Ernesto comenzó la escuela secundaria en marzo, en un colegio del barrio de Barracas, aturdido por la diferencia entre formar filas ordenadas de niños con guardapolvo blanco para cantar el himno nacional, entre los que él era de los más grandes, y el bullicio de un millar de adolescentes ocupando una calle entera, provocando trastornos en la circulación de tráfico rodado mientras fumaban el primer cigarrillo de la mañana, entre los que él era de los más pequeños. El primer descubrimiento que hizo Ernesto en su nueva escuela fue hormonal, instintivo, desde la entrepierna y las tripas, con todo el sistema endócrino alterado, la sangre sublevada y los miles de millones de terminales nerviosos de su cuerpo en estado de alerta permanente. Repentinamente, las niñas peinadas con dos coletas que jugaban a saltar un elástico en los recreos fueron reemplazadas sin piedad por auténticas mujeres con todo en su sitio, caderas redondeadas, pechos explosivos que amenazaban con reventar los botones de las blusas, uñas pintadas, jugosos labios de colores y miradas sugerentes. Fumaban sensualmente y reían con desparpajo. Era como si la vida, en su juego irónico, fuese despiadada con los chicos. Mientras los estudiantes varones de primer año hacían esfuerzos enormes para sacudirse del alma la niñez, jugando a fumar y a tomar cerveza siempre demasiado amarga en el quiosco de la esquina, a la salida de la escuela, y luchando por ocultar sus voces aún infantiles, finitas, deseando más que nada en este mundo que una barba verdadera rompiese al fin sus rostros aún infantiles, las chicas parecían pasar de la infancia a la adolescencia sin transición alguna. Todas tenían tetas. Todas eran sensualidad pura, caídas de ojos hacia los alumnos de quinto, bocas pobladas de dientes blancos, nalgas redondas atrapadas en pantalones ajustados, melenas de pelo movido por la brisa, tirantes de corpiño que asomaban a escotes demasiado abiertos. Era como un anuncio de cigarrillos en el que la protagonista femenina es una mujer sensual, incitante y seductora, y el masculino, en lugar de fumar y luego besarla, extrae de su bolsillo una piruleta y un yo-yo. Ernesto sentía que ninguna de esas hembras auténticas ni siquiera lo miraría hasta que llegase, al menos, al tercer o cuarto año de secundaria, y para eso faltaba media vida.
* * *
El veintidós de junio Ernesto se encontraba ya mucho más a gusto en su nuevo papel. Fumaba con naturalidad y había aprendido a apreciar la cerveza casi sin esfuerzo. Estaban en un bar repleto. Las mesas habían sido desplazadas, formando largas hileras, casi como en un aula. Al menos cincuenta estudiantes habían decidido faltar a las clases de la tarde, para vivir juntos el encuentro de cuartos de final entre Argentina e Inglaterra, dotado de un significado involuntario de revancha por la reciente vergüenza de Malvinas. Se respiraba un ánimo bélico, entusiasta, tenso.
– Haceme un lugar y dame fuego. – Ernesto levantó la vista para encontrar los ojos pardos de Yésica, una alumna de tercero, vistosa y repleta de feromonas en eclosión. Se apartó ligeramente para compartir su silla, turbado, incómodo.
– Claro, sentate – dijo, acercando un Bic negro al cigarrillo en la boca de la chica, sin poder evitar advertir los labios gruesos, entreabiertos, una lengua hostil, las manos suaves.
Yésica se apretó contra Ernesto, sosteniendo en la mano izquierda su John Player Special y pasando el brazo derecho sobre los hombros de él, que la buscó con ojos asustados.
– ¿Qué? Si no me agarro me caigo, gilún – sonrió ella. – No te preocupés, que no te voy a comer.
Ernesto sonrió tímidamente, aspirando el humo que ella dejaba escapar entre sus labios. Los ojos le brillaron, y riéndose, lo besó en la mejilla en el mismo instante en que Peter Shilton era superado de cabeza por Diego Armando Maradona, al sexto minuto del primer tiempo, en el gol histórico que luego fue bautizado por la prensa como La Mano de Dios. El bar entero se puso de pie en un grito único y enrabietado, celebrando en un estallido de manos, ojos y voces el primero de la tarde. Yésica se abrazó a Ernesto, le recorrió la espalda con las manos, aún sosteniendo el cigarrillo a medio fumar, y finalizó en una caricia evidente, con ambas manos, sobre las nalgas de él.
El partido se desdibujó, las personas desaparecieron en una argamasa de contornos borrosos. Ernesto quería que Argentina hiciese otro gol, que Yésica volviese a saltar y a acariciarle el culo, quería sentir un río de adrenalina recorriéndolo entero, una cosquilla profunda naciendo en sus nalgas, habitando su vientre y sus muslos, generando una erección espontánea y dolorosa, una inundación de sangre repentina en sus vasos capilares, y una vergüenza invasiva que le impidió responder a la caricia. Quería que volviese a suceder, quería estar preparado. Solamente tres minutos más tarde, Maradona inició en el centro del campo la jugada que sería recordada como el mejor gol de la historia de los mundiales, y tras eludir a seis adversarios, remató a Shilton con un disparo al primer palo desde el área chica, disipando cualquier duda sobre la validez del gol anterior. El país entero se conmocionó en un grito de guerra. Ernesto fue sorprendido por la marea humana, y sintió nuevamente las manos de Yésica buscándolo, y encontrándolo cuando el aún estaba preparándose para estar preparado. Ni siquiera pudo reaccionar cuando la chica puso ambas manos en sus mejillas y, con los ojos bien abiertos, celebró sobre sus labios un beso redondo, lento y ruidoso. El resto del partido sería para Ernesto una bitácora indescifrable de imágenes superpuestas, perturbadas una y otra vez por el tacto de esos labios, por el recuerdo de los dedos sobre sus mejillas, por su sangre alborotada.
