El Siglo XXI nos trajo de todo. Nos trajo Avatar y Lost, a Larsson y su trilogía policial, a Benedicto XVI, Paris Hilton y una nueva versión de Diego Armando Maradona. Su generosidad no tiene límites. En tan solo diez años hemos tenido tsunamis, terremotos, huracanes y desastres naturales variados a gusto del consumidor, desde torrentes de barro destructivo hasta la más reciente nube de ceniza volcánica anti aeropuertos. Además, hemos salido favorecidos con los alimentos transgénicos, la gripe aviar, el resurgimiento de la piratería naval (de todos los otros posibles tipos de piratería ya estábamos bien servidos, gracias), el aumento del riesgo de melanoma a causa del sol y la repentina e intolerable insolencia de los adolescentes. Pero si hay un factor común entre la gente de mi edad, los de treintitantos, si existe una sensación generalizada, un acuerdo tácito absoluto, es acerca de que el mundo es un lugar seriamente peor de lo que era en nuestra infancia.
Y es que, cuando nosotros éramos chicos, allá por los años setenta y ochenta, las reglas del juego eran claras. Todos respetábamos a los mayores, el mundo era un sitio, en general, amable y poco peligroso, por el que a partir de los seis o siete años podías moverte con cierta fluidez, teniendo siempre presente el “no podés cruzar la calle sin mirar a los dos lados. Y de la avenida ni hablar, hasta los once por lo menos” de tu madre, y lo más importante de todo: Todo el mundo sabía reconocer a los malos. Los malos eran, invariablemente, gente que, o bien por honradez de malo (que en esa época existía), o bien por la torpeza inherente a la maldad de entonces, no tenían forma humana de disimular que eran malos. Ante la menor idea de cometer un acto maligno reían sonoramente, solazándose en la idea de su propia maldad. Invariablemente eran feos, con dientes podridos, ojos torcidos y mal aliento, y venían en dos variantes sociales: o eran extremadamente pobres, si eran malos de poca monta, o inmensamente ricos. Solían vestir de forma que demostrase claramente que eran malos, y era fácil para las madres, abuelas, maestras y demás fuerzas y agentes encargados de la bondad del mundo enseñar a sus protegidos a reconocerlos.
Mientras tanto, los buenos también eran fáciles de reconocer. Básicamente tenían cara de buenos, y eran todos los que no fuesen malos. Los jueces, por ejemplo, eran siempre ancianos sabios y venerables que llevaban una peluca ridícula, que los hacía todavía más venerables. Ni hablar de los curas, obispos, maestros, médicos y demás personal designado para el custodio de las almas, la educación de los pequeños, el entrenamiento de la mente y el cuidado de la salud: su bondad quedaba fuera del espectro de lo discutible. Su palabra era honrada por definición, y sus intenciones buenas de forma intrínseca. Solamente un peldaño por debajo de la línea de próceres, estos personajes gozaban de inmunidad crítica y social, y del envidiable privilegio de que frecuentemente les cediesen el asiento en el autobús.
La policía era otro cantar. La mayoría de los buenos decían que debíamos confiar ellos, pero en casa no se respiraba ese aire, así que, mientras de niños nunca supimos qué pensar acerca de la bondad o maldad de los uniformes policiales, militares y de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado en general, a partir de la adolescencia aprendimos a temerles e intentar mantenernos lejos. Una visión retrospectiva me dice que fue un acierto, al menos para quienes, como yo, nos hemos criado en la Argentina.
Mientras tanto, en el mundo de hoy parecen proliferar los malos de nuevas y variadas especies. Nos llegan sus noticias a diario, están por todas partes. Por ejemplo los jueces, esos ancianos venerables que ya no usan peluca, ahora resulta que prevarican, se enjuician entre ellos a cuenta de intereses políticos, salen en la foto y aceptan sobres bajo mano. Mientras tanto los médicos, acosados por el fantasma de la mala praxis y la industria de los juicios, se limitan a seguir los protocolos, dejando de lado y para siempre aquello a lo que llamábamos “ojo clínico”. Les preocupa más hacer lo que indica el procedimiento y estar legalmente cubiertos que la salud del ser humano que tienen delante. Los políticos, otrora prohombres, personas públicas y respetadas, viven constantemente bajo la sospecha de enriquecimiento ilícito (lícitamente o no, se enriquecen invariablemente), y los ciudadanos los votamos más veces por ser menos malos que el otro que por sus méritos propios.
Entretanto, los hombres del mundo no paran de matar a sus mujeres a hachazos en la cabeza, los adolescentes se organizan en grupos para violar y matar a sus compañeras, las organizaciones de la droga y la prostitución campan a sus anchas, la policía participa en los negocios gordos de la mafia, la pederastia está a la orden del día y los inocentes barcos pesqueros son acosados por belicosos piratas somalíes en aguas internacionales.
