Mi furia está hecha de pedacitos de caparazón de bicho bolita. Puede cerrarse sobre sí misma para volverse impenetrable, ciega y sorda, o puede abrirse despacio y con cautela, exploradora, curiosa, lenta y precisa. Nos llevamos bien. Ella permite que yo la convoque a un sueño cómodo y letárgico cada vez que necesito cumplir con mis obligaciones, ver un noticiero o comprar regalos de navidad. Yo le permito que se asome por las noches, sigilosamente, haciendo trizas mi sueño con sus pequeñas tenazas de acero inoxidable. Ella no me deja dormir, mientras daña suavemente el edificio de verdades absolutas que oculto bajo mi cama. Primero desgasta un poco la democracia representativa, riéndose de la farsa indignante de trescientos cincuenta tipos disfrazados de guardianes de la libertad, que debaten sin intención de debatir, acuerdan sin intención de acordar, y se tapan unos a otros las vergüenzas después de repartirse las migas del banquete del Estado de Bienestar. Después destruye una parte de la sociedad occidental y cristiana, metiendo el dedo en la llaga de los fanatismos religiosos, cuando el muerto se ríe del degollado mientras los blancos, horrorizados durante las procesiones de semana santa, se flagelan unos a otros con látigos de papel, al mismo tiempo que, con la boca torcida, acusan de fanáticos a los moros, de caníbales a los negros y de ladrones a los gitanos.
Entonces le suplico que me deje dormir. Un dolor de cabeza me nubla la vigilia y siento en los huesos un dolor de podredumbre. Ella me recuerda la media docena de pactos que nos hacen posible convivir, y con sus mandíbulas de acero comienza a masticar la educación que le estamos dando a nuestros hijos, el mecanismo artero con el que perpetuamos el giro de los mismos engranajes de siempre, el puñado de valores siniestros que, mezclados entre dibujos de mariposas y barriletes de colores les inoculamos inocentemente, sin perfidia. Me quejo. Me quejo porque amo a mis hijos, porque los envío a la escuela por su propio bien, porque jamás les haría nada malo. Mi furia ríe. Ríe y me dice que los mando a la escuela por la misma razón que a ella no le permito vivir a flor de piel: para ser aceptado socialmente. Me quejo nuevamente. Entonces ella vuelve a reír, esta vez con sorna y desprecio.
Decido no escucharla más, y me giro para dormir. Pero ella maneja los hilos de mi insomnio, y le gustan los golpes bajos. Hunde sus pinzas metálicas en los beneficios multimillonarios de la banca en época de crisis. No respondo, así que retrocede y vuelve a la carga con la desforestación del amazonas, con la prostitución infantil, la pobreza y la gente muriendo mientras intenta llegar a las costas de Europa a bordo de embarcaciones de cartón. No es posible llorar dormido, y mucho menos haciéndose el dormido, así que cuando mis lágrimas son evidentes y mojan la almohada, le suplico que me deje dormir, le digo que yo soy uno solo, que no puedo hacer nada, que mis armas son demasiado pequeñas para confrontar tanto dolor. Ella, por toda respuesta, empieza a corroer las treinta y siete pulgadas del marco de mi televisor de plasma, mientras con una mirada furtiva me acusa de pactar con dios y con el diablo.
Mi furia está hecha de vergüenza y de anestesia. Tiene instalada en sus ojos la mirada suplicante del hambre y lágrimas vidriosas por el frío. Tiene las manos lastimadas de escarbar, los pies llagados de caminar descalza y el cuerpo marcado de heridas profundas. Tiene el vientre hinchado y un aliento fétido de despojos y musgo tierno, mohoso, avejentado. Yo la disfrazo, le pongo trajes invisibles, la visto de seda, le lavo los dientes con desesperación cuando nadie me ve, e intento curarle las heridas de la piel aplicándole emplastos mágicos que hago con los recibos de las donaciones anuales a Unicef, mezclados con la sombra de la ropa que dono cuando ya no la uso, hervida en un caldo infame de agua potable.
