan temprano un sábado.
Intento estimular mi funcionamiento neuronal, pero su cuerpo desnudo, pegado al mío, refracta mi posibilidad de producir excusas plausibles a una velocidad razonable. Los terminales nerviosos de mi estómago descubren su mano izquierda, buscándome. Intento no reaccionar. Me mordisquea la oreja. Me acomodo en la cama, boca arriba, mientras no puedo evitar un nuevo torrente de sangre que amenaza con inundar mis vasos capilares. “Esperá un momento”, murmuro. Su lengua me recorre suavemente la punta de un pezón por toda respuesta. Su mano me ataca, me rodea, me estremece, me levanta de entre los muertos, me recupera del páramo de fango donde mi terror privado me inmovilizaba. “Parece que te despertaste contento”, dice, pasando su pierna sobre mi cintura. “¿No íbamos a desayunar?”. “Después”, dice, montada sobre mí, mientras neutraliza mi función de habla con sus labios y su lengua.
* * *
Pasadas las once logré que todo estuviese dispuesto para el desayuno. Carla bebía su café con leche a sorbos cortos, distraída, relajada, mientras yo intentaba hacer lo mismo, poseído por una tormenta de malos presentimientos, una sensación de haberme dejado atrapar.
– ¿Cenamos esta noche? – pregunta. Me atormenta la idea de que por haber pasado la noche allí, ella ya de todo por supuesto, sobreentendiendo la naturaleza de cualquier cosa que sea lo que nos une, si es que hay algo más allá de una derrota futbolística.
– Dale.
– Si no tenés ganas decilo, no pasa nada.
– No, no, sí que tengo ganas. Pasa que el martes viajo a Canadá, y tengo que empezar a preparar las valijas, pero no pasa nada, puedo salir a cenar.
– ¿A Canadá? ¿Qué vas a hacer en Canadá?
– Me voy de vacaciones. Somos tres amigos desde la secundaria. Uno, Martín, vive todavía en Buenos Aires. El otro, Daniel, acaba de ser nombrado profesor de filosofía en la Universidad Concordia, en Montreal, así que se mudó esta semana. Nos vamos a encontrar los tres allí, para pasar dos semanas juntos. Intentamos vernos los tres al menos una vez al año.
– ¡Qué bueno! – su mano busca la mía por encima de la mesa – Te voy a extrañar.
* * *
Conseguí salir del departamento de Carla a las tres y media de la tarde, jurándome a mí mismo no volver a ir bajo ningún concepto, amenaza o coerción de cualquier naturaleza. Entré a casa con una sensación vaga de culpa hacia el cemento, por no haber dormido allí. Me duché rápidamente, y una vez vestido, busqué una mochila de viaje y comencé a guardar camisetas sin ningún criterio, apilándolas en su interior de acuerdo a una geometría inverosímil que, sin embargo, resultaba funcional. La piel pálida pintada de pecas de Carla volvía a mis dedos una y otra vez. Su boca juguetona, sus exploraciones húmedas sobre mi epidermis, la reacción violenta de mis capilares a su tacto, el secreto de su placer narrado de cerca, piel a piel, la voracidad de sus huesos expresada una y otra vez, la sensación viva de su peso sobre mis caderas. ¿Debía llevarme la afeitadora?
* * *
Las ruedas del Boeing 737-800 de Air Canada dispersaron el polvo de la pista al tocar tierra en el aeropuerto de Montreal. Después de tres aviones y casi un día de viaje, aterrizaba por fin en la ciudad donde viviría mi amigo. Había pasado los dos últimos días antes del viaje enredado en las extremidades de Carla, y las últimas veinticuatro horas repasando mentalmente los enredos sucesivos, a la vez que intentaba que el compañero de turno en el asiento del avión no se percatase del bulto de carne y sangre a presión que el ejercicio mental me provocaba en el pantalón. Pasé el control de pasaportes sin más incidencias que una larga serie de explicaciones sobre las razones que me llevaron a cargar en mi equipaje casi trescientos cigarrillos rubios para una estadía proyectada de dos semanas. A la salida de los controles me esperaba Daniel, medio dormido por lo criminal de la hora. Nos abrazamos.