Todos nos hemos vuelto sospechosos. Estamos en la plaza con nuestros hijos, y si una ancianita de aspecto dulce se acerca a hablar a un pequeño, nos ponemos en guardia, esperando que saque de su pequeño bolso una microuzzi y la emprenda a tiros indiscriminados contra el personal. El prójimo es un potencial enemigo, ya no se puede confiar en los maestros, ni en los curas ni en los médicos ni en los vecinos. No nos podemos relajar, porque el peligro acecha. Los nuevos malos vienen con piel de cordero, y están a la vuelta de la esquina, esperando la ocasión para robarnos un niño, un puñado de euros y hasta un riñón si les damos la oportunidad.
Los de treintitantos, mientras tanto, pegados al televisor, vemos la escalera manchada de sangre y restos de masa encefálica que nos ofrece en directo el noticiero de la noche, porque un anciano masacró a golpes de martillo a su vecina ruidosa. Nos lamentamos con la boca torcida y no permitimos que nuestros niños anden solos por la calle, al menos hasta que tengan una edad en la que sean capaces de agredir al prójimo de igual a igual. Nos hemos vuelto prisioneros del miedo.
Personalmente, como padre, me pregunto si es tan así. Me pregunto si verdaderamente el mundo es tanto más peligroso que hace treinta años, si vale la pena educar y vivir en la desconfianza y el temor, ocultos tras una elegante capa de comunicación con el medio políticamente correcta.
Mi respuesta es no. No creo que el mundo sea un lugar peor. Simplemente somos más. Hay más malos y más buenos. Hay muchos más pobres y hay más ricos. En la edad media los gobernantes se enriquecían a costa de sus pueblos. Los médicos se equivocan y pierden vidas desde que existe la medicina, y también las salvan. Los niños son víctimas de abusos de diverso tipo por parte de adultos desviados desde el principio de los tiempos y, lamentablemente, hay hombres que pegan y matan a sus mujeres desde que hay hombres y mujeres. La administración de justicia está al servicio de los ricos y los poderosos desde que existe la noción misma de justicia, y que haya gente que se organiza para robar, matar y hacer negocio a costa de los demás no es algo que deba sorprendernos.
¿Entonces por qué tenemos esa sensación? ¿Por qué nos sentimos acorralados y en peligro? ¿Por qué sentimos que ahora es todo mucho más grave y frecuente que antes?
Simplemente lo hemos hecho más fácil. Es más fácil moverse, es más fácil averiguar, y es más fácil enterarse de lo que pasa. Y los carroñeros de siempre, los que sacan partido de todo, generosamente lo traen a nuestras casas, lo vemos en directo, al instante y en technicolor. No se nos escapa una. Vemos los destrozos humanos en fotografías de alta resolución. La fantasía popular hace el resto. Los dueños del canal informativo, mientras tanto, se enriquecen vendiendo sus titulares enormes con las fotos exclusivas del asesinato, con los detalles morbosos de la violación.
Es un equilibrio complejo. Jamás se me ocurriría decir ni pensar que no es bueno que sepamos lo que pasa. La denuncia ayuda a la vergüenza de los culpables y disminuye la sensación de impunidad, pero el comercio desmedido de la desgracia ajena la vuelve palpable, cercana y posible, nos asusta, nos reduce y nos condiciona. El imaginario común fabrica espontáneamente lo que falta para darnos por vencidos. No se puede cambiar. La única alternativa posible es recluirnos, proteger a nuestros cachorros con uñas y dientes y sospechar de todo el mundo.
Yo creo que sí se puede. Creo que tenemos que detener esta locura, volver despacio a ver el mundo como un lugar en el que convivir con los demás, a los vecinos como amigos, a quienes confiamos la educación de nuestros hijos como aliados, y a nosotros mismos como el motor principal de lo que nos ocurre en nuestra vida. El riesgo, el mal que hay en el mundo, la tragedia que nos puede suceder, la desgracia que nos puede tocar, es el mismo que hace veinte años, que hace cien y que hace mil, solo que antes no nos enterábamos.
El riesgo es el mismo, pero las consecuencias del cambio de modo de verlo son drásticas. Sufrimos miedo constante, renunciamos a la solidaridad, nos volvemos más agresivos y nos sentimos amenazados. No quiero criar a mis hijos enseñándoles miedo y desconfianza. No quiero vivir acuartelado a causa del posible mal que aguarda ahí fuera. Quiero salir, compartir, disfrutar con los demás. Quiero creer en el ser humano. Será cuestión de elegir, cada individuo, dejar de comprar la basura que gentilmente nos venden tan barata. No podremos eliminar el mal, pero sí podemos dejar de enriquecer a los aprovechados de siempre.
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