Últimamente, sin embargo, nada da resultado. Ya casi no intento dormir por las noches, y nuestro acuerdo de permutar sueño por perdón parece no tener vigencia. Ya no tengo sueño suficiente para pagar su silencio y cada vez me importa menos no saber ocultarla. Ya no la mando a su escondite cuando tenemos visitas en casa, ni le prohíbo pasearse frente a mis amigos, desaliñada y con la bata de andar por casa, con los ojos rojos y los labios agrietados, lastimados por las palabras que no dice. Ya no la intento callar cuando me susurra verdades en las largas horas de penumbra, impidiéndome escuchar la respiración tranquila e inocente de mis hijos, que duermen en la habitación de al lado. Ya no la reprendo cuando hace pedorretas de burla histriónica mientras el presentador de las noticias explica que durante una nueva cumbre de países del primer mundo se tomarán medidas contra el calentamiento global. Ya no compro su silencio con los ahorros de mi paz.
Mi furia ha alcanzado su metamorfosis. Las pústulas de su piel han reventado, y su crisálida pegajosa y maloliente se desprendió en medio de una noche más de insomnio y guerra pura, se cayó entre las palabras muertas que tapizaban el suelo, desintegrándose, evaporándose lentamente con un siseo ofidio y sibilante.
Mi furia está hecha de sangre y de pasión. Está hecha del Aprendiz de Brujo que tenía veinte años y un mundo por cambiar. Mi furia tiene los brazos fuertes y las piernas musculosas. Tiene en la mirada la luz de mis hijos, en sus labios los de mi mujer, y en la entrepierna mi pulsión vital. Mi furia tiene en el vientre el rugido renacido de tambores de guerra, tiene el pelo largo y limpio, y huele a sudor fresco, animal y humano. Se levanta por las mañanas y desayuna mensajes de auxilio, pedidos de dolor y una taza de vapor de azufre. Después hace ejercicio, tritura los periódicos del día, a dentelladas, uno a uno, justo antes de apartar las nubes con sus propias manos, para permitir al sol rozar suavemente la piel de mis hijos. Los lleva a la escuela, de la mano, cantándoles canciones de revancha, y los trae de vuelta por la tarde, acunándolos en sus brazos, y recitándoles en secreto sus recetas de rebelión.
Mi furia está soliviantada. Me pide que descanse por las noches, y que me enfurezca durante el día, que no permita, que proteste, que pelee, que regrese a la trinchera en la que nací. Echa fuego por la nariz, y puede levantar un sofá con el dedo meñique de la mano izquierda. Respira, con un viento fuerte y refrescante, que purifica el aire de mi casa con una ligera fragancia de lavanda y jazmín. Tiene una sonrisa torcida e irónica, pero franca y apertrechada tras dos hileras de colmillos blancos, de tiburón hambriento. Tiene cuerpo de contrabajo, piel de tambor y su pecho es como la caja de resonancia de un piano de cola. Tiene un dolor profundo y cultiva sin secretos una rabia nueva, con la que planea rescatarme.
Mi furia está hecha de ternura. Está protegida por los bracitos de mis hijos, alimentada por el sonido de sus voces, convencida de su razón de ser a través de los juegos, de las miradas, de las mañanas en las que ellos, con sus vocecitas infantiles despiertan al sol, convocándolo al salón de mi casa con un sortilegio de pasitos rápidos y suaves. Mi furia está hecha de ideas, de pequeñas certezas y grandes y continuas decepciones. Mi furia está impresa en mis manos, impregnada en mi piel.
Mi furia está hecha de palabras. Pero no son palabras comunes. Son palabras que hablan de hacer algo, por pequeño que sea, para transformar un poco el mundo. Son palabras que se gustan a sí mismas, que suenan y resuenan, que quieren pedir justicia. Son palabras que se aferran a las personas, que intentan, desesperadamente, que aunque sea por una vez, no se las lleve el viento.
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