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Volver a la nada de los últimos veinte años

Serán los números redondos, será el cambio de década o simplemente la nostalgia tópica de los exiliados en época de fiestas, pero lo cierto es que me encuentro reflexivo, nostálgico y tanguero. Desde hace días suena en mi cabeza, en un concierto privado y silencioso, lento, eterno y soñador, con un ataque de bandoneones heridos de invierno, el tango “Volver”. Y es una tontería, porque más que en volver a alguna parte, pienso en los últimos veinte años, que según la genial pieza de Carlitos Gardel no son nada, pero irónicamente vuelven una y otra vez.

Y no es solo que vuelvan, es que los muy jodidos se encaprichan en no volver solos. Vuelven con lágrimas y risas, con aroma de arroz hervido y ojos y manos y bocas que preguntan, con amigos que están lejos o que ya no están, con amores olvidados y amores presentes, vuelven recordándome que era hijo, justo ahora que estoy aprendiendo a ser padre a medida que me equivoco. Vuelven con ira y vino y humo de marihuana, con vasos tintineando y partidas de póker bajo una luz mortecina y fichas de plástico barato, con discos de vinilo y pantallas de color ámbar, con pósters de papel pintado y memorias en sepia. Vuelven para quedarse.

Hace veinte años entraba en la década de los noventa, y aún creía que nunca iba a cumplir veinte años. Creía que el tango era cosa de viejos, y que nunca jamás me iría de la Argentina. Creía que el amor era como en las películas, y que las películas se parecían a la vida. Creía que la vida era ilimitada, que mis pulmones eran de amianto y mi estómago – plano y musculado, sin ningún esfuerzo – era indestructible. Hace veinte años creía que estaba llamado a ser un líder. Creía que mi inteligencia y mi pasión infinita tenían un destino insoslayable de tinta y papel, de tormenta eléctrica y una primavera perenne de ideas nobles.

Hace veinte años ya, y un poco más quizás, cuando la persona que soy recién empezaba a asomar del cascarón, descubrí de la mano de Pablo y Emilio, mis dos grandes amigos, el verdadero significado de la amistad masculina. No la gran amistad que narra la épica, ni la de las personas sabias que intercambian correspondencia para la posteridad y solaz de los historiadores. Ni siquiera la amistad de los adolescentes, la de darse empujones entre risas durante una noche de invierno en la entrada de un boliche. Descubrí la amistad de andar por casa, la que te hace sentirte cómodo. La amistad calzada con pantuflas y que no teme reconocer que fue ella la que se tiró el pedo. La amistad de las confesiones susurradas a la hora en la que no queda nadie más levantado, sino solamente un par de borrachos que son tan amigos que no tienen nada mejor que hacer que decirse cuánto se quieren, confesarse las vergüenzas más profundas y quejarse de sus padres y sus novias, mientras riegan el amanecer incipiente con sus propias lágrimas de sal.

Hace veinte años también – redondeando – que descubrí la piel. No el envoltorio de los homínidos, sino la superficie de intercambio con el mundo, la máxima expresión de la pequeña frontera que nos define, permitiéndonos compartirnos enteros con quien nos parezca. Descubrí la piel femenina, y que las hormonas alborotadas e impacientes, después de la urgencia de conocer y de saber de qué se trataba eso del sexo, podían y sabían, sin que nadie les enseñe, dejar paso a una emoción profunda, a un misterio oscuro de tacto y suavidad. Descubrí también, al descubrir eso, que no había descubierto nada, que no sabía nada y que tenía que aprender a invocar al silencio, para permitirme escuchar, en un susurro casi inaudible, los secretos que en penumbra cuenta la piel de una mujer cuando se la acaricia con verdadera ternura. Después descubrí también, con amargura, que el amor no estaba hecho de eso. O al menos no solamente: hacía falta entrega, corazón, humildad, complicidad y otro montón de cosas todavía más difíciles.

Hace veinte años descubrí que tenía un enorme talento para sufrir, y un pequeño montón de habilidades moderadas para dar sin esperar recibir, para la generosidad, el egoísmo, la comprensión, la lealtad, la vergüenza, el silencio, las palabras, la contemplación, la sinceridad y la mentira, y sobre todo, para admirar a personas comunes, que es mucho más difícil que admirar a los héroes y a los probos. Hace falta mucho esfuerzo para aprender a admirar el trabajo de nuestros padres, a nuestros amigos, a los viejos, a las mujeres que lo dan todo por sus hijos.

