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El Aprendiz de Brujo y el Arte de la Conversación

Muchos en mi círculo de relaciones personales más cercanas se atreven a señalarme como ligeramente maniático, o hasta definitivamente obsesivo compulsivo (ver post ¿Maniático yo?). Mi mujer, incluso, me acusa – injustamente – de ser como Sheldon Cooper. Sin embargo, y aunque a efectos de hacerlo constar frente al mundo en general y frente a mis amigos, familiares y conocidos en particular, niego rotundamente cualquier posible parecido con el protagonista de The Big Bang Theory, he de reconocer que, aunque en cantidad menor, algunos rasgos característicos sí que se dejan adivinar en mi personalidad. Ciertas manías excesivamente geométricas, algunos ligeros trastornos de índole alimenticia, una estética levemente freak, un prisma excesivamente científico para entender e interpretar el mundo, y una profunda pasión – que ya no me molesto en esconder – hacia Star Wars, Batman, Spiderman y demás exponentes de la ciencia ficción moderna y los cómics clásicos.

Pero seguramente en lo que más me parezco al simpático personaje ya mencionado, es en ostentar una intransigente, exagerada e imposible de ocultar intolerancia hacia los homo-habilis que muestran ciertos rasgos de falta de relieve emocional, baja profundidad en las relaciones humanas y proverbial falta de respeto hacia sus interlocutores.

Y es que, cada vez con más frecuencia (no sé si me hago viejo, si mis rasgos maniáticos crecen, o si el mundo simplemente empeora constantemente) detecto personas con profundas dificultades para mantener una conversación social. Lo primero que detecto, es que en el contexto de conversaciones grupales, de naturaleza de por sí complicada para seguir e interactuar si los componentes del grupo no hacen gala de cierta organización matemática para ceder el turno de locución a quien corresponde, o, en su defecto, a quien está emitiendo la información estéticamente más interesante, hay siempre un componente del conjunto que no parece advertir que debería cerrar su flujo informativo en pos del bien común. De forma natural, lo que suele suceder es que el grupo continúa su conversación, incorporando el discurso de la persona en discordia al ruido de fondo. Pero en estos casos suele suceder que la cercanía de esa persona a la mía es inversamente proporcional al interés que me despierta la conversación principal, y la capacidad de esa persona para encontrar mi mirada y hablarme solamente a mí, excluyéndome del grupo violentamente y contra mi voluntad, es directamente proporcional a dicho interés.

La segunda observación que me surge a raíz de esto mismo es que, como interlocutor, en esos momentos en que una conversación menor, escindida de la conversación principal, me aparta trágicamente de la corriente central, no tengo un valor intrínseco. No soy la razón de la conversación. La persona que me está hablando no quiere comunicarme algo, sino que me necesita como excusa para decir lo que sea que quiere o necesita decir. No le importa mi opinión sobre lo que dice, ni transmitir un mensaje. Ni siquiera saberse escuchado. Solamente necesita emitir un discurso frente a alguien que aparentemente escucha.

Normalmente, el discurso del disidente suele ser un chorro de caudal constante de trivialidades sin sustancia ni cohesión interna, que sincroniza a la perfección las pausas para respirar del emisor con los gestos de asentimiento del receptor, aplacando inmediatamente y sin piedad sus patéticos intentos de meter baza. No hay intercambio. No se produce comunicación.

Amén de que admito la posibilidad, de por sí remota, de que yo sea en extremo sensible a este tipo de interlocuciones, e incluso quizás demasiado quisquilloso al respecto, y siendo perfectamente consciente de que parece una queja fútil, deslucida y un punto maniática, me preocupa profundamente el tema, porque detrás de él existe una reflexión posterior.

La necesidad incontrolable de emitir información sin ton ni son, sin esperar respuesta, sin recoger feedback, sin recuperar del otro el reflejo de lo que una persona dice, me parece una tristísima metáfora de soledad. Creo que la capacidad de conversar, junto con los pulgares opuestos, es el principal rasgo de humanidad del que disponemos. Definitivamente es el canal conductor, la herramienta principal que tenemos para transmitir y recoger emociones desde y hacia el mundo que nos rodea. Es la piedra angular que nos diferencia como individuos, nos permite reconocernos entre otros tantos, y elegir de entre toda la humanidad los compañeros de camino: la pareja, los amigos, los que nos caen bien, los que nos caen mal.

No quiero decir que todas las conversaciones que mantenemos deberían ser trascendentales y profundas. Nada más lejos de mi ánimo, soy el primero en decir pendejadas y hacer bromas tontas y juegos de palabras. Simplemente digo que la mecánica básica de relación con las personas está fundamentada sobre un principio que se retroalimenta: uno habla, otro escucha, luego responde. Es tan drásticamente sencillo que me resulta inconcebible que en la práctica sea tan difícil de implementar. Si la conversación no implica comunicación, entonces pierde su razón de ser.

Es entonces cuando me pregunto qué sucede cuando se altera el principio básico de relación entre los seres humanos. ¿Por qué una persona necesita disparar una cantidad monstruosa de información, cuando no le interesa lo que tienen que decir los demás al respecto? ¿Por qué le da lo mismo decírmelo a mí que a cualquier vecino en la cola del supermercado, o al que está a su lado en la sala de espera del dentista?

Las respuestas son tristes. Esa persona no puede o no sabe exponerse a un intercambio real con los demás. No necesita comunicarse, sino mantener la ilusión de que lo hace. Y la siguiente pregunta es peor: Si cada vez se da con más frecuencia este tipo de intercambio, ¿qué dice eso de nosotros como sociedad? El modelo es ridículamente parecido a la televisión, donde hay un personaje que emite constantemente, sin importar si estás o no escuchando, simplemente con la intención primigenia de que el mensaje llegue a alguna parte. La diferencia es el propósito original. La televisión se inventó para eso, para transportar un mensaje – de mayor o menor calidad – a un espectador, mientras que la comunicación verbal entre personas vertebra el entramado de relaciones que nos constituyen como seres sociales. Pero, ¿qué nos pasa si ese modelo se replica a la mecánica de las relaciones humanas? Entonces la comunicación pierde toda sustancia, eliminamos por completo la necesidad de respuesta, y solamente necesitamos suponer – ni siquiera saber a ciencia cierta – que del otro lado hay uno o más espectadores escuchando nuestra emisión de información. La necesidad comunicativa está saldada mediante la transmisión de un mensaje, pero desaparece por completo la respuesta, eliminada, mimetizada con el ruido de fondo.

Escribo este artículo por dos razones: La primera es que me preocupa enormemente la dirección en la que vamos. Si las costumbres adquiridas perjudican aquello que, de manera fundante, nos hace humanos, entonces nuestra humanidad colectiva se reduce considerablemente, y nos transformamos lentamente en radios que, encendidas o apagadas, nadie escucha a conciencia, aparatos arcaicos emitiendo al vacío su mensaje sin sentido, funcionando solamente por la inercia propia de contar con energía suficiente para abrir la boca. La segunda razón por la que lo hago es para que todos sepan que, cuando intento seguir una conversación grupal, si alguien me habla a mí solo, apartándome y no dejándome escuchar, sencillamente me molesta.

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