Probablemente una de las desviaciones patológicas más incontrolables que provoca la profesión de Aprendiz de Brujo sea una incontrolable afición a numerar, estimar y optimizar el mundo real. No es que verdaderamente sea posible, ni siquiera probable, que el desgaste energético de estar permanentemente calculando datos inútiles mejore en algo el mundo imperfecto que existe fuera de los circuitos impresos que la microelectrónica nos brinda en forma de computadores, pero al menos calma los nervios, ocupa la mente y ocasionalmente nos brinda un buen tema de conversación.
Mi mujer, que por suerte para ella estudió Historia del Arte, y por lo tanto está a salvo de las trampas de la física, la matemática y otras ciencias algo más profanas que se ocupan de codificar las leyes no escritas que regulan el funcionamiento de las cosas, sufre como una condenada cada vez que estamos en algún sitio y se me dispara el módulo optimizador. Recuerdo la primera vez que esto sucedió porque con el tiempo se ha transformado en uno de esos gags familiares a los que recurrimos cada vez que queremos ejemplificar algo de manera incontestable, y ella lo solía utilizar para fines incluso más oscuros. Estábamos de novios, no hacía mucho, pero sí lo suficiente como para que yo empezase a dejar de ocultar mi obsesiva afición por los análisis tendenciosos de la realidad. Volvíamos del cine, sentados en el metro, y, sin previo aviso ni advertencia acerca de mi peregrinaje por los páramos de la numerología, le solté una de mis cavilaciones favoritas:
– La oficina de coordinación del metro, ¿tendrá en cuenta dónde viven los maquinistas a la hora de asignar los turnos en cada línea?
– ¿Cómo? – me preguntó, algo desorientada.
– Supongamos que el maquinista que lleva este tren con dirección a Cornellá (terminal de la línea 5 de metro de Barcelona) vive en Horta (la otra terminal de la misma línea). Sería un desperdicio de recursos que tenga que volver a su casa sentado en el metro, cuando podría volver conduciendo un tren.
Gloria, que hasta ese momento aún ignoraba dónde se había metido, me dio una respuesta de compromiso, seguramente intentando convencerse a sí misma de que la pregunta era una ocurrencia impar, motivada por la bajada de reflejos que produce el cine en versión doblada. Con el paso del tiempo, se fue dando cuenta de que es una forma de vivir. Yo entro en un restaurante y me pregunto cuántos tenedores habrán ensuciado ese día, y cuál será la media mensual de cuchillos que se pierden o que la gente se roba, o cuántas veces al día pregunta el maître si está todo de su gusto, señor, con la misma cara y la misma sonrisa estúpida. Me pregunto cuánto exactamente sumará todo el dinero en efectivo que llevan en los bolsillos los comensales, y si superará o no el total disponible en la caja registradora, y cuál es el número exacto de mostacholes que tiene mi hijo en su plato. Y claro, la hago partícipe de mis cavilaciones, cosa que suele ofuscarla ligeramente, aunque acaba por reírse, diciéndome que siempre igual, que cada vez la reflexión es más tonta, que no paro ni debajo del agua y una larga serie de etcéteras.
A veces, por ejemplo, estamos viendo la televisión, y en seguida me surgen preguntas cuantificadoras sobre cualquier cosa que estén dando. Si dan un documental sobre hormigas, lo primero que quiero saber es cuántas exactamente hay en el hormiguero. Pero no un número aproximado, sino uno exacto. No me es igual que haya entre doscientas y trescientas mil hormigas a saber que hay doscientas veintitresmil ciento catorce. No es lo mismo. Y también quiero saber los detalles morfológicos del hormiguero, la cantidad de material empleado, cuántos túneles tiene exactamente y si le ponen o no televisión por cable. Creo que los que hacen los documentales no tienen ni puta idea de la importancia de los datos exactos pueden tener a la hora de querer dormir con la conciencia tranquila.
Pero volviendo al tema principal del artículo, el hecho indiscutible es que atormento a mis contertulios (mi mujer, por ser la más frecuente, se lleva la peor parte) con preguntas infinitas e ideas peregrinas sobre cómo se podría hacer mejor lo que ya se hace bien, como en el caso del metro, o reflexiones cuantificadoras, como en el caso de las hormigas.
Ahora bien, hasta hace algunos meses, he vivido en la absoluta certeza de que jamás ningún miembro de mi familia apreciaría esta singular característica, sino más bien tienden y tenderán a detestarla o reírse de ella. Sufría en secreto, internamente, pensando que algún día inevitable, cuando mis hijos crezcan y yo deje de ser el mejor y el que más sabe y el más fuerte, me dirán que a quién le importan todas esas preguntas, que no tienen ningún futuro ni van a ninguna parte. Sin embargo, la generosidad, sabiduría y amplitud de criterio de la madre naturaleza, se hicieron presentes una vez más para darme una lección. Habíamos ido con Gloria y los niños a casa de sus abuelos en tren, y al regreso, cuando descendimos en el andén, mi hijo Pablo, que pobrecito no hace otra cosa que demostrar una y otra vez que hereda mis malas costumbres con sorprendente precisión, se detuvo en seco, cavilando por un instante con la mirada perdida, y acto seguido se dirigió a Gloria, para preguntarle, con su vocecita inquisitiva:
“Mamá, ¿dónde vive el señor que conduce el tren?”
Gloria se volvió instintivamente hacia mí, con el rostro petrificado por el espanto. Había tenido la misma revelación que yo: Mientras exista un gen Firpo respirando sobre la faz de la tierra, habrá una pregunta inútil que hacerse, con ánimo de calcular, optimizar, cuantificar y mejorar el mundo real, o simplemente perder el tiempo de una forma eficaz.
¿A que no saben cuántas palabras, letras y espacios en blanco tiene este artículo?
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