A nosotros nos encanta robar objetos de culto. Que se me entienda bien, no somos ladrones ni muchísimo menos. Ni siquiera cleptómanos de poca monta. Simplemente disfrutamos de pequeñas actividades de latrocinio inofensivo, y siempre siguiendo unas estrictas normas éticas y de conducta:
– La víctima del hurto es indefectiblemente alguien que no sale perjudicado económicamente.
– Los objetos sustraídos nunca nos proporcionan valor monetario, sino sentimental o espiritual.
– No lo hacemos por diversión o por deporte, sino cuando está especialmente dotado de significado.
Sin ir más lejos, recuerdo un caso que ejemplifica perfectamente el mensaje que nos daban mis padres al respecto. Siendo niños, digamos de siete y nueve años, un verano estábamos mi hermano y yo jugando en la plaza frente a nuestra casa. Vivíamos en una planta doce, desde la que se dominaba perfectamente toda la plaza, incluyendo la calle que había detrás y el frigorífico que estaba cruzándola. Precisamente en esa calle, estacionó un camión cargado de naranjas. Miles de ellas. Sobresalían las naranjas por la caja abierta del camión. El chófer, tranquilo, se metió dentro del frigorífico. Mi hermano y yo no resistimos la tentación de hacernos con algunas naranjas, así que allá fuimos, con la mala suerte de que mi padre lo presenció todo desde nuestro balcón. Cuando volvimos a casa estaba hecho una furia. Pero no de gritarnos, ni de castigarnos. Estaba dolorido y decepcionado. Nunca olvidaré su cara de tristeza mientras nos decía:
– Niños, ¿yo les enseño eso? ¿Yo les enseño a robar?
– Pero papá, son tres naranjas.
– Me da lo mismo, es un pobre trabajador que es responsable por lo que lleva.
Creo que nunca hasta entonces había sentido tanta vergüenza de mí mismo – aunque, por supuesto, la vida se encargó de proporcionarme en el futuro un sinnúmero ocasiones para superar ampliamente ese sentimiento de vergüenza, con razones bien distintas, variopintas y dispares –. Prometimos no volver a hacerlo y el incidente se saldó sin más castigo que un larguísimo discurso sobre la honradez, el trabajo y lo que cuesta en esta vida ganarse las cosas. Aprendimos la lección: robar está mal.
Pocos años más tarde, sin embargo, un episodio aislado nos brindó un mensaje ligeramente distinto. Era una época en la que no estábamos especialmente bien de dinero. Un empresario adinerado encargó un trabajo a mi padre, y jamás le pagó. Era bastante dinero. Mi madre era la especialista en esos casos. Recuerdo escuchar las largas conversaciones telefónicas durante las que ella perseguía al moroso: “Yo tengo cuatro hijos, Frasca, necesito cobrar”. Hizo de todo: lo volvió loco por teléfono, se le plantaba en la sala de espera de la oficina, durante horas, leyendo un libro, a pesar de que su secretaria juraba que no estaba, lo llamaba por la noche y creo que hasta le practicó hechizos de magia negra y vudú. Hizo de todo, pero el tipo no pagó. Él vivía en un edificio muy fino de la calle Arroyo, en el barrio de La Recoleta de Buenos Aires. Cuando mi madre se dio por vencida y supo que no cobraríamos la deuda, compró un bote de aerosol negro y se introdujo subrepticiamente en el edificio una madrugada de un día de semana. Pintó el espejo y las paredes del hall del edificio con letreros de denuncia: “Frasca es un moroso. Frasca no paga sus deudas”. Además, subió al ascensor y, deteniéndolo entre dos plantas, con un destornillador quitó la placa circular de acero esmaltado que enseñaba el número de piso y pintó más carteles en su lugar. Regresó a casa satisfecha y con el número cuatro y el catorce pintados en sendos discos esmaltados, de veintidós centímetros de diámetro, que pasaron a decorar las puertas de nuestras habitaciones. Todos nos sentimos orgullosos de ella: no era un robo, era justicia simbólica.
