Mi casa está repleta de pequeños escondites invisibles, habitados silenciosamente por objetos inocentes, ignorantes de ser escondidos. Y es que las personas escondemos cosas constantemente. A veces, sin intención, protegiéndolas de nosotros mismos, del paso del tiempo y de los errores involuntarios de la memoria, y otras, directamente sin darnos cuenta. Escondemos cosas importantes, cosas que creemos que serán importantes y que al encontrarlas, años después, ni siquiera recordamos qué eran, y cosas insignificantes que ni siquiera pretendíamos esconder.
Mi casa está repleta de fantasmas ocultos, trampas del recuerdo que esperan, agazapadas, para aparecer cuando uno menos se lo espera. Un día cualquiera abrí una cajita de cartón en la que tengo cosas que siempre estoy por revisar, y encontré una vieja billetera en desuso, repleta de papelitos, entre los que aparecieron, sin piedad con mi nostalgia, un billete de un Real brasileño que me regaló mi hermano Sergio en 1991, un boleto de tren que en su día me debe haber llevado a algún lugar importante, pero no recuerdo dónde, ni por qué era importante, y un ticket de acceso al mirador de las torres gemelas en febrero del año 2000, entre otras cosas pequeñas, castigadas, que de golpe y sin previo aviso pueden cobrar un significado tremendo y brutal, o transformarse simplemente en basura pendiente de tirar.
Entonces pensé que son como pequeñas trampas que uno va dejando para sí mismo, a ver si algunos años más tarde encuentra algo que le haga llorar o reír, un indicio, una pista que permita recuperar un sentimiento intenso, un perfume lejano, una historia impregnada de olvido o una emoción sincera. Otro día abrí un libro que tengo desde los 12 años, y que releo con cierta insistencia, y encontré una nota escrita primorosamente con letra femenina. No sé de quién es, ni de qué año, ni por qué me la escribieron. Ni siquiera recuerdo si me alegré al recibirla, pero al leer esas palabras escritas con letra de adolescente, una sensación fugaz pobló mi pecho. Y es que hace muchos años, alguien pensó en mí, quiso decirme algo, me regaló un puñado de palabras. Es una tontería que se repite infinidad de veces en la vida de una persona, sin que le demos mayor importancia, pero por alguna razón, esa vez quedó el papelito, detenido para siempre entre las páginas, nada menos, que de Cien años de soledad.
Y están también los escondites cotidianos, inocentes y arbitrarios. A veces, preocupado porque acabo de utilizar las últimas tres cucharadas de azúcar, y el frasco de vidrio para rellenar el azucarero está vacío, le digo a Gloria: “Hay que comprar azúcar”, y entonces ella, en unas décimas de segundo repone la que había en el frasco de reponer, abriendo un paquete que saca de uno de sus tantos escondites domésticos. “¿Donde estaba?”, pregunto, sorprendido. “Donde va el azúcar”, responde, enigmática, cobrándose una pequeña y justificada venganza porque yo no sé dónde va el azúcar. Entonces salvo las apariencias diciéndole: “Cómo te gusta acovachar cosas. Me lo escondés todo.” Ella se ríe y niega con la cabeza.
En el fondo, lo ridículamente inverosímil, además de que en casa tengamos un lugar donde va el azúcar, y otro donde van los frutos secos (que tampoco encuentro nunca), es que aunque convivimos en el mismo espacio, en escasos noventa metros cuadrados, desde hace varios años, las mismas cuatro personas, cada uno de nosotros tiene lugares, recovecos, porciones de estantes, áreas de cajones, que son, para quien los utiliza, parte habitual de su rutina, y para los demás, escondites oscuros e inaccesibles.
Mi casa, y cualquier casa en la que vivan dos o más personas, tiene cientos, quizás miles de rincones, lugares, coordenadas invisibles en las que cada uno de sus habitantes guarda algo que, sin haber necesariamente sido guardado con intención de ocultarlo, queda escondido a los ojos de los demás, a pesar de resultar estúpidamente evidente para el “guardador”, a pesar de estar, increíblemente, a la vista.
Intentando atrapar mi sorpresa hasta el final, perseguí el razonamiento por túneles oscuros, y me di cuenta de que no solamente mi casa está llena de pequeños escondites, sino también mi memoria, la de mi mujer y la de mis hijos. Estamos llenos de infinitos fragmentos, retazos de situaciones, información y datos que, por pequeños e irrelevantes que sean, nos componen, son fundantes de lo que somos, constituyentes. A veces, sin darnos cuenta, rescatamos uno de esos pequeños fragmentos, durante una conversación casual, y entonces nuestro interlocutor se sorprende. Con los niños resulta más evidente, porque no tienen ninguna razón para creer que sus padres no saben lo mismo, exactamente, que ellos. No son conscientes de tener sus propios escondites, pequeños, tiernos, con olor a pañal.
Mi hijo Pablo, que es una verdadera Caja de Pandora (seguramente igual que todos los otros niños de su edad, pero la diferencia es que él es mi hijo), ostenta un dudoso récord de masticabilidad. Desde siempre le ha costado masticar. Se le hacen las famosas “bolas”. Al principio era, sobre todo, con los cárnicos, que se le atragantaban. Luego sumó las pastas, los farináceos y los alimentos con fibra. Después, y sin ir en desmedro de lo ya dicho, incorporó algunos purés y los yogures, que es capaz de masticar durante cuarenta o cincuenta segundos antes de tragarlos. Lo último, la semana pasada, es la sopa. Créanme, es atrozmente desesperante observar a una persona masticando sopa por espacio de un minuto antes de tragarla. Irritado, le dije:
– Pablo, entiendo que tengas dificultades con la carne y las salchichas. Hasta puedo llegar a entender que mastiques el yogur. ¿Pero la sopa? La sopa no se mastica, hijo. Traga de una vez.
Él, que otra cosa no, pero los gestos y las expresiones los tiene muy por la mano, se concentró en acabar de masticar a conciencia la cucharada de sopa que tenía en la boca, mientras con la mano me hacía el gesto de “espera”. Tragó, despacio, y abriendo ambas manos en un gesto de fatal incomprensión hacia su persona, arqueando las cejas y expresando sufrimiento y congoja, me reveló uno de sus escondites secretos de niño. Con cierto grado de culpa hacia mí por mi conocida afición a la ingesta de cadáveres, se confesó sin tapujos:
– Papá, es que tú no lo sabes, pero yo soy herbívoro.
Rápidamente y conteniendo la risa, revisé el manual de usuario que me dieron con el niño cuando lo retiramos del hospital en que nació, pero no venía nada sobre hábitos de alimentación absurdos, así que me limité a explicarle su omnivorez, guardándome en uno de mis pequeños escondites, para abrirla en el futuro, la pureza y la inocencia de su confesión.
Aprendí, una vez más, de mis hijos, que uno comienza a esconder antes que a caminar, pero no a esconder con intención, sino a guardar cositas en rincones. Y lo hace durante toda la vida. Cada palabra, cada pensamiento, cada sentimiento, espera en su rincón, pacientemente, hasta que aparezca la persona adecuada, en la situación propicia. Entonces, una confesión inoportuna la alivia para siempre del olvido de su encierro.
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