El día de la bolsa verde estábamos con Pablo y Daniel en la plaza, como tantas otras veces. Como seguramente no hace falta que explique, mientras los seres humanos del sexo femenino tienen una inexplicable tendencia a desplazarse cargados con diversos objetos entre los que se cuentan bolsos, bolsitas de mano, carteras, chaquetas de los hijos y demás pertrechos, los del sexo masculino tenemos una muy marcada preferencia por no tener nada en las manos. Somos capaces de llevar los bolsillos de los pantalones a reventar, mientras nos clavamos las llaves en los muslos a cada paso y se nos raya la pantalla del teléfono móvil, con tal de no cargar con nada. Así las cosas, el día de la bolsa verde, cuando me disponía a ir a la plaza solo con mis dos hijos, Gloria me recordó que los niños hacen inevitablemente necesaria una extensa provisión de artículos de primerísima necesidad, que incluye, pero no se limita a: una botella de agua, galletas de al menos dos tipos diferentes, pañuelos de papel, toallitas húmedas, curitas (conocidas en España bajo el nombre inverosímil de tiritas, que es un genérico que no define, a mi gusto, de qué son), muñequitos diversos, cochecitos, etc. Muy a mi pesar, me llevé la bolsa verde, y una vez en la plaza la colgué del respaldo del banco de madera, para que no me molestase mientras me dedicaba a una noble tarea de rascamiento genital, observando jugar a mis hijos.
Regresamos a casa a la hora de comer, y como hacemos en general los sábados, los niños durmieron la siesta, se levantaron, merendaron y decidimos volver a ir a la plaza. Entonces Gloria me preguntó: “¿Y la bolsa verde?”. Yo argumenté que la genética masculina no está preparada para transportar objetos de mano, razón por la que, por ejemplo, prefiero mojarme antes de llevar un paraguas que seguramente olvidaré en cualquier parte. La veracidad e irrefutabilidad de mi argumento no parecieron ser suficientes para evitar un gesto de amarga decepción en el rostro de mi esposa, que Pablo observó con profunda atención, mientras ella decía: “¡Con lo que me gustaba esa bolsa verde!”. Al bajar a la plaza la rastreamos como mastines de presa, pero no apareció por ningún lado, cosa que nos extrañó porque en general en el pueblo en el que vivimos solamente se roba de las puertas del ayuntamiento para adentro, mientras que el resto del territorio es bastante seguro y respetuoso con la propiedad ajena. Pensé que seguramente alguien habría advertido el olvido y en algún momento traería la dichosa bolsa.
El domingo por la mañana volví a ir a la plaza con Pablo y Daniel. Esta vez llevaba yo una bolsa blanca, y una preocupación especial por no perderla. He de señalar que, en general, la plaza tiene un público por la mañana y otro diferente por las tardes, por lo tanto, supuse que era probable que alguno de los que estaban en la plaza hubiese encontrado la bolsa, así que recorrí la plaza, perseguido de cerca por mi hijo, que montado en su monopatín (conocido en España, también inexplicablemente, como patinete) hacía suya mi pregunta reiterativa: “Perdona, ¿no has visto si ayer me dejé olvidada una bolsa verde?”. No hubo suerte, así que repetí mi ritual de sentarme en un banco a cavilar sobre nada, mientras mis críos quemaban el exceso de energía básicamente rompiendo los huevos por ahí.
A los pocos minutos, vi a Pablo que, montado en su monopatín, venía velozmente a mi encuentro, con el rostro encendido por el orgullo de un hallazgo.
– ¡Papá! – gritó al llegar a donde yo estaba, para luego bajar la voz hasta el tono de secreto – Creo que ya sé donde está la bolsa verde. – Sus ojitos señalaban el arenero, en donde un inocente padre al que yo ya había interrogado al respecto, jugaba con su pequeña hija, sacando objetos de una bolsa verde.
– No, mi amor. – le dije – Esa no es nuestra bolsa.
– ¡Sí, sí que es! Ve y dile que te la muestre.
– Pablo, ya le pregunté si vio la bolsa que nos dejamos ayer, y me dijo que no. Además, cuando se lo pregunté, vi la bolsa que tiene y no es la nuestra. ¿Por qué me iba a mentir?
– Capaz que es un ladrón, y nos quiere robar y quedarse con nuestra bolsa.
– No, hijo, que no es nuestra bolsa.
– ¡Sí, sí que es, yo la vi!
Durante los siguientes ocho minutos discutimos acaloradamente sobre el tema. El estaba convencido de que era nuestra bolsa, y yo de que no lo era. Su negativa a aceptar mi palabra me exasperaba.
– Pablo, es importante que entiendas que si papá te dice una cosa, es porque lo sabe. ¿Tú confías en mí?
– Sí.
– Entonces si yo te digo que esa no es nuestra bolsa, me tienes que creer y punto.
– Pero es que puede ser que sea un ladrón y nos quiera robar la bolsa de mamá – insistía. Perdí los nervios.
– ¡Basta! Vamos a hacer una cosa. Vamos los dos hasta donde está el señor. Tú le preguntas si es nuestra bolsa y le pides que te la deje ver. Si no es, le pides disculpas por haber pensado que era un mentiroso y un ladrón. ¿Te parece bien?
– No, ve tú.
– No, porque yo lo veo a ese hombre siempre en la plaza y le creo. Además, te estoy diciendo que estoy seguro de que no es nuestra bolsa, así que vas tú, le pides que te la deje ver y si no es, le dices: “Perdón, señor, por haber pensado que era un mentiroso y un ladrón”.
Pablo rompió a llorar de frustración, y yo estaba enojado, con él por no confiar en mí, y conmigo mismo por no ser capaz de convencerlo de algo tan simple.
– Si no vas a hacer lo que te digo, vete a jugar.
Salió en su monopatín, secándose las lágrimas y los mocos con la manga, y comenzó a dar vueltas en círculo por la plaza, acercándose con evidente disimulo al pérfido ladrón que nos ocultaba nuestra preciada bolsa verde. Daba largos rodeos, y luego pasaba lo más cerca posible, intentando ver la bolsa, mientras yo lo observaba, cada vez más ofuscado. Finalmente, volvió a venir hacia mí.
– Tenías razón, papá. No es nuestra bolsa.
– ¿Has visto? – dije, aliviado por su reconocimiento. – Espero que hayas aprendido algo. ¿Has aprendido algo?
– No. ¿Qué?
– Que cuando papá o mamá te dicen una cosa es porque saben lo que están diciendo. No está bien que no me creas si te digo que estoy seguro de algo. Tienes que confiar más en nosotros. ¿Está claro? ¿Lo has aprendido?
– Sí. – Bajó la cabeza y se marchó en su monopatín.
Tres semanas después, una noche cualquiera, cenábamos en casa. Ya no recuerdo cómo se inició la discusión, pero Pablo, una vez más, cuestionando mi posición de macho alfa, empleaba toda la capacidad de argumentación de sus cinco años para disentir conmigo sobre alguna menudencia terriblemente obvia. En un intento por ser consecuente con su educación, lo miré fijamente y le dije:
– Pablo, esto es como lo de la bolsa verde. ¿Te acuerdas del día de la bolsa verde?
– No. ¿Qué día?
– El día en la plaza que pensabas que un señor nos había robado la bolsa verde. ¿No te acuerdas?
– ¡Ah! Sí, me acuerdo.
– Pues esto es igual. Ese día te dije que esperaba que hubieses aprendido algo. Que papá y mamá cuando te dicen una cosa es porque la saben.
– Ya – respondió, sonriendo – pero es que hoy no es el día de la bolsa verde.
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