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Ideología

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Con motivo de su publicación en una revista digital, este artículo ha sido corregido. Puedes leer la versión nueva haciendo click aquí.

Desde chiquito, muy chiquito, tuve una ideología. Me la regalaron mis papás en una cajita de cartón color madera, atada con una cinta verde. Es el primer regalo que recuerdo en mi vida, cuando cumplí los cuatro años. Abrí la caja y allí estaba, blanca, con pintitas muy pequeñas de colores limpios que salpicaban un pelaje algodonado y suavecito al tacto. Yo la quería mucho, porque era una ideología graciosa, juguetona y dulce. Cuando me veía se estremecía y me saltaba a los brazos, feliz. Yo la acariciaba y la besaba. La cuidaba como a nada en este mundo. Era una buena ideología. Era una ideología que hablaba de ser un buen hombre en el futuro, en un planeta un poco más cuerdo y más justo. Era una ideología generosa, que me hacía pensar en los demás.

Dormía conmigo en mi cama de niño, y me ayudaba a tener sueños bonitos. Cuando aparecía un sueño malo, al despertar sobresaltado mi ideología me consolaba, se acurrucaba contra mí y me contaba historias divertidas en las que los buenos ganábamos siempre, me prometía una vida genial cuando fuese mayor.

Cuando empecé la escuela primaria, un día la quise llevar, convencido de que mi ideología tenía que conocer ese lugar donde pasaba tan largos ratos de mi vida. Mis padres me dijeron que no. “Una ideología es muy importante, algo que hay que cuidar mucho. No la saques de casa, a ver si la vas a perder”, dijeron, balanceando el dedo índice, como hacen los mayores cuando quieren dar énfasis a una orden, pero que parezca un consejo sensato. Yo no hice caso. Me gustaba tanto mi ideología que me la escondí en la ropa, contento por el cosquilleo agradable que me hacía en contacto con la piel, agarrándose con sus manitos suaves de ideología buena.

Durante el transcurrir de la mañana, me di cuenta de que mi ideología me hacía un niño mejor. Ese día presté mis lápices, no peleé con los demás, y en el recreo, persuadido por ella, decidí compartir las cuatro galletas que llevaba con tres niños que no eran amigos míos, de esos con los que nadie quiere jugar y que siempre están solos en un rincón del patio, a los que además, en un acceso de amistad repentina, invité a mi cumpleaños, que no sería hasta varios meses después.

Desde entonces nos hicimos inseparables por completo. Bastaba que me vistiese para que ella se me trepara a un bolsillo, dispuesta a venir conmigo a donde fuese. Yo se lo permitía, porque cuando ella estaba cerca me sentía seguro, y mucho mejor que cuando no lo estaba.

Nos hicimos adolescentes juntos. A ella le salieron unas tetitas incipientes, y se le estilizó la figura. A mí no me salía la barba, pero por suerte perdí la voz de pito y los demás dejaron de confundirme con una niña, a pesar de llevar el pelo muy largo. Entonces nos preocupábamos mucho por los demás, participábamos en política estudiantil y estábamos – mi ideología y yo – convencidos de estar construyendo un mundo mejor, de estar llamados y destinados a encabezar una rebelión que trajese por fin justicia, una revolución en toda regla. Una vez nos enfrentamos con la policía, y cuando el escuadrón antidisturbios cargó contra doscientos cincuenta adolescentes asustados como si fueran mercenarios en pie de guerra, mi ideología y yo nos asustamos mucho. Ella más que yo. Se escondió debajo de mi cama y no quería salir. Recuerdo que fue la primera vez que, juntos, nos preguntamos para qué todo esto. Al final la convencí, y organizamos una manifestación de protesta que una semana después convocó a varios miles de estudiantes. Al volver a casa, después de esa segunda manifestación, solos en la penumbra de mi habitación la miré con detenimiento, y me di cuenta de que ya era una mujercita. Los labios asomaban entre sus pelitos blancos, más rojos que nunca, y sus pintitas de colores estaban en flor. También descubrí sus primeras cicatrices. Una marca muy fea le cruzaba el pecho, pero la llevaba con orgullo y elegancia.

Cuando terminé la escuela secundaria, contaba los años por desengaños amorosos y políticos. La Argentina se ultraliberalizaba y yo ampliaba mis horizontes. Entonces comencé a no llevarla conmigo siempre que salía de casa, como había hecho toda la vida, sino solamente algunas veces. Cuando me veía con amigos, fumaba porros y me emborrachaba no la invitaba a venir conmigo. Su salud desmejoró. El pelaje blanco perdió brillo, y todas las pintitas de colores vivos de antaño se pintaron de ceniza. Sus cicatrices eran más evidentes que nunca, pero yo, sin embargo, me sentía intacto.

