Los Aprendices de Brujo, fanáticos conversos, frikis de diversas calañas, jugadores de rol, programadores a sueldo y seguidores de Star Wars, El Señor de los Anillos o Harry Potter, entre otros estereotipos de dudoso origen, somos propensos a los rituales iniciáticos, los objetos de culto y las ceremonias nocturnas. Nos gusta ser el motor evangelizador de nuestra tribu urbana, sea cual sea, y ganar adeptos para nuestras causas inútiles, sean cuales sean. Ahora bien, cuando llega la paternidad, entonces comienza una guerra en paz con la madre de nuestros hijos, que intenta retrasar todo lo posible la iniciación de nuestros retoños en cualquiera de estas lides, y nosotros, entusiasmados, soñando con el momento de compartir, por primera vez, armados de un cuenco de pochoclo, frente a una pantalla lo más grande posible, aquéllas piezas de celuloide que hace treinta años nos dispararon la imaginación y el deseo de poseer poderes sobrenaturales con nuestros pequeños.
Considero que una de las virtudes de la edad adulta es la disminución de la vergüenza. A mí, por lo menos, hace años ya que no me da vergüenza reconocer públicamente mi afición por este tipo de sagas (espero que nadie tenga el mal gusto de nombrar Star Trek, que no le llega a Star Wars ni a la suela de los zapatos), o que leo con la misma concentración a García Márquez o a Paul Auster que los libros de Harry Potter o La Trilogía de Terramar. Simplemente considero que, a mi edad, es un derecho adquirido. Trabajo, pago mis impuestos, soy un ciudadano modelo y, por lo tanto, tengo derecho legítimo a invertir mi tiempo libre como mejor me parezca, y además, a adoctrinar a mis hijos en la senda de la profunda sabiduría de Yoda.
Después de más de cinco años víctima del insomnio, la pérdida de apetito y los ataques crónicos de mal humor que me producía escuchar “todavía son muy chiquitos”, al fin hace dos semanas mi querida esposa autorizó el visionado de Star Wars en casa. Ni lerdo ni perezoso, me llevé a mis dos jóvenes padawan al sofá y les dije: “¿Quién quiere ver con papá una película de naves espaciales?”. El entusiasmo ante la idea fue total. Mi mujer opinaba que se aburrirían, y yo, en secreto, sospechaba lo mismo. Comenzamos, como corresponde, por el Episodio IV: Una nueva esperanza.
Mis hijos abrieron los ojos como platos. Una vez más, asistí fascinado al prodigio de la herencia genética, y pude disfrutar de la iniciación de mis hijos en el culto a la saga. No solamente se fumaron la película entera sin moverse un milímetro de su asiento, sino que en seguida comenzaron las preguntas y los juegos. Durante toda la semana, Pablo anduvo fascinado por ahí contándole a quien quisiera oírlo que era Luc Escaiuoquer, y Daniel agitaba cualquier cosa que tuviese en la mano proclamando “¡Soy Dai Verde!”.
El primer momento memorable ocurrió el sábado siguiente, cuando, cumpliendo lo prometido, puse mi edición coleccionista, mejorada y remasterizada digitalmente del Episodio V: El Imperio contraataca. Nuevamente los dos se sentaron, uno a cada lado de mi cultivada barriga, y se dispusieron a otras dos horas de aventuras. Recordará el lector (y pido disculpas a los seguidores de la saga porque, por deferencia hacia los lectores que no lo son, explicaré alguna que otra obviedad) el momento culminante en el que Luke se enfrenta al malo malísimo Darth Vader en la ciudad gobernada por Lando Calrissian. Después de una lucha encarnizada en la que no falta de nada (sables láser, objetos arrojados al enemigo mediante el poder de la fuerza, todo roto por todos lados), Luke, desarmado, discute con Vader. Pablo, nervioso, se aferraba a mi brazo con ambas manos, estrujándomelo, en el momento en el que Vader, vencedor, le dice a Luke:
– Luke, yo soy tu padre.