* * *
La última cerveza se agotó pasadas las ocho de la noche. Papeles, colillas aplastadas y diversos despojos plásticos daban testimonio del festejo improvisado. Todos los compañeros se habían ido marchando, poco a poco. Ernesto había pasado la tarde intentando retomar el contacto de Yésica, que no parecía darse cuenta, mientras fumaba un cigarrillo tras otro y charlaba y bebía cerveza y masticaba beldent de menta, todo al mismo tiempo. Hacía rato que había oscurecido. Ernesto, resignado a ese beso como único trofeo personal de la tarde, se levantó, decidido a regresar a casa camuflando en la victoria colectiva su pequeña derrota particular. Se despidió de todos, uno por uno, dejando a Yésica para el final, con la esperanza de un nuevo regalo de labios y ojos. Cuando se acercó a ella, su voz femenina le susurró al oído: “Estoy un poco borracha. ¿Me acompañás a casa?”. “Claro”, respondió, con el miedo en el cuerpo.
Yésica se despidió del grupo con un saludo general dibujado en el aire con la mano. Al girar la esquina en la Avenida Montes de Oca, miró de reojo a Ernesto, que caminaba a su lado en silencio, intentando calcular los siguientes pasos de un camino que desconocía. Sonrió para sí misma y entrelazó sus dedos con los de él, empapados de sudor frío. Continuaron avanzando, ambos terriblemente conscientes de la superficie de sus dedos en contacto, del frío de él y la piel generosa de ella. Se miraban de reojo. Yésica sonreía. Ernesto exprimía su mente intentando descifrar el siguiente envite. Cuatrocientos metros eternos. Finalmente el portal de un edificio de departamentos.
– Bueno, ya llegamos – Ernesto bajó la mirada.
– ¿No vas a subir? ¿Me vas a dejar solita? Mis viejos no están.
– Es que…
– Dale, no seas maricón. Subí un minuto.
Ella se giró hacia los ascensores, soltando la puerta, que se cerraba lentamente. Ernesto podía sentir dentro de sus orejas los golpes fuertes de su corazón, desatado, furioso. Una ola de testosterona lo decidió, y siguió a la chica, que esperaba con la puerta del ascensor abierta. Presionó el botón número nueve. Ernesto quieto. Ella le echó los brazos al cuello, y acomodó su boca suavemente sobre la de él. Lo invadió con su lengua, le recorrió los dientes, despacio, lo miró a los ojos.
– ¿Cómo puede ser que me gustes tanto, pendejito?
– No sé.
– Vení, seguime.
Lo arrastró de la mano hasta una habitación, aún de niña. Una cama blanca de una plaza. Peluches. Pósters de Led Zeppelin y Queen. Una foto de ella, solamente unos años antes, con coletas. Cerró la puerta, se quitó el abrigo, arrojándolo al suelo, y se enfrentó a él.
– Dame una mano – ordenó.
Ernesto le tendió la mano, inquieto. Ella la tomó despacio, y apartando suavemente su camiseta, la apoyó sobre su vientre, estirando la palma y los dedos. Buscó los ojos de él, y los encontró cristalizados de pánico. Sonrió. Se acercó un paso. Comenzó a deslizar la mano de él hacia arriba. Luego metió su propia mano bajo la camiseta, sobre la de él, levantándola ligeramente y moviéndola hasta depositarla suavemente sobre uno de sus pechos, sin dejar de mirarlo a los ojos. Ernesto se sintió morir. Ella lo empujó suavemente sobre la cama. Se quitó la camiseta. Se quitó el corpiño. Le dio de beber sus pezones rosados. Lo besó, lo desvistió suavemente, como a un niño. Ernesto estaba aturdido, se sentía torpe. No podía quitar las manos de los pechos de ella. Ella reía. Ella se desvestía sin pudor. Ernesto sufría por primera vez la vergüenza de su desnudez. Ella lo recorrió despacio con sus manos, lo recibió endurecido, descubriéndolo. Él se sonrojó, presa de los fantasmas del tamaño. Ella reconoció sus armas, tranquila, juguetona. Él tembló entero. Ella lo cabalgó, natural, sin miedo. Él se sintió pequeño, más solo que nunca. Su voluntad lo abandonó sin aviso, y en segundos explotó, se derramo en su interior, entero, vivo, pegajoso, caliente. Ella rió y se recostó sobre él. Lo besó en los labios. “No importa”, le dijo. “Era la primera vez, ¿verdad?”. El recobró la conciencia. Había dejado de ser virgen, casi sin darse cuenta, casi sin querer. “Sí”, confesó. “La próxima va a ser mejor, la primera siempre es una mierda”, lo ilustró ella.
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