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Capítulo Pi 25. Acción en Barcelona, 2010.

Caminar es un bálsamo para el dolor de la memoria. No es que sea especialmente aficionado al ejercicio físico, pero Barcelona ofrece un paisaje espectacular al inicio de la primavera. Es fácil darse a la contemplación, tanto de piedra, argamasa y cemento como de huesos humanos revestidos de carne revestida, a su vez, de ropa, constituyendo una persona. Camino e intento concentrarme en los edificios, en los semáforos, en los desechos orgánicos, presumiblemente caninos, que esporádicamente agreden las suelas de los zapatos de los transeúntes incautos, en la fila interminable de mujeres bellas que caminan, algunas apresuradas, otras remoloneando en las vitrinas de los comercios, muchas esforzándose en extender la influencia de su propio halo de feromonas, y otras consiguiéndolo sin proponérselo. Camino a buen ritmo, y no lo hago para desplazarme ni para llegar a alguna parte. Ni siquiera lo hago por simular un rudimento de ejercicio físico para mi vida. Lo hago para mantener a raya a mis pensamientos que me acosan como soldados entregados al asedio del último enclave. Me hieren, se azuzan con el olor de mi propio miedo, por la visión de los poros de mi piel rezumando ese miedo, transpirándolo despacio. Más de un mes sin noticias de Nadja, y ya la antigua soledad termina de instalarse nuevamente, de poblar los espacios vacíos de mis días y mis noches. Solo entonces soy consciente de haber olvidado la cantidad enorme de minutos inútiles que tiene un día. De los cuatrocientos ochenta que la media de la población mundial utiliza para dormir, yo no suelo dormir más de trescientos. En vez de los otros cuatrocientos ochenta que la mayoría de las personas emplea en trabajar, yo suelo dedicar unos seiscientos treinta. Quedan, otra vez según la supuesta media, otros cuatrocientos ochenta para comer, divertirse, mirar televisión, ir al baño y querer a los demás. Esto quiere decir que si a los diez mil ochenta minutos que tiene una semana le quitamos los tres mil ciento cincuenta que dedico al trabajo, los dos mil cien que logro dormir y, digamos, doscientos cincuenta más de desplazamientos y conversaciones insulsas con personas a las que compro café, tickets de metro, barras de pan y cosas similares, quedan cuatro mil quinientos ochenta minutos a la semana durante los cuales dispongo de lo que sea que signifique hoy por hoy el tiempo libre. Cuatro mil quinientos ochenta minutos semanales a solas con mi cabeza que no se detiene, no para de revisar, calcular, repetir fórmulas, balancear inecuaciones, desgranar la realidad y emitir veredictos de culpabilidad en mi contra. Soy un acusado modelo, la fiscalía y la defensa a la vez, juez y parte y sin embargo siempre resulto culpable.

Entro en un bar, y elijo para acodarme en la barra el taburete libre que está justo al lado de una mujer bella. No tengo intención de abordarla, pero sí de regalarme el gusto de la contemplación. Tiene el pelo negro y lacio, diez centímetros por debajo de las clavículas. Lleva unos lentes de armazón de una aleación de metales livianos, presumiblemente con un alto componente de aluminio, y como suele ser común en las mujeres, las manos entorpecidas por múltiples objetos: un bolso de mano de tamaño medio, digamos, unos seis litros de capacidad, un teléfono móvil de gama baja, un paquete de Fortuna a medio fumar, dos libretas de lomo espiralado que, inexplicablemente, no están dentro del bolso. Apoya las libretas sobre la barra, desconfiando de los rastros de sustancias enemigas que abrillantan su superficie, y comienza a estudiar con aspecto concentrado una buena estrategia para introducir el contenido de dos sobres de azúcar en una taza demasiado llena de café con leche. Es evidente que le preocupa la idea de que un rebalse incontrolado de líquido caliente acabe en el plato, y luego gotee sobre su falda color crema clarito. Intento parecer simpático.

–      Parece que el camarero entiende poco del principio de Arquímedes – digo, sintiendo calor en las mejillas mientras intento sonreír.

Levanta la vista. Me mira con dos ojos profundamente celestes, casi transparentes. Una arruga leve se le dibuja en la base de la nariz al fruncir los labios.

–      ¿Qué? – pregunta, sorprendida.

–      Nada. Digo que si el camarero conociese el principio de Arquímedes no llenaría tanto la taza.

–      ¿El principio de Arquímede?

–      “Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta una fuerza vertical de empuje, de abajo hacia arriba, que es igual al peso del volumen de fluido desalojado”. Por el azúcar, lo digo.

–      Ah…

Se concentra en su café, desestimando mi intento de simpatía con todo éxito. Acerca los labios a la taza, aspira un sorbo de café amargo que le provoca un mohín, y luego echa los dos sobres de azúcar, sin inconvenientes. Acto seguido, fija la vista en la estantería de detrás de la barra y comienza a remover el café con aire distraído, pero evidentemente concentrada en ignorar mi presencia. Parece que no le ha hecho gracia mi comentario. Tampoco debe conocer el principio de Arquímedes, lo que me parece extremadamente grave tratándose de una persona que usa dos sobres de azúcar en cada taza de café.

Creo que no voy a volver a fornicar en lo que me queda de vida.

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