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La Masacre de los Hipocampos

Desde que tengo uso de razón – y no es que la use demasiado, porque mi mujer no me deja – en mi casa familiar (no la mía de adulto, sino la de niño) hubo, hay y siempre habrá animales de diversas razas, orígenes, familias y categorías. Para mí existen cuatro tipos de animales que pueden, dada una interpretación amplia del concepto, considerarse domésticos, a saber:

  • Mascotas: son los animales domésticos típicos, como los perros, gatos, conejos y algunas clases de loros. Con estos animales se da una relación vincular afectuosa, se genera una identificación positiva y hasta se parecen a sus dueños. Son cariñosos y rencorosos, como los seres humanos, traman pequeñas venganzas y grandes recompensas.
  • Bichos: en esta categoría clasifico las especies indiferentes, con las que se puede tener una convivencia pacífica, casi sin darse cuenta uno de que existe el otro, incluyendo, pero no limitándose a: hámsters, peces, canarios, tortugas y demás miembros del reino animal que casi podrían pasar por mobiliario. En general suelen ser inocuos, poco ruidosos y cómodos.
  • Fieras: animales salvajes que decididamente no están hechos para vivir fuera de su entorno natural, a pesar de tener, en algunos casos, capacidades empáticas parecidas a las de las mascotas. No se adaptan bien al medio urbano y hacen que tu casa huela como una jungla. En esta categoría encontramos a los primates pequeños (monitos), zorros, pumas, cuervos, tucanes, peces exóticos y venenosos, serpientes constrictoras y algunos roedores grandes.
  • Alimañas: son la clase de animales que una mujer nunca quiere tener en su casa. Fácilmente podemos encuadrar en esta categoría a culebras, serpientes, roedores varios, reptiles de todas las clases, arácnidos venenosos, murciélagos, escorpiones, cucarachas y especies semejantes. Son viles, agresivos o, en el mejor de los casos, indiferentes.

Llegado este punto, pensará el lector que exagero diciendo que pueden encontrarse en las casas de los seres humanos. Probablemente tendrá algo de razón, aunque me propongo relatar, escueta y concisamente, cómo he convivido con, al menos, dos representantes de cada categoría, en simultaneidades diversas y con diferentes grados de éxito. Aparte del curioso – por improbable, dada la fauna del hogar – y notable hecho de que todos los miembros de mi familia aún continúen con vida, los desastres hogareños, pequeñas matanzas y carnicerías domésticas fueron una constante durante nuestra infancia y nuestra adolescencia. La compulsión incontrolable de mi hermano mayor (hoy biólogo de profesión, científico loco por naturaleza y delirante por convicción) fue superior a las fuerzas de mis padres, a la resistencia de mi hermana y a la imaginación de cualquier persona normal.

Lo primero que recuerdo es tener una perra, blanca y marrón, llamada Rosa. Por esa época vivía también con nosotros una gata blanca y negra. No sé cómo llegó a casa, pero por esos días mi padre comenzaba a instalarse por su cuenta con una imprenta de serigrafía, así que recibió el ridículo nombre de Tinta. Dada la ejemplar tolerancia de ambas mascotas en lo que a la convivencia se refiere, mi hermano rápidamente se entusiasmó, y apareció con una gatita gris que recibió el nombre de Tintilla, y semanas más tarde con otra, atigrada esta vez, bautizada como Serruchita, tristemente fallecida en un incidente que no vale la pena relatar. Todo iba bien, hasta que una pareja de amigos de mis padres, poseedores de una casa con patio en la que habitaba un monito Tití – originalmente llamado Tití – decidió irse de viaje. Preguntados frente a mi hermano si podían cuidar del mono, y ante el entusiasmo mostrado por él, mis padres no pudieron negarse. El viaje, que inicialmente sería de un mes y medio, se prolongó durante más de seis.