– ¿Qué hacés, maricón?
– Muerto. Tengo los huevos por el sótano de volar.
– No puedo creer que estés acá.
– Yo tampoco – intenté sonreír, aunque la melaza espesa en que se había convertido mi sangre debido a la influencia ininterrumpida de la cabina presurizada dificultaba la expresión de mis muestras de alegría – ¿Cuándo llega Martín?
– Esta tarde, a las seis.
Salimos del aeropuerto, después de detenernos en la puerta para fumar tres cigarrillos seguidos, con la esperanza de que la concentración de nicotina tuviese algún efecto dinamizador sobre mi destrozado sistema nervioso, agotado por el mal dormir, la ingesta de alimentos en bandejitas de aluminio en un espacio vital de tres mil ochenta centímetros cuadrados y la intensidad de los pensamientos eróticos continuos.
Atravesamos la ciudad en un autobús de media distancia por doce dólares canadienses. Daniel había alquilado un loft a quinientos metros de la estación, que recorrimos a pie, charlando y arrastrando mi mochila, sin prisa. Su loft era un espacio diáfano de ochenta y dos metros cuadrados, al que completaban otros doce de una habitación y los casi cuatro del cuarto de baño. Dos de las paredes estaban completamente cubiertas de ventanales, y el perímetro era poligonal, irregular, y obstaculizado por tres dispersas columnas cuadradas, una mesa y tres sillas blancas, y un colchón sin sábanas en el suelo.
– Todavía no me llegaron los muebles de Nueva York. Liv alquiló todo esto para que tengamos dónde comer.
– ¿No era que se iba de viaje?
– Se va esta tarde, más o menos a la misma hora que llega Martín.
Liv salió de la habitación. Era la primera vez que Daniel estaba con una mujer el tiempo suficiente como para vivir juntos, y sin embargo yo no la conocía. Nos presentamos. Ella era estadounidense, así que hablamos inglés, con lo que la profundidad, naturalidad, interés e inteligencia de mi conversación descendieron rápidamente en una función lineal cartesiana (-x, -y). Sin embargo, conseguí darle poca importancia, mientras alternaba trozos de conversación en castellano con Daniel.
* * *
– Estás completamente agringado. – dijo Martín, molesto por tener que cenar a las siete y media de la tarde.
Daniel comenzó una justificación basada en los procesos digestivos y el bajo rendimiento de las funciones metabólicas del cuerpo durante las horas de sueño, mientras yo me abstraía de la conversación para:
a) Evocar la desnudez de Carla.
b) Pensar en los misterios de la amistad profunda. Nos veíamos los tres una media de 0,82 veces al año, y sin embargo cada vez era una continuación perfecta de las otras, como si el tiempo no fuese capaz de reducir el coeficiente de rozamiento necesario entre seres humanos para forjar una amistad fuerte.
c) Evocar los labios de Carla.
d) Intentar determinar por qué razón los habitantes del norte de América en general sostienen que la carne de vacuno debe ser masacrada y casi carbonizada para servirla en un plato.
e) Evocar las manos de Carla.
f) Observar a mis dos amigos, para darme cuenta sin ninguna piedad de que nunca volveré a tener algo así, mientras la suerte no nos lleve a los tres a volver a vivir en la misma ciudad.
g) Evocar los pezones de Carla.
h) Intentar reinsertarme en la conversación, que en ese momento transitaba un camino complejo sobre la relación de Daniel con Liv, y sabiendo que mis dos amigos considerarían necesario y vital mi aporte, debería irlo pensando.
i) Evocar los ojos de Carla.
– …y está claro que por eso, algunas diferencias culturales entre ella y yo son insalvables, pero aún así me gusta mucho. Vamos a ver qué pasa. ¿Qué opinás, Ernesto?
– ¿Yo? No mucho, en verdad. Me parece que va a ser bueno para vos no haber venido solo. Además, ella demostró mucha buena voluntad al programarse un viaje para dejarnos solos estas dos semanas, ¿no?
– Sí, bueno, en realidad digamos que se lo sugerí de una forma bastante enfática. Pero es cierto que accedió de buen grado.
