web analytics

El teletrabajo del Padre de Arturito y los títulos de las películas

Trabajar desde casa es lo mejor y lo peor a la vez. Al mismo tiempo y sin paliativos. Como viene siendo habitual en las últimas décadas, la incorporación de tecnología a la vida cotidiana nos trae enormes beneficios acompañados de una ingente cantidad de desgracias subyacentes originadas por el tiempo, la energía y la imaginación sobrantes del esfuerzo necesario para ganarnos el pan, con los que muchas veces no sabemos qué hacer.

En mi caso particular, el bajo precio del ADSL, la crisis económica mundial producto de las hipotecas subprime y una tendencia difícilmente controlable hacia permanecer sentado el mayor tiempo posible, han traído a mi vida esta nueva maravilla del mundo moderno. Los beneficios son evidentes: Ahorro de tiempo, porque no paso dos horas diarias en el coche para ir y volver del trabajo, como antes. Ahorro de dinero, porque no como más en restaurantes a diario, y un consiguiente aumento del tiempo restante para dedicar a mi familia y a mis aficiones más oscuras, como la de atormentar a los internautas publicando artículos insufribles como éste.

Las desventajas, en cambio, tardan más en aparecer, son más difíciles de identificar claramente y, como la adicción a las drogas psicoactivas, son asimiladas lentamente como rasgos característicos de la personalidad, como si en vez de ser un mal hábito adquirido fuesen un mal congénito inevitable, una desgracia instalada en la tierra por un poder supremo o un mal premio obtenido en una tómbola benéfica.

Lo primero que se ve afectado es la higiene personal, sobre todo en los hombres, que tenemos una tendencia a adoptar rápidamente inercias negativas y perjudiciales para nuestro buen nombre y fortuna. Así las cosas, cuando en mayo de 2009 acepté trabajar desde casa, comencé a ver como mi impecable aspecto personal se degradaba rápidamente. Lo primero que hice fue dejar de ponerme zapatos. Como no veía a clientes ni personas respetables de ninguna clase, me parecían un accesorio innecesario para una vida cómoda, y el placer ancestral de caminar descalzo rápidamente dominó mis días. Luego, claro está y en consonancia con la falta de necesidad, dejé de afeitarme, porque para qué, total. Mis ciclos de afeitado se modificaron, de rasurarme al ras con una frecuencia de entre dos y tres veces por semana, a un podado mal hecho cada treinta y ocho días si es que me da la gana y el tiempo acompaña.

Lo siguiente fue – y en este aspecto no siento remordimiento alguno – desterrar definitivamente de mi vida a la pérfida y odiosa profesión de los peluqueros. Llevo diez meses sin pisar una peluquería, y entonces es cuando uno empieza a entender la diferencia entre dejarse el pelo largo y simplemente no cortárselo. Los primeros tienen una idea clara sobre su cabeza, mientras que los segundos tenemos un desorden incontrolado de pelo que hace su vida sin que nadie lo moleste, creciendo caprichosamente para donde le da la gana.

Pero la progresiva erosión de las buenas costumbres no se detiene ahí, porque mientras que cuando iba diariamente a una oficina era incapaz de salir de mi casa sin ducharme, y solamente me concedía un descanso uno de los dos días del fin de semana, totalizando así seis duchas semanales como mínimo, desde que trabajo en casa este fue uno de los hábitos más duramente perjudicados, reduciéndose hasta en un cincuenta por ciento. No salgo, no sudo, no me muevo, no me ensucio, ergo no me ducho, y entonces mi mujer me persigue a los gritos por toda la casa, enviándome a bañarme como a los adolescentes, pero peor, porque yo le hago menos caso.

Así las cosas, en poco más de ocho meses experimenté una metamorfosis que, en lugar de convertir a la oruga en mariposa funcionó al revés, y el destacable hombre de negocios, siempre de traje y corbata, siempre impecable, con el pelo y las uñas cortos y cuidados, ha cedido paso a un aborigen salvaje, una especie de hippie de la tecnología, sepultado e irreconocible bajo una mata de pelo descuidado y con unos hábitos de higiene y convivencia que dejan mucho que desear. Por suerte me sigo lavando los dientes.

