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Sobre la amistad, justo después de regresar

No sé si es la tan mentada madurez, o si se trata de las pequeñas traiciones, cada vez más frecuentes, del cuerpo maltratado, o simplemente de los primeros avisos tempraneros que nos envía la posibilidad, cada vez menos lejana, de morir algún día; pero lo cierto es que cada vez duermo menos. Aquél placer inconmensurable de acostarse a las siete de la mañana, con los músculos doloridos de tanto bailar, el estómago en un puño de tanto beber y los pies doloridos por el exceso de actividad, para dormir sin interrupción hasta las seis de la tarde, y que pensaba que ya no era posible a causa de la paternidad, resulta que no es posible porque me despierto con el día, cuando la luz rompe la noche, en secreto, al otro lado de la cortina pesada que intenta protegerme de todo un mundo ahí fuera.

Y el primer amanecer en México no fue una excepción.

A pesar de estar con el reloj mareado, los ritmos corporales alterados por nada menos que siete horas de diferencia y las emociones alborotadas por los encuentros, el primer sol del Caribe me encontró abriendo los ojos bajo un aplastamiento de cansancio, un hormigueo reptando por las piernas y la cabeza como si me hubiesen dado un mazazo. Llegué – el segundo de los tres amigos en pisar territorio Mexicano – la noche anterior, a medianoche. Me acosté tarde, biológicamente perjudicado por veinticuatro horas de transporte, y abrí los ojos sin piedad a las siete y quince minutos de la mañana, creyendo que estaba a punto de morir de cansancio.

Entonces salí al patio, y descubrí una tormenta tropical de gotas gordas, limpias y grandes, que salpicaban con generosidad y salud al impactar contra las hojas de las plantas, grandes como orejas de elefantes verdes que no saben volar, dormidas y frescas. Era imposible negar la evidencia de la vida, frente a la frondosidad y los sonidos líquidos de la lluvia. Insectos desconocidos, grandes como almendras, zumbadores y caprichosos, se sacudían las gotas de las alas revoloteando por el aire, bajo unas nubes desacomplejadamente grises y plomo. Me senté a contemplar el escenario insultantemente abundante, desproporcionado, claramente americano, encendí un cigarrillo y pensé que tenía la fortuna de estar en uno de los pocos lugares de la tierra en donde la naturaleza continúa siendo más próspera que la especie humana.

Y el Caribe es como una mujer joven, de piel dorada bañada por el mar, seductor y ligeramente caprichoso, cambiante. Te inunda de luz y alegría tan pronto como te sepulta bajo una tormenta vengativa y noble, que se disipa rápidamente con un perdón redentor y un reencuentro. Un soplido vivo separó el cielo en dos partes distintas, y se llevó el plomo pesado de las nubes bajas como si fuesen juguetes de papel, instalando en su lugar un sol redondo y grande, protector, alegre, que parece estar más cerca de la tierra que en ningún otro lugar de los que he estado antes. Nos trasladamos desde la ciudad a un Resort, en donde nos reunimos con el mosquetero que faltaba, acabado de aterrizar, y pudimos al fin darnos un abrazo a tres bandas con el equipo completo.

Nos recibió en un mostrador un personaje simpático, orgulloso de estar allí mismo en ese momento, y nos dio la bienvenida al escenario perfecto para la industria de la felicidad alquilada. El hotel ocupaba un solar de un par de kilómetros cuadrados, con edificios repartidos, separados entre sí. Una arquitectura claramente Mexicana, de casas bajas, con balcones y arcos de medio punto, rodeadas de jardines cuidados, y una exagerada profusión de piscinas y restaurantes anticipaban el acceso a una playa extensa, de arena blanca y fina, llena de personas mostrando una diversión prefabricada, exagerada, ineludible, con el vaso infaltable en la mano y nachos con guacamole.

El personal del hotel estaba en todas partes, siempre amable, siempre simpático, siempre sonriente, y sin exagerar. Lo justo. Era sorprendente ver a cientos (muchos cientos) de personas masacrarse bajo un sol poderoso, regándose los tractos digestivos con alcohol abundante durante todo el día, y atentos permanentemente a las instrucciones de la tripulación, que les enseñaba en cada momento lo que debían hacer para divertirse.

