Por más que lo intento, y a pesar de que a conciencia, total y absolutamente, acuerdo y suscribo los preceptos de igualdad de género, de oportunidades y de todo lo que sea posible, no consigo ver a las mujeres y a los hombres iguales. De hecho, ni siquiera veo iguales a los hombres y a las mujeres entre sí, y termino pensando que la especie humana es quizás la que tiene más suerte sobre la tierra, al poseer la enorme riqueza de la diversidad más absoluta en cada uno de sus individuos, y el desparpajo y la falta de criterio de no saber capitalizar y disfrutar esa diversidad.
Desde mi punto de vista, es indiscutible que hay patrones de similitud entre grandes grupos de hombres y grandes grupos de mujeres, y es también conocido por todos que nuestra torpeza congénita y la facilidad que tenemos para generalizar ayudan a crear los estereotipos, de los que luego terminamos prisioneros, y viviendo casi en función a unas verdades de andar por casa en las que no terminamos de creer.
Durante los últimos años, cada vez tengo una sensación más fuerte y marcada de vivir en una sociedad que elige mal. Ahora, como hemos demostrado a lo largo de toda la historia de la humanidad que parte del patrón común del grupo mayoritario de hombres tiende a ocupar espacios de poder, a someter y a ordenar, hemos decidido que necesitamos que la ley marque los límites, y hemos, una vez más, sometido a hombres y mujeres a la llamada discriminación positiva.
Como no somos capaces de respetarnos los unos a los otros, tiramos del crimen y castigo para plantear nuevas reglas del juego que garanticen ese respeto, a veces socavando la libertad y los derechos de los anteriores culpables de forma pendular, y en este contexto es inevitable que todos los hombres caigamos como en bolsa en el grupo mayoritario que responde al patrón. En la España de hoy, todos los hombres, por el solo hecho de serlo, somos sospechosos de ser abusadores de menores, golpeadores de mujeres y de hacer pis fuera del inodoro por la noche. Y que se me entienda bien, no estoy en contra de que se legisle para proteger a las mujeres de la violencia de género, sino que me preocupa enormemente sentir que nadie se pregunta por qué es necesario llegar a esto, a que la inmensa mayoría de los hombres seamos sospechosos por la brutalidad de unos cuantos salvajes.
Hace ya mucho tiempo, una vez que Pablo había sufrido un golpe fuerte sobre el ojo derecho, y lo tenía morado e hinchado, lo llevé al médico. Pasé auténtico miedo de ser acusado de golpear a mi hijo, y tuve que sumar ese miedo a la preocupación genuina por su golpe y tragármelo todo entero, controlarlo y poner cara de que aquí no pasaba nada. Afortunadamente la doctora que nos atendió tuvo la suficiente pericia para darse cuenta de que no se trataba de un niño maltratado, sino de uno que se había dado un golpe como los que se dan la mayoría de los niños a lo largo de su vida.
En realidad, mi intención no es hacer un alegato de injusticia contra los hombres, porque encuentro que no tiene sentido. Simplemente intento pensar en términos de igualdad absoluta y total, y me encuentro perdido. Y me encuentro perdido porque, como dije antes, sí que creo que la mayoría de las mujeres tienen dones que la mayoría de los hombres no tenemos, y viceversa, y aún a riesgo de caer en los estereotipos que detesto, me permitiré nombrar solamente unos pocos, pero no por masificar a hombres y mujeres, sino por celebrar la diferencia.
Las mujeres tienen una inteligencia emocional que a veces los hombres detestamos, pero que en el fondo nos enamora. Los hombres somos protectores, y ellas se quejan, pero les gusta sentirse protegidas.
Las mujeres son las dueñas de la dulzura, las propietarias de la magia de los besos y las auténticas generadoras de ternura. Los hombres emprendemos aventuras mortales y nos jugamos la vida por la china y la prole.
Las mujeres entienden el coraje y la valentía con el estómago y el corazón. Los hombres con los brazos y la espalda.
Las mujeres son las depositarias naturales de la magia absoluta de engendrar vida, de replicar la genética propia y de la persona que aman en su descendencia. Los hombres tenemos el don de fecundar, y el instinto agresivo de cuidar de los cachorros.
