Hoy no tengo un buen día, al menos desde la perspectiva de las teclas cuadradas con las que suelo armar palabras. He visto amanecer lentamente el primer día del año, desde mi cama. En mi mesa de luz hay un reloj que proyecta la hora en números rojos en el techo al compás de mi insomnio crónico, y es como una cuenta atrás de mi obsesión, a pesar de avanzar tan lentamente. A medida que la nitidez de los números pierde fuerza, mi duermevela sabe interpretar que está amaneciendo, porque en ese estado narcótico y mentalmente inútil no soy capaz de decodificar correctamente cuatro cifras separadas por dos puntos como un momento concreto del día.
Así que me levanté de mal humor, y por primera vez en el año ejecuté automáticamente los rituales diarios de la mañana. El paso por el baño, sin detalles de interés para los lectores – quiero imaginar –, el café, encender la máquina con los ojos enrojecidos frente a la pantalla, un cigarro y entonces mi resurrección privada, íntima, la de cada día, la del primer sorbo de café con leche y la primera calada de vapor cancerígeno, la de la conciencia de mí mismo que aparece lentamente, se propaga por mis dedos y mi piel, me devuelve al mundo de los vivos.
Me puse frente a mis letras, sin lograr conectar la sinapsis en grupos de más de tres neuronas. La resaca del año nuevo, y la sensación absurda que me invade siempre en estas fechas. Desde que existe la cultura occidental no hacemos más que poner fronteras. Alambramos nuestra parcelita de tierra, amurallamos nuestras ciudades, inventamos los países, las provincias, los continentes. A todo le ponemos nombres y límites, es una afición peligrosa. Primero descubrimos algo, algo que ya estaba ahí, pero la soberbia de la especie humana se empeña en que lo que es nuevo a sus ojos debe serlo también para el mundo entero, para el universo y para la verdad. Una vez descubierto ese algo, lo encerramos en un límite real, imaginario o inevitable. Puede ser un alambre de púas, un océano o una cadena de montañas, pero cuando el límite natural no existe y el real es impracticable (no se puede alambrar un país), entonces inventamos un límite imaginario con lápiz y papel. Después escribimos las reglas para pasar ese límite, y esas reglas siempre establecen un valor de comparación. Si es más fácil cruzar ese límite en un sentido que en otro, entonces automáticamente lo que está de un lado se califica por encima de lo que está del otro, y a ninguno de nosotros se le ocurre discutir esa calificación.
Con el tiempo hemos hecho lo mismo, hemos numerado los momentos, codificado los instantes para mapear y direccionar correctamente nuestra vida, para organizar los recuerdos, para cuantificar el alcance de nuestra vida, para identificar con una coordenada universal el momento en el que sucedió cualquier cosa, el punto en el que comenzamos a envejecer, el último suspiro de los pulmones, el milagro de los nacimientos. Lo primero que hacemos cuando alguien nace y cuando alguien muere es anotar la hora, en vez de entregarnos al disfrute o al dolor.
Ayer a las doce de la noche cambió el año. Me pasa lo mismo que al cumplir años, es como obedecer una orden superior: a partir de uno… dos… tres… ¡ahora! Hay que sentirse distinto, hemos cruzado una frontera, algo se rompió, tiene que cambiar el paisaje. Es quizás el más arbitrario de los límites imaginarios que nos rodean. A partir de las doce de la noche miles de millones de personas obedecen sin preguntas, todos, sin sombra de dudas, se sienten testigos de un hito, de un momento marcado, de la magia de los contadores puestos a cero. Y lo celebramos, levantamos las copas, nos besamos, nos abrazamos, perpetuando sin dudarlo la obsesión y la estupidez humana.
Así que cuando me levanté estaba de mal humor, como decía. Seguro de haber obedecido otra vez, consciente de formar parte de un álgebra oscura que es a la vez regla y ley, indiscutible, incuestionable. Preparados, listos, ya, año nuevo.
Después de pasar noventa y tres minutos frente a la pantalla sin conseguir una sola letra coherente, transporté mi mal humor a la mesa familiar, al escenario del desayuno. Gloria y yo nos miramos con resaca, los niños alborotaban su mañana como cada día, y compartiendo unos donuts espantosos y grasientos, nos sentamos alrededor de la mesa. Y cómo no, Pablo, con su niñez fresca, con su magia infantil, con sus ojitos de chispas, acudió a mi rescate con una frase que inmediatamente no supe interpretar.