Su rostro pequeño y lampiño se desencajó por completo. Sus ojitos marrones se abrieron más que nunca, y en seguida buscó mi mirada y la de su madre, implorándonos silenciosamente que por favor le dijésemos que no era verdad. No podía ser cierto. Un héroe no puede tener un padre tan malo. No había lugar en su universo infantil para admitir una brutalidad semejante, un despropósito de tal calibre. Finalizada la película, no dejaba de hacer preguntas. Por suerte, su hermano continuaba proclamando que era Dai Verde y luchando con su propia sombra.
Al día siguiente, domingo, preocupado por el efecto devastador que El Imperio contraataca había tenido en el imaginario de mi hijo mayor, decidí que la mejor solución era ver el Episodio VI: El regreso de Jedi. Pensé que verla juntos y discutirla luego lo ayudaría a asumir que, pase lo que pase, un padre siempre querrá a su hijo.
Una vez más, ambos pichones de friki se sentaron con su padre a ver la peli. Esta vez, la reacción de Pablo fue aún más asombrosa. Adoró que Vader volviese a ser bueno una vez más, pero se le hizo insoportable la idea de que muriese en brazos de su hijo. Una vez terminada la película, me dijo y repitió hasta el cansancio:
– Papá, la última película me encantó, pero la próxima vez que la veamos la quitamos en la parte que se muere Vader. Esa parte no me gusta.
Le prometí que así sería, pero no fue suficiente. Durante toda la semana, los juegos en los que se hace la inevitable distribución de personajes, presentaron un problema para Pablo. Sin lugar a dudas, a él le tocaba ser Luke Skywalker, y por supuesto, a Gloria la Princesa Leia. Daniel, que en un principio había preferido ser Dai Verde, terminó eligiendo ser Han Solo para poder ser el novio de Leia. Quedaba mi personaje. “Yo soy Darth Vader”, me ofrecí. “No”, me corrigió Pablo. “Para ser Darth Vader te tienes que morir”. En otros juegos en los que me tocaba morir nunca hubo problema, pero en este caso el vínculo filial le impedía elegir esa opción. Sencillamente se negaba a matar a su padre por partida doble: la realidad sumada a la ficción era más de lo que podía soportar.
Así que un servidor se tuvo que conformar con ser Chewbacca y pasarse toda la semana gruñendo hasta quedarse ronco. Fue una semana especial, en la que tuvimos frecuentes conversaciones acerca del bien y del mal, mezclándolas con la fantasía de la saga, la fabricación de los robots y la posibilidad de que Darth Vader no hubiese sido, en verdad, malo nunca. Su conclusión terminó siendo que “El malo de verdad, el más malo es el Emperador. Darth Vader es menos malo. Es muy malo pero un poquito menos malo que el Emperador”.
Pensé que el asunto estaba zanjado, pero una vez más me equivoqué. Aprovechando que McDonald’s entrega en la cajita feliz juguetes de Star Wars, ayer sábado fuimos a comer los cuatro allí. Tuvimos una comida apacible, y al terminar nos quedamos jugando en la mesa con unos muñequitos de Yoda que salieron en el Happy Meal. La caja de cartón en la que vienen las hamburguesas de los niños tenía una enorme foto de Darth Vader. Pablo, después de una semana de reflexión continua, sosteniendo la caja y mirando la foto de Vader con profunda tristeza, me preguntó:
– Papá, ¿qué es lo que hace que las personas se vuelvan malas?
No solamente no supe darle una razón válida, sino que me quedé pensando quién de los dos aprendió más de la película. A pesar de que yo la vi por primera vez con ocho años, creo que ni entonces ni en ninguna de las incontables veces en las que volví a verla, tuve una percepción tan precisa del conflicto. Mi hijo no solamente será mejor friki que yo, sino que seguramente, también será mejor persona. ¡Que la fuerza lo acompañe!
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