Y después llegó la vida casi adulta. Empecé a trabajar en una corporación multimedios, y comenzó a interesarme seriamente el dinero. Me compré tres trajes y ocho corbatas, y por esos días la guardé de nuevo en la misma cajita de cartón en que me la habían regalado, y puse la caja en lo más alto del armario. Así pude evitar el asco que me producía la mecánica empresarial en la que estaba metido, y dedicarme a crecer profesionalmente. Por primera vez, el huequito junto a mi pecho que antes ocupaba mi ideología de toda la vida, pude llenarlo de ambición. Me fue muy bien. No hice dinero porque trabajando para otros no se hace dinero, pero hice ganar mucho dinero a mis jefes, y me sentía contento y orgulloso. Sin remordimientos.

Cuatro años más tarde, con tres úlceras a cuestas y seis trajes más en mi armario, me sentí agotado. Entonces decidí irme a vivir a España. Fueron momentos difíciles, porque desarmar una casa y una vida, por más que se haga con ilusión, es algo que siempre duele. Revolviendo papeles viejos y trasvasando cajas y cosas acumuladas durante años y varias mudanzas, apareció la cajita de cartón que me habían regalado mis padres. La abrí, lleno de nostalgia, y dentro, contra todo pronóstico, mi ideología seguía viva. Estaba muy desmejorada, eso sí. Se le había caído bastante pelo, y tenía la piel de un color rosado pálido medio enfermizo, los ojos sin brillo y los labios no tan besables como antaño. Quise acariciarla, pero estaba dolida y ofendida, así que cerré la caja con un enorme sentimiento de culpa. En el proceso de dejar en cajas lo que no podía traerme a Europa, tuve una duda mortal: ¿La dejaba o la traía? Pensé que hacía tanto tiempo que no la utilizaba que no valía la pena cargar con el peso, porque los dueños de los aviones no entienden nada de recuerdos ni de nostalgia, y mucho menos de buenas ideologías heredadas de los padres de uno. Al final, la certeza de que, aún maltrecha y desmejorada, era el mejor regalo que mis padres me habían hecho, decidí traerla.

Una vez instalado en Barcelona, la cajita fue a parar al fondo de un armario nuevamente, y, ocupado como estaba en abrirme paso en el primer mundo, la olvidé sin culpas.

Luego conocí a Gloria, y un poco de tiempo después llegó el primer embarazo. Pablo nació al principio de un verano caluroso y feliz, durante el que vivíamos temporalmente en Málaga, nuevamente invadidos de cajas de tantas y tantas mudanzas. La primera vez que lo tuve en brazos mi mundo entero tembló, y mi sistema de creencias se tambaleó para volver a cimentarse completamente. Al ser padre no se puede evitar sufrir por toda la injusticia contra los niños que hay en este mundo.

A final de ese año nos volvimos a vivir a Barcelona, y volvimos a abrir las cajas tantas veces mudadas y vueltas a mudar. Recuerdo que había armado la cuna de mi hijo, y estaba solo en su habitación, cubierto de polvo y cansado por el esfuerzo. Había vaciado una caja y me disponía a plegarla para tirarla a la basura, cuando advertí que en el fondo quedaba la cajita de cartón de color madera. Estiré las manos y me la puse sobre el regazo, temblando por una emoción nueva y desconocida. Temí que al abrirla mi ideología se hubiese transformado en un animal herido, que me saltase a la cara con intención de herirme, con toda razón. Contra todo pronóstico, cuando desanudé la cinta verde, la encontré como era cuando me la regalaron, un ovillito blanco brillante y peludo, con sus pintitas de colores renacidas y dos ojazos tiernos y dulces. El corazón me latió fuerte. La tomé entre mis manos y la acerqué a mi cara, como tantas otras veces, pero esta vez con lágrimas en los ojos. Ella estiró sus manitos suaves, recogió una lágrima mía y se lavó lentamente la carita. Después me besó en una mejilla. Me levanté, y con el sabor salado en los labios la deposité suavemente en la cunita de Pablo. Vi que no tenía ninguna cicatriz. Ella me miró, sonrió y se hizo un ovillo junto al cuello de mi hijo.

Ahora Pablo tiene cinco años, y no se separa de ella. Está saludable y crece otra vez fuerte y bonita como nunca. Pablo no deja que nadie la toque, porque la ha hecho suya, pero cuando él duerme y Gloria no me ve, me acerco sigilosamente a su cama y la tengo en mis brazos un ratito. Nos miramos profundamente a los ojos, y ya no hacen falta palabras entre nosotros. No quedan heridas abiertas. Simplemente, ella sabe que confío plenamente en ella para que enseñe a mis hijos a ser buenas personas.

PILUX

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  1. […] 19 Diciembre 2009 Deja un comentario Ir a los comentarios Seguramente Ideología en su versión original fue uno de los textos de este blog que más gustó y más éxito tuvo. […] United StatesUnited States

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