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Domingos rituales

Como ya he dicho alguna que otra vez, nosotros – mi mujer y yo – no practicamos ninguna religión, ni activa ni pasivamente. Es algo que a veces me produce un cierto malestar, porque sinceramente creo que me aliviaría no solamente de mis propias manías, sino también de encontrar respuestas a preguntas de mis hijos que a veces son muy complejas en términos científicos, mientras que echarle la culpa de todo a un Dios caprichoso y borracho de poder sería sensiblemente más fácil.

Pero, de todas las cosas que envidio a los religiosos, una de las que más envidia me produce es la capacidad de establecer rituales. Que un hombre serio sea capaz de ponerse una falda larga y una bufanda violeta y un sombrero ridículo, y lentamente, concentrado, se beba su traguito de vino frente a ciento cincuenta personas, y todos se lo tomen en serio, me parece un logro más meritorio que descifrar la cuadratura del círculo, o incluso que la llegada a la luna.

Por eso, y haciendo gala de mi mala tolerancia a sentir envidia, soy tremendamente eficaz a la hora de establecer rituales propios. En mi vida personal, con las personas que quiero y, por supuesto, con mis hijos. No es que de repente me dé por decir una misa atea en casa, disfrazado con un vestido de Gloria, ni que siente a mis niños a verme tomar vino, sino un esfuerzo, muchas veces inconsciente, por llenar mi vida de detalles rituales, fórmulas cotidianas que se repiten hasta el cansancio.

Por citar algunos ejemplos, a veces estamos viendo la tele con Gloria y le digo: “Cada vez hay más publicidad en formato panorámico”. Ella responde, invariablemente: “Es verdad, no me había fijado”. Suena estúpido, pero los dos nos reímos por lo bajito. O, como ya relaté en el post Enano Cabezón, me gusta preguntarle a Daniel: “¿Qué eres más: Enano o Cabezón?”. Él, que entiende de juegos perfectamente, me responde invariablemente: “Cabezón”. Tanto es así, que un día, hace algunos meses, intenté una variante del juego. Estábamos en la plaza y le pregunté: “¿Qué eres más: Tarambana o troglodita?”. Él cambió la vista de un lado a otro, ligeramente desconcertado, antes de reír y responderme: “Cabezón”.

No sé por qué, pero los rituales pequeños, casi invisibles, dan una sensación reconfortante de algo conocido, propio, genuino. Me gusta practicarlos, y me gusta establecerlos. Por eso, desde hace ya un par de años, he establecido un ritual dominical que reemplaza el ir a la iglesia en familia: nosotros compramos pollo al as con papas asadas. Todos los domingos, a las once y un minuto, llamo por teléfono a la pollería (que abre a las once) y reservo un pollo y medio. Las señoras ya me conocen, ya saben que soy yo, me llaman por mi nombre y me preguntan: “¿Qué hay, Federico? ¿Uno y medio para la una y media?”. Yo agradezco y cuelgo. La conversación dura unos veinticinco segundos.

Después voy con Pablo, los dos solos, caminando, a buscar los pollos. Y es otro ritual de domingo. Se llama “ir a buscar los pollos”, y Pablo se lo toma como un deber y como un derecho. Si alguna vez no lo dejo venir porque llueve o hace frío, protesta, patalea y llora. Es como negarle la posibilidad de comulgar.

Los domingos por la tarde-noche, la liturgia familiar impone un baño de los niños, y luego es mi responsabilidad una actividad que llamamos “limpiar el pollo”, que no es otra cosa que picar todo lo que sobró para hacernos una ensalada. El asunto es que Pablo y Daniel siempre me “ayudan”. Traen cada uno un taburete y, trepados a él, uno de cada lado, me van pidiendo trocitos de pollo mientras corto. El juego es que se supone que Gloria nos prohíbe comer pollo mientras lo limpiamos, y finge enfadarse y nosotros juramos que no vamos a comer ni un poco. Pablo me hace gestos con el pulgar hacia arriba cuando supuestamente Gloria no ve, y se desarma de risa cuando ella, con el rostro enfadado, le pregunta: “¿Qué es ese gesto? No iréis a comer pollo, ¿verdad?”.  “No, mamá, ni un poco, te lo prometo” y luego me hace otra vez un gesto cómplice a espaldas de su madre.

Lo sorprendente es que, domingo tras domingo, vivimos una repetición casi calcada de esta pantomima, y a pesar de eso, a pesar de que todos sabemos que es un juego, Pablo y Daniel se mueren de risa con la idea de hacerlo clandestinamente, a espaldas de su madre. Se regocijan en la complicidad conmigo para hacer algo prohibido. Y a mí me hace disfrutar más esa complicidad que cualquier otro ritual de los domingos.

El domingo pasado, después de haber cumplido todos los pasos necesarios, de haber repetido de la misma manera cada uno de los gestos y bromas, estábamos los tres en plena faena. Pablo a mi derecha, Daniel a mi izquierda y yo en el centro, empuñando una cuchilla de carnicero, picando los restos de pollo y dándoles daditos de carne blanca, seca y fría de la pechuga, que ellos devoraban con placer, mientras le gritaban a su madre que no estaban comiendo ni un poco. Entonces Pablo, con su lucidez habitual, hizo una pausa en la ingesta para mirarme a los ojos y declarar:

–          ¿Sabes, Papá? A mí no me gusta mucho el pollo. Pero limpiarlo contigo me encanta.

Entonces pensé que, una vez más, había encontrado en él algo mío, el gusto por los rituales. Pensé también en la importancia que tiene para él hacer lo mismo cada domingo, ejercer la complicidad padre e hijo. Es una somatización tan positiva de algo nuestro, que hasta le gusta comerse un montón de pollo que sobre la mesa no se comería. Y pensé, para cerrar un nuevo domingo ritual, que el amor verdadero del que tanto se habla, en realidad está hecho de esas cosas, de compartir un secreto, de una complicidad chiquita, de un guiño privado entre dos personas que se aman, de la tranquilidad de volver a encontrar una respuesta afirmativa a la pregunta tantas veces hecha, que no por conocer la respuesta se hace menos importante.

Y mientras enjuagaba la cuchilla de carnicero y tiraba los huesos a la basura, pensé que por fin había conseguido darle a mi familia la paz espiritual que da una religión: la de comer pollo los domingos.

PILUX

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