Desde el principio de los tiempos, los hombres y mujeres comunes necesitamos de héroes en los que creer y confiar, en los que depositar esperanzas, sueños de gloria o deseos de venganza. Personas que sean diferentes, que encarnen la rabia colectiva, que sepan erigirse en íconos de la rebelión y representar a los guías emocionales que lideren nuestras pequeñas batallas diarias.
Desde mi infancia más remota recuerdo la emoción y la admiración que sentía por los héroes. Superman o Spiderman encarnaban los valores fundamentales que la cultura occidental le atribuye a los héroes: un sentido de la justicia infalible, aunque no siempre comulgue con la ley, el don absoluto de la oportunidad más ubicua, es decir, estar siempre allí donde se les necesita, la generosidad de otorgar perdón aún después de haber sido brutalmente agredido y la falta total de deseos de reconocimiento, gloria o cualquier tipo de ambición personal.
Este esquema me funcionó perfectamente hasta los siete u ocho años. Después, empecé a percibir una cierta ironía en el asunto. Superman era invulnerable. Podía volar, las balas le rebotaban y solamente le hacía daño la Kriptonita, una piedra verde brillante muy difícil de conseguir. No era cuestión de entrar a un almacén y pedir media docena de huevos, ciento cincuenta de salchichón primavera y medio kilo de Kriptonita verde. La misma condición de invulnerabilidad era casi obligante. Un tipo así no tiene más remedio que ser héroe o villano, y aún siéndolo comenzó a parecerme que el mérito era escaso: no había nada en juego. Tres cuartos de lo mismo para el arácnido mutante: los poderes sobrenaturales le daban una ventaja comparativa que paulatinamente fue obligando a Hollywood a crear villanos más y más poderosos y sobrenaturales, con lo cual la esencia misma del villano le restaba espectacularidad a los poderes de los superhéroes.
Por entonces comencé a fijarme en otro tipo de héroes, cuyo máximo exponente fue y sigue siendo El Zorro (Batman también pertenece a esta clase, al menos en sus orígenes). Ese sí era un héroe de verdad. Un hombre excepcional, sin más ayuda que su entrenamiento físico, su picardía y astucia y un criado mudo que se hacía pasar por sordo. Pero no cualquier Zorro. El Zorro de Alain Delon era, a pesar suyo, medio puto y poco creíble, además de tremendamente aburrido. El de Tyrone Power fue un Zorro pueril, casi inocente, con poco drama. Ni hablar de la herejía que hizo años más tarde Antonio Banderas, en la que ni siquiera era Don Diego de la Vega, sino un vagabundo borracho y ladrón que se transforma en El Zorro después de veinte minutos de hacer flexiones y tres o cuatro clases de esgrima en una cueva mal iluminada con velas. Para principios de los noventa Hollywood ya había perdido completamente la ética de los héroes. El verdadero Zorro, el que me hizo vibrar de emoción de niño, fue el de Guy Williams. Conflictos reales, problemas de personas reales, y las características infaltables de todo héroe, que, para más inri, se juega la vida interviniendo en donde no lo llaman por puro amor a la justicia.
Pasaron los años. De adolescente, si bien continué admirando en secreto ese Zorro perfecto, y soñándolo como modelo personal, no quedaba muy de “grande” profesar ese culto. No se podía andar por ahí con una camiseta o un pin del zorro, hubiese sido el blanco de las burlas generalizadas de todos mis congéneres. Sin embargo, la semilla del heroísmo estaba sembrada en mí como, supongo, en tantos otros chicos de mi edad. Entonces iniciamos la verdadera búsqueda de los héroes, porque al final la épica es también un reflejo de lo que nos pasa. En la vida real hubo muchos héroes, algunos anónimos, otros famosos, incluso a su pesar.
Últimamente he pensado mucho en el Che Guevara. Fue un héroe y quizás uno de los principales modelos para mi generación. Al igual que Superman, Spiderman, El Zorro y Nippur de Lagash, no tuvo un momento descanso ni sosiego mientras sintió que había viva una injusticia contra la que pelear. Sólo que él y tantos otros se jugaban la vida debajo de una piel de verdad, y no de una capa negra bajo los focos de un plató. Lo cito solamente a él porque, sin negar una incontable cantidad de héroes del siglo XX, lo considero ejemplo más que suficiente y me aterra, solamente unas pocas décadas después, ver que le han hecho lo mismo que al Zorro. La codicia de Hollywood y la industria textil han prostituido y comercializado su imagen sin tregua, hasta transformarla en una caricatura de sí mismo parecida al Zorro de Banderas. Somos una generación derrotada, nos han vendido nuestros propios héroes envueltos en plástico de colores junto a un cono de Pop-Corn, y los hemos comprado. Nosotros lo hemos permitido.
Ahora tengo hijos, y sufro viendo los modelos que les proporcionamos los mismos adultos que hace veinte años creíamos en los héroes de verdad. El sistema está tan establecido que el FMI se puede permitir poner al Che Guevara como ejemplo para los mortales aplastados en que nos hemos convertido. Por eso cuando intento darles a mis hijos héroes que imitar, no puedo evitar rescatar la épica de cuando yo era niño.
Desde que el mundo es mundo, desde que los hombres peleamos en guerras, defendemos ideas y atacamos a los que creemos que están equivocados, – sin entrar a valorar quién tenía razón en cada caso, ni si la guerra era o no el mejor camino a seguir – desde el principio de todo, hemos tenido héroes de carne y hueso, personas que sangraban y sufrían, pero a pesar de eso asumían una responsabilidad, empuñaban una espada, un fusil o una máquina de escribir o una guitarra, y lideraban la rebelión de los oprimidos. Los oprimidos aún existen, pero por primera vez en más de diez mil años, los héroes parecen estar descansando, mirando para otro lado aunque la tormenta arrecia. Hace algunos meses me dediqué a ver con mis hijos la serie completa de El Zorro de Guy Williams, y al ver sus ojitos brillando de admiración, y los juegos posteriores que transformaban cualquier cosa medianamente rígida en una espada, no pude evitar preguntarme si no será que nos estamos volviendo demasiado egoístas.
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