Y como parece ser que hace veinte años de todo, hace también veinte años que empecé a pensar que tenía que deshacerme de mi niño privado, de ese pichón de Aprendiz de Brujo que disfrutaba con la fantasía y la ciencia ficción, que adoraba a Batman, al Zorro, a Flash Gordon y a Spiderman, pero también a Tom Sawyer, a Sandokán, Peter Pan y La Pequeña Lulú. Hice mucho esfuerzo, hasta que lo maté sin ningún sentimiento de culpa y supe que podía dedicarme a hacerme grande. No sospechaba cuánto me iba a arrepentir, ni cuánto trabajo me costaría recuperarlo para mis hijos, de a pedacitos.

Hace la mitad de veinte años que dejé la Argentina, asustado, sintiéndome pequeño e ilusionado, en un avión que transportaba veinticinco toneladas de carne humana y tres valijas con todas mis posesiones terrenales, entre otras cosas. Tenía los sueños torcidos y la ambición a flor de labios. Tenía miedo, valentía y un puñado de cicatrices escondidas detrás de un racimo de amores muertos. Tenía quince discos de Joan Manuel Serrat y cuatro o cinco pequeñas venganzas pendientes. Tenía algunos trajes, y muchos papeles viejos llenos de letras sin sentido aparente. Tenía un tatuaje en el hombro derecho y dos cartones de cigarrillos argentinos.

No podía imaginar que, cuando hubiese pasado la primera mitad de la segunda mitad de esos veinte años, la cabecita rosada y deformada por el esfuerzo del parto de mi primer hijo haría soplar un viento fresco que se llevase las venganzas muertas, como hojas secas, ni que un llanto rojo y espeso me inundaría el pecho para reclamar el regreso al país de nunca jamás, la vuelta definitiva de todos los niños que fui, el perdón absolutorio para todos los pequeños rencores que alimentaba con paciencia. Tampoco sabía que era el primer paso de un camino de vuelta, del regreso a la primera mitad de la primera mitad de esos veinte años, el resurgir de mis palabras apertrechadas. No sabía que, al final de esos veinte años de nada, iba a tener tantos motivos para recuperar de las cenizas la mejor versión de mí mismo, que iba a mudar la piel, como las serpientes, y encontrar debajo una piel nueva, igual a la vieja, pero más sensible y mejor conservada, dispuesta a aprender nuevamente de cada contacto, de cada chispa, de cada golpe.

Y ahora que termina la segunda mitad de la segunda mitad de los últimos veinte años, entonces descubro que peso veinte kilos más, que sigo sin saber nada de todas las cosas de las que no sabía nada hace veinte años, pero en cambio aprendí a recordar que no sé nada antes de equivocarme. Y aunque veinte años no es nada, esa nada me deja entre las manos dos hijos perfectos, la mujer con la que quiero estar, un puñado de amigos de verdad, varios montones de personas a las que quiero cerca y un montón de palabras por decir.

Hace seis días que empezaron los próximos veinte años, y ahora que estoy viviendo la primera mitad de la primera mitad de esos próximos veinte años, no encuentro mejor manera de hacerlo que compartiendo con todos ustedes lo poco que aprendí en la nada de los últimos veinte años, y teniendo siempre presente que no hay mejor manera de vivir que con el alma aferrada, pero no solamente a los dulces recuerdos, no solamente a las lágrimas, sino a lo que viene, a lo que hacemos venir con nuestra energía, con nuestra pasión, con nuestras ideas y nuestras palabras.

Los reyes me trajeron una letra de tango con música de Rock & Roll, ejecutada por una orquesta sinfónica, con coros guturales de conjunto de Gospel y estética Pop, y a pesar de que las partituras están amarillentas y ajadas, son vigentes y frescas, y más allá de la absurda mescolanza, la música resultante suena maravillosamente bien, es dulce y profunda, y hace que sea imposible no sentirse lleno de optimismo.

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    [..]Articulo Indexado Correctamente[..]… United StatesUnited States

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