Los años continuaron pasando, y mi hermano – el mismo de las naranjas, pero como tengo tres hermanos varones dejaré su nombre en el anonimato – y yo comenzamos a desarrollar un gusto desmedido por la lectura. Si bien en casa nunca faltaron libros (siendo mi padre impresor de ellos y gran lector los teníamos a cientos, sino miles), no eran suficientes para saciar nuestra voracidad. El dinero, fiel a su forma de ser, también escaseaba por entonces. Mi hermano, mucho más osado que yo, desarrolló cuidadosamente una depurada técnica de apropiación indebida de libros, que consistía básicamente en entrar a una librería (escogía las más grandes, las que tenían diez sucursales, las de los libreros poderosos, nunca las chiquitas y humildes), ponerse a hojear un libro distraídamente y salir del local caminando con el libro abierto en las manos, leyéndolo con una cara de tonto a prueba de balas. Sé que parece increíble, pero jamás lo atraparon, y en pocos años reunió una biblioteca de varios cientos de volúmenes confiscados a los más selectos libreros de Buenos Aires. Evidentemente, tal furiosa actividad de acopio de libros era imposible de ocultar en casa. Si bien mis padres cumplían su rol de reprenderlo severamente cada vez, lo cierto es que hoy, en retrospectiva, creo que preferían que robase libros y no cualquier otra cosa. Era para cubrir una necesidad real: no hubiésemos podido comprarlos.
Todo esto que relato es para explicar que las cosas estaban muy claras. Robar no estaba permitido, era un acto repulsivo y condenable sin miramientos. Sin embargo, conseguir determinadas cosas al filo de lo que está bien y está mal era tolerable hasta cierto punto. Nunca fuimos más allá. Siempre nos quedamos en eso: libros, y algunas veces ceniceros y otros objetos simbólicos como recuerdo de viajes o noches especiales en alguna parte. Esto es así a tal punto que, a día de hoy, soy terriblemente escrupuloso en cuanto a estas cosas. Soy de la clase de personas que, si le dan mal un vuelto inmediatamente rectifica, sin pensarlo. Soy incapaz de quedarme con algo que no es mío, y eso no es casualidad. Y viene a cuento porque hace pocos días, comiendo en un restaurante de Madrid que disponía de vajilla especialmente bonita, me dieron ganas de llevarme algo de recuerdo (aunque no me animé), y entonces rememoré una noche mágica, a mediados de los noventa.
Mis padres ya estaban separados, pero reinaba un buen clima, así que habíamos ido a cenar todos juntos a un restaurante bonito de Buenos Aires, llamado “Pichuco”, en homenaje al gran bandoneonista y compositor. Los platos y ceniceros estaban primorosamente decorados con una guarda roja y un bandoneón. Como era una gran ocasión – no recuerdo cuál – bebimos vino tinto. Mi madre no se emborrachó porque las madres, al igual que los políticos y los ricos, no se emborrachan sino que se ponen alegres, a menos que estén al borde del coma etílico, en cuyo caso el estado de embriaguez es innegable. Yo sí que estaba un poco borracho, así que, terminados los platos principales, le dije a mi madre, que estaba sentada a mi lado: “¿Viste qué lindos son los platos?”. “Preciosos” – me dijo – “¿querés uno?”. “Claro”, respondí. Entonces, muy elegante ella, repasó el local con la vista, desplegó una servilleta, envolvió el plato sucio y lo metió en su bolso. Mi padre abrió los ojos como dos gongs, lanzándonos un dardo envenenado con la mirada y reprobándonos calladamente. Reímos, obteniendo la inmediata complicidad de mis hermanos. “¿Otro?”, pregunté. Así fueron a parar al bolso de mi madre otro plato más, dos platos de postre, una cucharilla, un cenicero y una copa, entre risas y una tremenda habilidad para el disimulo.
Cuando la adrenalina nos bajó un poco, encendí un cigarrillo. Evidentemente la mesa ya no disponía de cenicero, así que, cuando el camarero se acercó, le pedí, con la absoluta corrección que nos caracteriza:
– Perdone, ¿me puede traer un cenicero, por favor?
El hombre sonrió torcido, y haciendo una imperceptible reverencia respondió:
– Cómo no, ¿es para llevar?
No pude contestar, porque tuve que concentrar todas mis capacidades neuromotoras en contener la risa y esquivar la mirada reprobadora de mi padre, pero he de decir que a día de hoy conservo el cenicero, al que le tengo un especial apego y cariño. Por supuesto, aprendí la lección, y ya tengo preparadas en mi garganta las palabras que les diré a mis hijos, en el caso improbable de que alguna vez sientan tentación de apropiarse de lo ajeno: No robarás.
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[…] de la nuca para bañarla, comer la carne con pan – parece ser que así es más digestiva – o a no quedarme con los vueltos. Otras, sin embargo, resultaron fundantes de la persona que soy, erigiéndose en verdaderos […]
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