– ¿Sabes en qué época nació Jesús? En la época del dos mil cero.
Simplemente me hizo reír. Miré por la ventana y las copas de los árboles en movimiento y un cielo despejado y claro inundado de la luz mágica de invierno disiparon mi mal humor. Terminé de desayunar y volví a mi puesto de escriba aficionado, convencido de que no sería un buen día.
Y entonces la ternura de las palabras de mi hijo me invadió de pronto. Pensé que su cabecita infantil aún no consigue manejar las magnitudes de las fronteras imaginarias del mundo de sus padres. Dos mil diez años de historia judeocristiana son para él lo mismo que saber que tiene exactamente cinco años, seis meses y ocho días: nada. A veces, cuando mi hermana Florencia llama por teléfono desde Buenos Aires, y Pablo y Daniel hablan con su primo Matías, él me insiste:
– ¿Por qué no vamos a Buenos Aires esta tarde?
Y a pesar de que sé que recuerda perfectamente los últimos viajes que hicimos a Buenos Aires, por alguna razón lo que está impreso en su memoria son los buenos momentos, y no las veinte horas de ida y las veinte horas de vuelta, ni el precio de los pasajes de avión.
Descubrí, tarde y por segunda vez en mi vida – descubriendo también en el mismo momento que había olvidado la primera – que los seres humanos somos capaces de disfrutar la parte pura y dulce de las numeraciones y los rituales y las fronteras. No son solamente cosas que dividen. Mi hijo, lo que vivió anoche, no fue un cambio de año, sino una ocasión especial, en la que nos juntamos alrededor de una mesa, celebramos, brindamos, nos abrazamos, nos besamos, estuvimos juntos y nos dijimos cosas bonitas. La ocasión le da lo mismo. Le importa un rábano la diferencia entre los dos mil diez años que contamos desde un momento arbitrario. Le da igual saber que a partir de este minuto es otro año. No le importa, cuando vamos a Buenos Aires, que haya que pagar y pasar muchas horas encerrado en un avión y cruzar fronteras y sellar pasaportes. Siempre se queda con lo sustancial, con el encuentro, con las vivencias, con lo que la ocasión propicia y no con el nombre de la ocasión.
¿Por qué perdemos ese talento natural con los años? ¿Por qué él se queda con lo mejor sin ningún esfuerzo, y yo tengo que darme cuenta de eso a través suyo?
Es verdad que estamos encerrados en nuestras propias leyes. Es verdad que las fiestas de fin de año son ocasiones inventadas y vacías. Es verdad que en cada momento, en cada instante se cumple un año, dos, diez mil de otro que hubo en el pasado. Es verdad que uno no envejece a tirones una vez al año, el día de su cumpleaños, sino segundo a segundo y sin celebrarlo.
Pero también es verdad que es delicioso tener tantas excusas, tantos hitos imaginarios que nos hagan recuperar la sensibilidad, producir un momento especial y único, reunirnos, mirarnos a los ojos y decirnos que somos importantes los unos para los otros. Las fronteras, reales o imaginarias, dividen, compartimentan y nos encorsetan, pero también nos brindan la ocasión de cruzarlas juntos, de la mano, de invitar a quienes queremos a que las traspasen, y de saber siempre que, estemos de uno u otro lado de ese límite imaginario, si mantenemos nuestra piel lo suficientemente permeable, siempre habrá alguien que, con un soplo de ternura, una sonrisa o un poco de magia, nos haga darnos cuenta de que lo verdaderamente importante no son los límites, sino lo que contienen.
El año nuevo es especial, es el momento en el que cruzamos la frontera, pero lo que de verdad importa es como vivimos cada uno de sus días, y en este año que entra espero contar nuevamente con los tres pares de ojos que me marcan ese camino. Nunca puede ser malo un año que comienza así, con la inocencia y el amor de un niño marcando el camino. Y el camino no es el espacio vacío entre dos límites, no es lo que sobra contando desde la alambrada, sino la naturalidad necesaria para romperlos, para encontrar un sendero propio, para vivir con el corazón a flor de labios.
2010, bienvenido seas.
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