Mientras tanto, nosotros tres, atípicos en ese contexto, – no éramos ni una familia con tres hijos, ni un matrimonio mayor de vacaciones ni una parejita de recién casados –, esquivando el poder solar, pálidos y completamente reencontrados. Buscamos los rincones de brisa fresca, el amparo de las sombrillas de paja, el cobijo de las tumbonas azules, el sonido del mar y los caprichos del clima, y entonces, sabiéndonos privilegiados, con tranquilidad y tiempo por delante, volvimos a encontrarnos. Esta vez no en el calor del abrazo del primer instante, ni en el entusiasmo y la incredulidad de haber podido hacer el viaje, sino en el remanso de lo auténtico, en el placer de conversar escuchando de verdad, y sabiéndonos escuchados. Destejimos nuestras tramas, deshicimos los complejos laberintos de frases hechas que suelen protegernos, aislando lo que verdaderamente nos ocurre del mundo real, y supimos llegar al fondo de cada uno de nosotros. Nos desprendimos de las cáscaras de huevo, de la resaca mineral de las ciudades, del estrépito cotidiano de la vida diaria, del mascarón de proa de las rutinas personales, de los artificios habituales para conjurar el miedo. Aunque estaba escrito en el guión antes de partir, sigue sorprendiéndome que tan cerca de los cuarenta, continuemos siendo capaces de ofrecernos sinceridad total, encuentro, respaldo, y lo más importante de todo, una opinión comprometida, una posición física que puede resultar chocante, dolorosa o cruel, y que por eso mismo solamente puede tener lugar entre grandes amigos.

Cuando tres tipos son tan descarnadamente amigos, cuando se quieren como la mayoría de los hombres no se atreven a decirse que se quieren, entonces el diálogo es diferente. No hay espacio para frases de consuelo. No se puede decir “estoy seguro de que todo va a ir bien”, o “vas a ver como no pasa nada”. La mínima justicia que exige ser capaz de la amistad de hombre a hombre, es tener los hígados suficientes para decir la verdad, para poner el dedo en la llaga con buenas intenciones, y para escucharla, también, sin sentirse agredido, sino agradecido por recibir un martillazo en la frente, una verdad desnuda y dolorosa que solamente es saludable y generosa en boca de un amigo verdadero.

Y hubo tiempo para todo. Pudimos salir de bambalinas, de la zona donde todo es feliz y luminoso, y pisar unos metros cuadrados de México auténtico, donde además de turistas hay pobreza y hay dolor. Pudimos ver que, aún cuando no están trabajando para decirles a los turistas cómo ser felices, los Mexicanos conservan su sonrisa repleta de dientes blancos, y tienen escrito en la piel el orgullo histórico de sus antepasados nobles, de su gente auténtica, de una cultura densa y compleja, que a pesar de los años de invasión y expropiación a manos blancas, conserva intacta su altivez, su dominio celeste, su sabiduría profunda, su religión sin complejos, donde los dioses sanguinarios y los festivos son amigos y se dan la mano. Pudimos ver ruinas Mayas, y lamentar con vergüenza el poco respeto del hombre blanco por su grandeza. Pudimos ver casas de caña y paja, donde la gente duerme colgando hamacas. Pudimos leer los letreros inverosímiles de negocios disparatados que funcionan en domicilios particulares, donde la vida y el comercio se mezclan con el amor y la siesta. Pudimos reconocer que hay otras maneras de vivir.

Y pronto el tiempo se acabó, tuvimos que deshacer lo deshecho, y rehacer las armaduras calcáreas que usamos para la vida diaria, dejando, eso sí, despejado, el espacio de piel necesario para el reencuentro con los hijos, con la mujer, con las sábanas propias, con nuestra casa.

Nos despedimos lentamente, satisfechos, recuperados, reconstituidos, sabiendo una vez más, de primera mano, que somos capaces de una amistad sin fronteras, que no nos hace falta nada más que respirar para querernos estrepitosamente y sin condiciones, que los amigos forman parte de la salud, y que pondremos sobre la mesa, las veces que haga falta, nuestra sangre, nuestro orgullo y nuestros cojones, con tal de repetir el encuentro, de traicionar una vez más la dinámica del olvido, de recuperar los comodines de la suerte de nuestras mangas, y jugar con ellos la partida definitiva, la de vivir la vida con amor.

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