– Ya me imagino. – dijo Martín – Seguro que la convenciste de que en realidad es ella la que necesita no estar mientras estamos los tres juntos.
– Obvio. ¿Para qué soy filósofo si no?
– No sé. Capaz que para generarle preguntas en lugar de entregarle respuestas a preguntas que no se había hecho. A veces pienso que estamos todos como Amaranta Buendía, despegando botones para volver a coserlos. En lugar de solucionar las cosas, no hacemos más que generar nuevos y variados problemas para cada propuesta de solución.
– ¿Hablás de filosofía o de matemáticas?
– De las dos cosas. De la vida, en general, y de mis huevos, en particular.
– Parece que la argentinita nueva te pegó mal, ¿no?
– Te juro que no estaba dispuesto a que me pasara esto. La mina es terriblemente absorbente, pero es muy inteligente, es culta, está buenísima y tiene un polvo alucinante.
– ¿Y entonces? ¿Qué es lo que te preocupa? Llevás seis años quejándote de lo solo que estás en Barcelona, y cuando aparece alguien tirás para atrás.
– No, si un poco tenés razón. Soy un pelotudo, pero lo que pasa es que no aguanto bien perder la exclusiva de mi cabeza.
– Sos un hinchapelotas, viejo. Si son tontas porque son tontas, si son inteligentes porque son inteligentes. Si cogen poco porque cogen poco y si cogen mucho porque cogen mucho. Así no vamos a ninguna parte.
– Mirá quien habla. Acá el único que puede hablar es Martín, que lleva con Violeta como mil años. ¿Cuánto hace, Martín?
– Dieciséis. Pero me parece que el tema no es el tiempo, sino los permisos que se da uno para ser o no ser feliz. Y la felicidad no es necesariamente estar o no estar con una mina, sino la realidad comparada contra las expectativas reales.
– No te sigo.
– Claro, al final, parece que el modelo de felicidad es solamente el guión preestablecido. Ganar guita, enamorarse, tener hijos. Pero a veces me pregunto si somos sinceros con nosotros mismos a la hora de decidir qué es lo que nos hace felices. – Martín sacó una birome del bolsillo y escribió en una servilleta de papel:
– Esta es la fórmula. La Felicidad es igual a la realidad sobre las expectativas. Si el cociente se aproxima a uno, entonces quiere decir que estás contento con tu vida. Si es mayor que uno, la realidad supera la ficción, y si es mucho menor que uno, entonces hay algo que no va. Tus deseos están muy por encima de lo posible. La dificultad es establecer el valor neto de r, y el de e. El de r porque nadie analiza con la objetividad suficiente su propia realidad, y el de e porque nadie es absolutamente sincero con sus propias expectativas.
– Es claramente la visión de un economista sobre todo el asunto. Para mí, desde un punto de vista estrictamente lógico, deberías incluir una variable s, para las sorpresas, buenas o malas, que te dé la vida, y una variable p para los problemas que tenés. Y seguramente muchas otras. Por ejemplo la variable x puede indicar tu índice de satisfacción sexual, la a podría referirse al valor de tus afectos, etcétera etcétera.
– No estoy del todo de acuerdo, al menos en lo que respecta a la expresión de la ecuación principal, – intervine – desde el punto de vista estrictamente matemático, F es una función recursiva que se recalcula a cada instante, y r puede descomponerse en infinitos factores, entre los que entrarían tus variables s, p, x y a, pero también muchos otros, como la actualidad política o las catástrofes naturales. La variable e también puede descomponerse en factores que, según te sientas más o menos optimista, pueden variar de magnitud. Al final, la función F debe graficar un histograma en función de tiempo que represente tu nivel de bienestar, y en realidad deberías calcular una media, llamémosla T, que es la curva que representa tu felicidad a lo largo del tiempo.
– Bueno, pero pajas mentales aparte, ¿cómo estás entonces con esta mina?
– Digamos que mi variable x está altísima, lo que sube claramente el valor de r, pero al mismo tiempo mis variables m y f se están disparando, y eso baja drásticamente el valor de r.
– ¿Y qué carajo representan las variables m y f?
– Miedo y fobia.
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