Las mujeres saben, sin necesidad de que nadie les enseñe, aglutinar, compartir, trabajar en equipo, juntar a los que quieren alrededor del fuego, prodigar hospitalidad. Los hombres saben, sin necesidad de que nadie les enseñe, competir, atacar y defender.
Las mujeres son fuertes, saben utilizar la fuerza con inteligencia y comprenden instintivamente que de su fuerza nacen casi todas las cosas bellas de este mundo. Los hombres somos fuertes, y vivimos la fuerza desde nuestro lado más imbécil, sacando pecho y empujando, intentando impresionarlas como gallos de pelea, mientras ellas se dejan impresionar, y, solamente algunas veces, somos capaces de utilizar esa fuerza con auténtica nobleza.
Las mujeres fueron, son y serán, siempre, el motivo y la razón para construir, amar y que los hombres intenten ser mejores personas. Los hombres estamos aprendiendo, después de veinte siglos, un poco de humildad.
Nada, repito, nada en este mundo puede compararse a la belleza del cuerpo femenino, a la cosquilla interminable de sus manos, el remanso y la paz de su vientre, el calor de sus piernas y la frontera infinita de sus labios. Los hombres lo sabemos desde siempre, y en un alarde histórico de estupidez que hoy estamos pagando, en lugar de compartir esa belleza hemos intentado poseerla.
De lo que estoy seguro, sin lugar a dudas, a pesar de tener la visión parcial del asunto que me impone mi propia masculinidad, es que celebro la diferencia – y a veces ni siquiera hace falta ser de distinto sexo, cosa que también celebro – , que es a todas luces de una riqueza incalculable, y el motivo único que nos permite, entre otras cosas, enamorarnos, pelearnos, amar, ser amados, hacer el amor, reproducirnos, disfrutarnos, buscarnos, encontrarnos, vestirnos, desvestirnos, querer estar mejor, sufrir, llorar, reír.
Es triste y habla muy mal de nosotros mismos que, a estas alturas, tengamos que imponernos leyes cortas de miras y terriblemente sexistas para poder convivir en paz, en lugar de encontrar el camino para compartir y disfrutar de la diferencia que nos hace únicos. Somos tan únicos que para respetarnos los unos a los otros tenemos que igualarnos violentamente por el artículo quince, haciendo del mundo un lugar cada vez más chato y desagradable, donde empieza a importar más la forma que el fondo, y donde tenemos tanto pánico a la singularidad que no hacemos más que igualar, uniformar y parametrizar todo en los valores medios. Nada ni nadie debe destacar, ni ser diferente, ni pensar distinto.
Yo soy un hombre. Me gusta ser un hombre, y me gustaría no tener que avergonzarme ni sentirme perseguido ni sospechoso por una condición que no elegí, pero que si pudiese, eligiría. Y como hombre, nada hay en este mundo, excepto tal vez mis hijos, que admire, adore, idolatre, disfrute y ame más que las mujeres.
Lo único que espero, más allá de leyes, ignorancias, brutalidades, machismos, feminismos, políticas sociales y demás mentecatos dedicados a embrutecernos, igualarnos y enfrentarnos, es ser capaz de enseñar a mis hijos que la diferencia es lo mejor que tenemos. No la diferencia entre hombres y mujeres, sino la diferencia entre individuos, entre cada uno de los hombres y mujeres de este planeta, y que esa matriz de diferencias nos brinda una posibilidad de riqueza humana virtualmente infinita, mucho más importante, noble y poderosa que la mezquindad con la que hemos vivido hasta hoy, y con la que seguimos viviendo, marginando, discriminando positiva y negativamente.
Porque de lo que estoy más seguro, es que solamente educando bien a los niños e este respecto, llegaremos un día, como civilización, a no necesitar de leyes y reglas absurdas y baremos para respetarnos los unos a los otros, para ser iguales en la diferencia y poder, de una vez por todas, celebrarla como se merece.
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[…] soy plenamente consciente de cuánto nos falta para hablar de plena igualdad de oportunidades (no me gusta hablar de igualdad total, porque celebro la diferencia), es innegable que hemos avanzado. Y es también innegable, como en todos los avances y cambios […]
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