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El lado equivocado de la pasión

Soy un apasionado de la pasión humana. Y valga la redundancia, me apasiona la pasión en sí misma, la fuerza emocional y de voluntad que las personas liberamos a causa de una pasión genuina. De todas las emociones que somos capaces de experimentar, es la pasión y no el amor la encargada de preservar la especie. Es un momento de pasión desesperada y no varios años de amarse en calma lo que engendra un hijo. La pasión es, sin lugar a dudas, una fuerza motora viva, un motivo primario, profundo e invencible. Fue la pasión la que llevó el hombre a la luna, la que nos hizo volar, la que inventó el cine y la que aprendió a fabricar tinta y papel para narrar la pasión propia y la ajena. Fue la pasión la causa última de la muerte de Romeo y Julieta, y fue también la causa raíz de la abolición de la esclavitud, de la legalización del matrimonio homosexual y del hallazgo del uso terapéutico de la penicilina. Sin pasión auténtica y profunda, no tendríamos Novena Sinfonía, ni Don Quijote de La Mancha, ni a Diego Armando Maradona, ni el Tango, ni la saga de Harry Potter. Sin pasión no existiría la poesía, ni el gospel, ni el carnaval, ni el puenting, ni la guerra de almohadas. No habría carreras ni cortejos ni danza ni juegos, ni siquiera ideas nobles que defender. Sin pasión no seríamos humanos.

Y sin embargo, no puedo pensar en la pasión sin recordar que también gracias a ella existe el armamento nuclear. También, a causa de una pasión desmedida, Atila el Huno, Alejandro Magno y Julio César forjaron imperios sangrientos. La pasión de Cristóbal Colón desencadenó en el apasionado exterminio de culturas indígenas enteras. La pasión de Adolf Hitler produjo la segunda guerra mundial y la matanza organizada de judíos. La pasión de Osama Bin Laden derribó las Torres Gemelas, acabando con varios miles de vidas. La pasión por el dinero de las multinacionales explota a millones de niños en Asia y África, todos los días. La pasión por el sexo es el motor fundamental de la compraventa organizada de carne humana. La pasión por el petróleo mantiene viva la guerra en Iraq, con su altísimo precio en vidas civiles.

Y es que ningún momento del año parece tan bueno como la Semana Santa para reflexionar sobre la pasión. Especialmente durante la de este giro, que tiene poquísimo de semana, y mucho menos de Santa. ¿Cuál era la pasión de Cristo? Y tengo que decir, una vez más, que entiendo la figura de Jesús como un líder rebelde y no como el hijo de un Dios caprichoso en el que me niego a creer. ¿Era su pasión la de gestionar el conocimiento, negándole el acceso al saber a los demás? ¿Era la de demonizar la pasión entre un hombre y una mujer, imponiendo sobre la vida sexual de las personas el mínimo ritmo indispensable para procrear? ¿Era, acaso, una pasión de volver a los ojos de los creyentes sucio lo más puro, o la de condenar a la mujer como instrumento del diablo?

Yo prefiero creer que su pasión era la libertad. Era un hombre que amaba a una mujer, y que creía en que cada uno de nosotros debe poder ejercer su pasión libremente, siempre y cuando no haga daño a los demás. Prefiero creer que su pasión era el amor, la piel, el aire que respiraba, su tierra y sus hermanos, hombres y mujeres como él.

Han pasado dos mil años, y quienes se proclaman sus herederos, quienes gestionan su legado, han sido incapaces de hacer una sola reflexión profunda sobre sus posturas cerradas y arcaicas. No han sabido reconocer la ignorancia que arrastran, que siguen arrastrando a lo largo de veinte siglos. Me llena de vergüenza ajena ver la locura infame de las procesiones de semana santa, las personas vestidas con los trajes de nazarenos, balanceando lentamente cirios humeantes, mientras Benedicto XVI, en el nombre del mismo Dios, continúa emperrado en defender los desechos de la mala gestión de la pasión que su iglesia lleva ejerciendo durante toda la era moderna. Sus pastores, obligados a tragarse sus pasiones carnales sin ayuda, violan su propia ley cuando sus urgencias revientan como pústulas podridas. La iglesia católica es víctima de su intransigencia y de su ignorancia, y lo único que sabe hacer al respecto es ocultarlo, intentar sobornar a las víctimas con dinero proveniente del cepillo, comprando su silencio con la misma mano con la que vuelven a recibir a sus pastores manchados de indecencia, nuevamente en casa, con los brazos abiertos.