Mi padre no tuvo más remedio que instalar estanterías altas para que el nuevo inquilino del hogar pudiese mantenerse alejado de Tinta y Rosa, que manifestaron una aversión instantánea hacia la fiera y su olor animal de selva fresca. Tití, que tenía un pelo muy gracioso detrás de las orejas y dos ojos saltones y redondos, tenía cara de inocente, pero era un verdadero hijo de puta. Además de provocar sistemáticamente a los cuadrúpedos de la casa con sonidos y movimientos pendencieros, pronto descubrió que su trinchera en alto le permitía arrojar objetos con absoluta impunidad. Teniendo en cuenta que esto sucedía en un departamento de tres ambientes, habitado además por dos adultos y cuatro niños, se imaginará el lector el trámite de la vida diaria en nuestro hogar.

Tinta, Tintilla y Rosa murieron en diversas circunstancias, y Tití finalmente regresó con sus dueños. Mis padres decidieron no volver a tener animales. Pasamos un par de años de tranquilidad, durante los cuales lo único que tuvimos fueron unos graciosos pollitos que regalaban en el supermercado, y que acabaron transformándose en pollos grandotes y agresivos, un conejo que hacía bolitas de caca y poco más, y un gorrión que mi hermano encontró herido, cuidó hasta que se repuso y luego liberó. Pancho apareció un día con un gato gordo y grande que encontró en la calle, y lo llamamos Tom, por Tom & Jerry. Al principio mis padres se negaron, pero al final acabaron cediendo, con un suspiro resignado: “Total, por un gatito no va a pasar nada”. Después de varias semanas de llamarlo Tom de acá y Tom de allá, un veterinario lo examinó y nos dijo que Tom era gata, así que pasó, sin más, a llamarse Toma. Por esos días, también, decidió Pancho que quería montar una pecera. Dado lo inofensivo del asunto, mis padres se lo permitieron. Compró entonces un acuario de un metro de largo por cincuenta centímetros de altura y cuarenta de profundidad. Al principio solamente trajo Carassius, Lebistes y esa clase de peces imbéciles y decorativos. Luego ahorró durante no sé cuánto tiempo para comprar unas sales especiales fabricadas en Alemania, que permitían hacer una pecera de agua salada, que rápidamente se habitó con Hipocampos (caballitos de mar), cangrejitos de agua salada, y algún que otro pez.

Cuando ya había seis peceras de dimensiones similares, una tortuga que a día de hoy desconozco cómo llegó a casa, Toma, otro gato blanco aquejado por una mutación genética que derivaba en tener seis dedos en cada pata, lo que le valió el nombre de Mendel, y nuestra segunda perra, llamada Pacha, que tuvo en cuatro partos consecutivos nada menos que treinta y dos cachorros, la cosa se empezó a complicar. Para colmo, un día, al regresar mi madre de trabajar, se encontró víboras reptando por el pasillo, en número de tres, y a mi hermano persiguiéndolas con más vocación que éxito. Además, paulatinamente los Cíclidos, peces más agresivos y, en general, carnívoros, fueron reemplazando los bonitos peces de colores en los acuarios.

Para alimentar a los peces carnívoros, en la heladera de casa se podía encontrar siempre un cuenco del tamaño de un puño repleto de minúsculas lombrices, llamadas tubifex, que al sentir la vibración de la puerta se contraían como un organismo único, semejándose a un corazón en plena sístole. Para rematar,  – y juro que es verdad – como las culebras se murieron, la mejor idea que tuvo mi hermano fue reemplazarlas por una boa constrictora, que animaba las noches de nuestra habitación con un silencio de cazadora insomne y rápidos movimientos de su lengua bífida. Para alimentar al nuevo reptil fue necesario tener ratones, porque resulta que el churrasco no le gustaba y a las ensaladas les hacía ascos. Empezó un período sangriento. Los hámsters se mataban a mordiscos entre ellos, los peces se comían a sus propias crías y cada tres semanas la boa organizaba una orgía carnívora con los ratoncitos blancos muertos de miedo.

Entonces Pancho fue a bucear, y pescó anémonas, que son como unas flores acuáticas carnívoras, que nada más llegar se merendaron a los cangrejos y los hipocampos. La tortuga de tierra, víctima de una depresión brutal a causa de las bajas, se suicidó arrojándose desde el balcón de una planta doce.

