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No me digas sí como a los locos

gatos_espadas1Supongo que en todas las familias hay peleas. Son necesarias para el buen funcionamiento cerebral de sus miembros. La mía no era una excepción, ni en este apartado ni en muchos otros no menos enojosos. Me refiero a que a veces no llegábamos a fin de mes, los niños teníamos piojos con mucha más frecuencia de la deseable y los hermanos nos peleábamos a los gritos por cualquier tontería, empleando sin piedad artillería filial pesada y, a veces, hasta objetos contundentes lanzados al aire, afortunadamente con peor puntería que intención.

Supongo también que de alguna manera en mi casa se disponía de un cóctel altamente inestable de pasiones latinas con ascendencia italiana, resultando en un día a día nunca falto de emociones fuertes, ravioles con salsa de tomate los domingos a modo de religión, tortafritas los días de lluvia y ninguna aprensión por gritar cuando era necesario.

Pero a pesar de crecer en una casa con cuatro niños, dos adultos, amigos itinerantes, bisabuela intermitente para las fiestas, perro, un número variable de gatos, ocasionalmente algún mono, peces variados, hámsters con frecuencia, ratones de laboratorio, serpientes comunes en número impar, una boa constrictora con la que compartí habitación durante tres años y alimañas de diverso tipo que mi hermano aportaba al patrimonio familiar con más frecuencia de la deseable, a pesar de que tanta presencia viva – humanos y animales por igual – hacía inevitables y hasta folklóricas y necesarias las peleas, recuerdo especialmente sentirme como un animalito asustado cuando los que discutían eran mis padres.

No es que sucediera con demasiada frecuencia, pero las pocas veces que ocurría la casa entera respiraba pesadamente y escuchaba. El maullido de los gatos en celo cesaba de golpe, el rasguido incansable de la perra combatiendo sus pulgas incombustibles paraba sin aviso, los peces nadaban en círculos concéntricos, espiando tras los vidrios cubiertos de musgo, la ruedita metálica imparable de los hámsters se detenía por completo, el aliento mortal y sigiloso de la boa aguardaba inmóvil, como si tuviese una presa delante, y hasta el mono, en la época en que lo tuvimos, aguardaba tenso sobre algún estante el desenlace de la catástrofe inminente. Los niños, por supuesto, bajábamos la vista y nos mimetizábamos con el resto de la fauna, guardando silencio, mientras la bisabuela, si es que coincidía con una de sus visitas, como era un poco sorda, permanecía ajena, disfrutando en silencio del olor acre de sus propios pedos, que la sordera creciente le permitía creer que los demás no escuchábamos, y daban una nota tragicómica al momento tenso.

Como casi todos los actos de la vida cotidiana, la pequeña, esa que está hecha de cosas chiquitas, las peleas de mis padres tenían un ritual litúrgico, un mecanismo funcional que hacía las veces de guión e hilo conductor de la disputa. Quizás las recuerdo también porque sucedían con más frecuencia durante los últimos años de su matrimonio – que afortunadamente para todos acabó pacíficamente, y hoy son buenos amigos – y nosotros ya no éramos tan pequeños.

Básicamente el desarrollo de la disputa comenzaba, como todas las peleas tontas, con cualquier excusa. Si los niños están demasiado abrigados para ir a la escuela o si no lo están, si llegamos tarde porque anoche los dejaste quedarse viendo tele o porque no, o cualquier otro argumento que funcionara en contexto para comenzar la discusión. No duraba mucho. Pero lo que realmente recuerdo una y otra vez, y tengo una galería de imágenes mentales al respecto, es que independientemente de la razón de la pelea y de su grado, invariablemente llegaba un momento en el que mi padre decía.

–          Siiiii Móooonica. Tenés razón.

Era matemático, no fallaba. Cuando se cansaba de discutir decía esa frase. Y entonces mi madre, que no por uruguaya y descendiente de franceses y griegos se quedaba atrás en el italianismo, soltaba su grito de guerra preferido:

–          ¡No me digas “sí como a los locos”!

Esa frase solía poner fin a la disputa, y entonces todo volvía a la normalidad. Los gatos se dedicaban a frotarse contra las paredes y los sofás, maullando palabras imposibles, el mono recuperaba su algarabía típica lanzando frutas semimasticadas y a veces medio podridas a los otros animales, la perra arremetía contra las pulgas y le ladraba al mono, la boa recuperaba su insomnio de cazadora encerrada, la bisabuela continuaba dando rienda suelta a la flatulencia típica de sus intestinos maltrechos por el abuso de los lípidos y los hermanos recuperábamos el habla y las ganas de pelearnos entre nosotros, como corresponde.

Pero a mí, uno más en la jungla habitada que era mi casa, siempre me quedaba la espinita clavada, la pregunta que no me animaba a hacer. “¿Cómo se le dice que sí a los locos?”. De alguna forma sobrenatural intuía que no era una buena pregunta para hacer en esos momentos, pero sentía una curiosidad inmensa por saberlo. ¿Era que los locos no entendían el sí normal? ¿O había un significado oculto en esa frase que se me escapaba? Claro, a los ocho años, el único loco que yo conocía era uno del barrio que se llamaba Kuki, y andaba por la calle con una radio, escuchando los partidos de River y gritando los resultados y discutiendo a gritos con los demás. Pero yo no veía que nadie le dijese que sí a nada.

La pregunta, por supuesto, quedó sin respuesta y, con los años, la olvidé por completo. Me hice hombre (o al menos lo intenté lo mejor que pude) y emigré a España. Es justo recalcar que después de un par de años difíciles mis padres se separaron amigablemente, y desde entonces, y a pesar de que seguimos siendo muchos, en la familia se vive un ambiente de armonía muy parecido al que hubo toda la vida, cuando estaban juntos.

Volviendo a la pregunta que dejé en el camino, no la recuperé para la memoria hasta que viví en mis propias carnes la variante ibérica para la misma frase. Gloria y yo no peleamos casi nunca, pero ella tiene un arma retórica secreta, que utiliza hábilmente contra mí cuando me pongo pesado o maniático con cualquier cosa. Me dice: “No, es igual”. Sea cual sea la situación, sea cual sea mi demanda, ella me responde, sin alterarse y sin pelear: “No, es igual”. Tardé más de cinco años de vida conyugal en darme cuenta de que ella, por descontado, no es italiana, y como nosotros por toda fauna tenemos dos niños preciosos y no existe una tribuna de espectadores tan amplia para fiscalizar nuestra realidad diaria, no fue hasta hace muy poco que comencé a preguntarme: “¿No me estará diciendo Sí como a los locos?”

PILUX

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