“Es que los niños son crueles”. Es una frase que escucho constantemente. No solo la escucho, sino que me he sorprendido a mí mismo diciéndola más de una vez. Sin embargo, hay alguna razón por la que no acabo de estar de acuerdo. Creo que es un tema del que se ha hablado mucho, sin demasiado acierto desde mi punto de vista, porque se tiende a confundir una mezcla de sinceridad cruda, a prueba de balas y sin matices, filtrada por la inocencia, con pura y simple maldad. Lo que es cruel, en mi opinión, es la realidad. Al menos con bastante más frecuencia que los niños.
La naturaleza humana es cruel, pero los adultos nos empeñamos en disfrazar esa naturaleza, en matizarla, en vestirla de seda para que no parezca mona. Hace un par de días estábamos en la plaza varios padres con niños de edades entre tres y cinco años. Como solemos hacer, los adultos charlábamos sentados en los bancos mientras los niños jugaban en unas escaleras cercanas. De repente, todos los niños vinieron hacia nosotros gritando asustados. “Un ladrón, un ladrón”. “Es un ladrón de zapatos”. “Tiene una cámara secreta donde guarda lo que roba”.
Ante la avalancha de susto que nos sepultó en dos segundos, cada padre se encaró con sus hijos para intentar averiguar qué pasaba. Sobre todo porque, como ya he dicho alguna vez, vivimos en un pueblo tranquilo en el que solamente roba el ayuntamiento, y desgraciadamente lo hace amparado por la ley.
Resulta que en la oscuridad de las seis y media de la tarde, por las escaleras en las que jugaban los niños había bajado uno de nuestros vecinos, que es de raza negra. Viendo a los niños jugar les hizo algún tipo de broma que no logramos descifrar del todo, pero que tenía que ver con que era un ladrón o algo por el estilo. Los niños lo tomaron al pie de la letra, se asustaron y vinieron corriendo a buscar consuelo paterno.
Evidentemente, nuestra primera reacción fue reírnos del tema. “Está jugando con ustedes, les está haciendo una broma”. Sin embargo, el miedo de los niños era brutal, real y absoluto. No había manera de convencerlos de que el pobre hombre solamente había querido jugar con ellos. Hay que decir, en favor de los niños, que el hombre en cuestión es altísimo, de espaldas anchas y usa un birrete africano de colores. En la penumbra de la tarde tenía un aspecto imponente. Sin embargo, ante nuestros intentos de consuelo – era asombroso ver como todos los padres reaccionamos igual – los niños seguían en sus trece. Más de uno, para rebatir el argumento nuestro acerca de que era un juego, utilizó la frase: “Pero es que es negro” como demostración total y absoluta de que no existía otra posibilidad que la de que fuese, en efecto, un ladrón.
Finalmente los niños volvieron al juego. Los padres nos miramos entre nosotros, como dudando entre avergonzarnos o divertirnos. Finalmente el episodio se saldó con el acuerdo común y tácito de que la razón de todo el equívoco era que “los niños son crueles”. Entonces comencé a preguntarme si es la razón verdadera. Ninguno de los padres que estábamos allí es racista. Es imposible que ninguno de los niños presentes haya escuchado en su casa un comentario racista. Sin embargo su reacción natural fue racista. Es cierto que no están habituados a ver negros, porque es uno de los pocos que viven en el pueblo, y es cierto también que forma parte de la naturaleza humana desconfiar de lo diferente y desconocido. Pero también es cierto que la reacción podría haber sido de curiosidad y no de miedo unánime, como resultó serlo, y también es cierto que, aunque lo neguemos por activa y por pasiva, vivimos en una sociedad racista. Uno por uno, el 99% de la población blanca y occidental negará ser racista y tendrá diez mil argumentos para refrendarlo, pero es indiscutible que el conjunto resultante lo es.
Y sin embargo, en lugar de preguntarnos qué clase de sociedad somos, en la que los niños que estamos criando reaccionan naturalmente así a la presencia de lo diferente, preferimos mirarnos incómodos entre nosotros y saldar el episodio echando la culpa a la “crueldad de los niños”.
Pero nada más lejos de mi intención, al comenzar este artículo, que teorizar sobre cosas de las que ya se ocupan personas más informadas que yo, que suelo hablar desde la simple observación y no desde los méritos académicos ni desde decenas de libros leídos sobre el tema.
Ayer, mientras cocinaba, estaba recordando el verano – mis hermanos y yo solíamos veranear en Uruguay, con mi tío Ramiro (ver El Aprendiz de Brujo y el Supermán Humano) – en que conocimos a mi tía Iliana. Me vino a la memoria una de las características de su rostro. Es una mujer hermosa, de piel tostada y un cabello negro azabache y lacio. Su buen humor y su espíritu alegre y juguetón hacían que nuestros veranos en su casa fuesen deliciosos, divertidos e inolvidables.
Cuando la conocimos, – decía – haciendo gala de la misma falta de disimulo que caracteriza a los niños, no pudimos dejar de advertir un rasgo fundamental en la belleza de mi tía. Su nariz, aparte de ser ligeramente grande en relación con el tamaño de su rostro, es afilada y estilizada, una nariz digna de Cleopatra o de un poema de Quevedo, pero además, tenía una particularidad funcional que la hacía única. Al hablar, la punta de la nariz se retraía en una escala de entre uno y tres milímetros, marcando el compás de su discurso como lo hacen los leds de los ecualizadores con el ritmo de la música.
No tardamos ni dos horas desde que la conocimos en advertir el indicador de nivel de voz que la naturaleza había instalado en su cara, y por supuesto ni cinco segundos más en bromear sobre el tema y reírnos francamente de los movimientos nasales que acompañaban el hablar de mi tía Iliana.
Afortunadamente, ella es una mujer con un sentido del humor extraordinario, y lejos de sentirse incómoda, rápidamente incorporó las bromas sobre su nariz a la liturgia familiar, y desde entonces, cada vez que nos vemos hacemos referencia a ello y nos reímos todos juntos. Pero lo que me hizo pensar en la nariz de mi tía, fue que, por primera vez desde que la conozco, se me ocurrió que pudo haber sido distinto. Pudo haber sido un rasgo que la acomplejase, y entonces nuestra actitud infantil de reírnos de su nariz la hubiese hecho sufrir y la hubiese angustiado, y seguramente, quien la consolase habría apelado a la frase: “Es que los niños son crueles”.
Entonces me pregunté: ¿Qué hace diferente la situación de reírnos de la nariz de mi tía a la de todos los niños afirmando que el negro es ladrón?
Seguramente la diferencia está en el significado que tiene para cada uno de nosotros cada hecho aislado. Si mi tía hubiese sufrido algún tipo de complejo con su nariz, en lugar de una divertida anécdota familiar y un juego cómplice, ahora tendríamos un episodio que olvidar. Si los niños se asustan tanto solamente porque un negro grandote quiere jugar con ellos en una plaza oscura, quizás deberíamos preguntarnos cuántos de sus padres, a pesar de jurar y perjurar que no somos racistas, al cruzarnos con él a solas en una calle oscura tendríamos aunque sea un mínimo reflejo, un pensamiento primario, un deseo inconfesable de cruzar de acera, solamente por si acaso.
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