Pacha, mientras tanto, era la compañera fiel de todas nuestras andanzas. Por las noches salíamos con ella a jugar y correr en la calle, hasta que una noche trágica, mientras perseguíamos un gato, el noble animal intentó treparse a un árbol, mientras nosotros le dábamos ánimo, y solamente cuando estaba en la tercera rama se dio cuenta de que eso no son cosas de perros, precipitándose al suelo, lo que le valió una fractura en la pata delantera derecha, y una renguera de por vida.

Mendel tuvo un trágico accidente en un ascensor, y Toma murió por causas que ya no recuerdo. Recuerdo, en cambio, claramente, la muerte de Pacha, la reina absoluta de todo el equipo, y un emocionante funeral que hicimos en la plaza de abajo, donde aún está enterrada y donde pueden verse todavía, paseando, algunos de sus treinta y dos hijos perros.

Lamentablemente, la alta tasa de mortalidad del parque zoológico hizo que la población menguase. Mencionaré por encima algunos otros habitantes de la casa, sólo para dejar testimonio de que existieron, como una cucaracha de seis centímetros de longitud, supuestamente de una especie rara de Borneo o Madagascar, que mi hermano cuidó con esmero hasta su muerte y por la que pagó la exorbitante suma de diez dólares, un escorpión negro, malísimo, un par de canarios, un par de cobayos, una tortuga de agua y alguno seguramente me debo estar olvidando, como otra tortuga de tierra que tuvimos poco tiempo, porque mi hermano Felipe la sacó a pasear y la perdió en la plaza. También vale la pena mencionar algunos intentos fallidos de adoptar mascotas especialmente peligrosas, como un pez escorpión, cuyo veneno mata a un adulto en cuestión de horas, un zorro que mi padre logró impedir a tiempo que mi hermano fuese a buscarlo y reptiles y lagartos en varias ocasiones.

Pasados unos años, cuando mis padres ya se habían separado y solamente sobrevivían algunos de los peces, hubo un pequeño rebrote. Mi padre, Pancho y yo vivíamos entonces en una casa preciosa en San Telmo con un gato siamés llamado Ulises, y mi madre, su marido, Florencia y Felipe en la que había sido la casa familiar (donde hoy vive Pancho, y tiene perro y peces). Resulta que un festejante de mi hermana, desesperado por no encontrar fórmula de seducción válida, tuvo la brillante idea de regalarle un mono Saimiri llamado Totó. Previamente, Pancho, a pesar de la oposición de mi padre y mía propia, había instalado en nuestra casa un terrario en el que comenzó a criar tarántulas. Cuando Florencia apareció en su casa con el nuevo mono, se armó un auténtico escándalo. El Negro (apodo cariñoso que recibe el marido de mi madre) aún relata sorprendido que, cuando al ver el mono exclamó:

“O se va el mono o me voy yo”.

Entonces la familia al completo se retiró a deliberar a la cocina, dejándolo en el salón. La decisión final fue, como no, enviar el mono a Pancho. Florencia lo trajo en su jaula, y en principio mi padre intentó negarse también, pero el primate, ni bien lo soltamos dentro de la casa, fue derecho al terrario y se almorzó, una por una, a las tarántulas. Esto le valió la autorización para quedarse, pero luego, su afición por el latrocinio de alimentos, la rotura de libros y fotos, su olor salvaje y su mala costumbre de complacerse en presencia de las señoras le valieron el destierro definitivo en el zoo de Buenos Aires.

Ahora Gloria no me deja tener ni siquiera un gatito, pero todos mis hermanos tienen perros, y cuando Pablo y Daniel los ven, empiezan a pedir que quieren una mascota. Todo llegará, aunque, por supuesto, si alguna vez vuelvo a convivir con animales, solamente serán de la primera categoría.

Y eso sí, que nadie dude, ni por un segundo, de que en mi familia todos, sin excepción, amamos a los animales.

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