Y que se me entienda bien. He dicho por activa y por pasiva que no soy religioso, pero la religión, como todas las expresiones de la fe y la pasión humanas, me parece sumamente respetable. Jamás alzaría mi voz contra las personas que creen, porque su posición me parece, cuando menos, tan válida como la mía, y desde algunos puntos de vista, más rica, con más esperanza. Lo que me indigna, lo que no soy capaz de tolerar, son las barbaridades que hacen y dicen con total impunidad los administradores de la fe ajena. En nombre de todos los católicos del mundo, el Papa encubre a los violadores de la Iglesia – un cinismo que, como mínimo, debería ser tremendamente pecaminoso -, gestiona uno de los fondos de arte más ricos del mundo, y oculta en la sección prohibida de su biblioteca inexpugnable algunos de los fragmentos más exquisitos de la sabiduría de la humanidad. Puedo ser ateo, pero no tengo ninguna duda de que no era éste el legado de Jesús.

Y volviendo a las pasiones humanas, con sus dos caras, una radiante y generadora, la otra oscura y sanguinaria, lo cierto es que la pregunta final que me hago, lo que me preocupa, lo que me llevó a escribir este artículo, es una sensación fuerte y persistente que tengo desde hace años. He comenzado diciendo y proclamando las virtudes de una pasión genuina, y lo sostengo. Moriré creyendo firmemente que la pasión es el principal empuje que lleva a los seres humanos a sus mayores éxitos y logros, y también a las pequeñas victorias cotidianas. Cuando algo nos apasiona somos capaces de todo, tenemos fuerza, empuje y voluntad.

A pesar de eso, observo también que cuando la pasión es negativa (odio a, en lugar de estoy a favor de), suele ser tremendamente más fuerte y efectiva. De alguna manera pareciera ser que estamos mucho más dispuestos a unirnos y luchar para estar en contra de algo que para construir un mundo mejor. Recuerdo que, durante la guerra de Iraq, fuimos capaces de salir a millones a la calle, a estar en contra con verdadera pasión y fervor. Fui uno más. Salí a la calle. Grité hasta quedarme ronco. Todas esas personas lo hicieron, pero por alguna razón que no alcanzo a comprender, sería imposible volver a reunirlos para algo tan simple como estar a favor de la paz, que viene a ser lo mismo, pero expresado en positivo.

Hay algo en nosotros, en los seres humanos, que hace que nuestra fuerza se duplique cuando perseguimos una pasión en positivo, una mujer, una canción o el deseo de volar; y que se multiplique cuando estamos apasionadamente en contra de algo, no importa si es una guerra o una figura televisiva que despierta el odio del público. No examino los motivos, simplemente me preocupa la enorme fuerza de lo negativo en nuestra cultura. Me preocupa el efecto multiplicador del odio, me preocupa que la indignación, la rabia y la desilusión levanten pasiones siempre más fuertes, más colectivas y más imparables que el amor, los sueños y la generosidad.

Cada día de mi vida intento enseñarles a mis hijos a vivir con pasión. De golpe y sin aviso comprendo que, al legarles como herencia en vida mi propia pasión, les estoy dando toda su fuerza constructora, inevitablemente complementada por su lado oscuro y negativo, indivisible. Aún así, elijo ese camino. Debo enseñarles a comprender esa pasión, no a reprimirla.

No soy capaz de imaginar un mundo sin pasión.

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