Y desde que teletrabajo, claro está, paso mucho más tiempo en casa – a decir verdad, salgo lo imprescindible, creo que estoy a punto de sufrir atrofia muscular en el 85% del cuerpo, excluyendo las funciones motoras de los dedos (teclear en el ordenador) y del habla – y, por lo tanto, mis hijos se han acostumbrado a que estoy siempre presente, siempre encerrado en la habitación que uso de despacho. Si a eso le sumamos que los sábados y los domingos utilizo toda la mañana para escribir, la situación de uno de ellos abriendo mi puerta y recibiendo la frase: “Papá está trabajando, ve a jugar al salón” se produce un número impar de veces al día con cada uno.

Y antes de continuar, me voy a permitir una breve disgregación que viene al caso. Si bien está claro y es indiscutible que la industria cinematográfica y televisiva en España nunca tuvo nada parecido al sentido del ridículo, y desde tiempos inmemoriales encadenan una herejía tras otra en la traducción de los títulos de las películas, a veces los argentinos también nos hemos cubierto de gloria en este campo. Así, mientras la inmortal After Hour en Argentina se llamó Después de hora – traducción, a mi entender, bastante decorosa – en España la titularon “¡Jo, qué noche!” y se quedaron tan anchos. Presumiblemente fueron los mismos psicópatas que bautizaron Gustavo a la Rana René, luego de designar como Teleñecos a los Muppets y quedar impunes de tal atrocidad. La lista es interminable, pero cada vez que sale el tema, mi mujer me hace callar la boca recordándome que en la primera traducción de La Guerra de las Galaxias que se hizo en Argentina, el mítico y simpático robot R2D2 se llamó Arturito, y su dorado amigo, en lugar de C3PO fue bautizado como Citripio, debido a una horrorosa y atroz disfunción fonética de quienes tradujeron el filme. Desde que le conté esto, cada vez que me quejo de una traducción, Gloria me dice “Cállate, Arturito”, y el decoro, la ética y la vergüenza ajena me impiden seguir discutiendo.

Ahora que la familia en pleno está embarcada en el revival de La Guerra de las Galaxias, mis hijos hablan sobre ella y juegan a menudo a representar sus personajes. Tenemos un R2D2 de aproximadamente veinticinco centímetros de alto, y otro exactamente igual que no supera los ocho.

Hace unos pocos días Daniel, que apenas tiene los tres añitos, jugaba solo, como hacen los niños cuando están en su mundo y creen que nadie los ve ni escucha. Tenía los dos Arturitos en sus manitas pequeñas, e imaginaba conversaciones y situaciones entre ellos. Yo observaba, enternecido, desde el quicio de la puerta, y escuchaba sus idas y venidas. No tardó en personificarlos como “el papá” y “el hijito”. Entonces, justo en ese momento en el que empezaba a sentirme orgulloso y emocionado a causa de que incluyese a su padre en las fantasías de juego, sus dos R2D2 mantuvieron la siguiente conversación:

–          Hola Papá.

–          Hola Hijo.

–          ¿Vamos a jugar?

–          No, vete, ahora estoy trabajando.

Mi posición de convidado de piedra me había jugado una mala pasada, y no atiné más que a volverme a mi habitación / despacho invadido por mi ancestral sentimiento de culpa judeocristiana – a la que, dicho sea de paso, le importa un pito que yo me declare ateo – a sentarme frente al ordenador, sin poder evitar preguntarme, una y otra vez:

–          ¿Y no será que el padre de Arturito trabaja demasiado?


Share

Enlace permanente a este artículo: https://aprendizdebrujo.net/2009/12/20/el-teletrabajo-del-padre-de-arturito-y-los-titulos-de-las-peliculas/

11 pings

Ir al formulario de comentarios

  1. […] su lugar, nosotros tenemos un aspirador de mano, y un robot de aspiración Roomba, al que llamamos Arturito. Esta maravilla tecnológica patrulla la casa sin descanso, aspirando puliendo y barriendo, con su […] GermanyGermany

Deja una respuesta

Tu email nunca se publicará.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.