Esta mañana, mi espejo me sorprendió. En lugar de duplicarme sobre el cristal azogado, como había hecho siempre, en vez de reproducir fielmente al niño de piel tersa que fui, o al joven de nariz medida y suave que creía ser, me mostró a un hombre cansado. Tenía el pelo revuelto por una noche de mal sueño. Los ojos agotados, sin brillo, enmarcados por una sombra oscura, y la piel de las mejillas desgastada por el paso frecuente de las cuchillas afiladas que me quitan los rastros de algo que nunca llegó a ser una barba, pero que es suficiente para enrojecer las caritas suaves de mis hijos cuando los beso.
Estaba medio dormido, pero un miedo irreverente me despertó sin sutilezas de ninguna clase. Asustado, me concentré en repasar cuidadosamente la imagen cruel que estaba frente a mí, mientras recordaba que, cuando cumplí veinte años, mi padre me dijo una vez: “A partir de los veinte años, cada uno es responsable de la cara que tiene”. Recordé también haber leído que un hombre sabe que ha empezado a envejecer cuando comienza a parecerse a su padre. Es un proceso lento, largo y suave, pero hasta en la pendiente más leve hay un punto a partir del cual te das cuenta de que no estás situado horizontalmente.
Desde que fui padre por primera vez, hace casi seis años ya, soy consciente de escucharme decir en voz alta las mismas frases que decía mi padre, y de ir dándome cuenta, de a trozos, cuánta razón tenía en muchos aspectos, y qué poca en otros. Es algo un poco mágico, porque no recuerdo haber decidido nunca sobre qué cosas acordar con él y en cuáles disentir, y sin embargo, cuando las ocasiones se presentan, emerge claramente una actitud, una respuesta, una decisión segura. No soy capaz de explicar el proceso, pero en ambos casos (cuando repito exactamente lo que decía mi padre y cuando digo lo contrario) soy perfectamente consciente de estar haciéndolo, y siempre, siempre, me parece absolutamente natural.
Después de esta pequeña digresión, volví a centrar mi atención en el espejo, para explorar mejor al hombre nuevo que tenía frente a mí, y solamente entonces reconocí al niño. Esperaba oculto en la mirada. Esfumados ya los últimos rastros del sueño, mis ojos habían recuperado su mirar habitual. Son dos círculos de color verde-grisáceo, que si se miran muy de cerca tienen pintitas pardas y un movimiento de magma errante. Hay algo en ellos que titila, y son mi recurso último cuando intento transmitir confianza o tranquilidad. Son capaces de sostener cualquier mirada, y aunque esa habilidad es entrenada y aprendida, su viveza original es patrimonio indiscutible de mi niñez.
Mis sienes llamaron entonces mi atención. Descubrí muchas nuevas canas restando brillo a mi pelo, opacándolo, quitándole la sensación fresca que solía tener. Lo repasé con cuidado con un cepillo, y entonces afloraron los reflejos que, a los veinte años, me gustaba provocar acomodándomelo con las manos, convencido de que ese gesto seducía y gustaba. Lo importante es que esos reflejos estaban vivos, presentes. Ya no asomaban constantemente, ofreciéndose para la guerra, sino que buscaban refugio entre mis canas, para proteger y tener siempre a mano los brillos caprichosos de mi juventud. Ya no son para seducir, sino para negarme a mí mismo la posibilidad de olvidar lo que fui, lo que soy.
Mi frente, agredida por diez años de agua europea, áspera y repleta de agentes abrasivos, se cruza de lado a lado por cuatro o cinco surcos definidos, profundos, que no llegan aún a ser arrugas, pero se erigen, sin dudarlo, en los cimientos donde esas arrugas que vendrán plantarán sus raíces. Son los anaqueles vivos en los que se atesorarán los testimonios de las batallas ganadas y de las perdidas, junto a las huellas indelebles de todas mis malas y buenas ideas. Y a pesar de eso, sigo reconociéndola como mi frente, la de toda la vida.
Mis cejas me sorprendieron especialmente. Solían ser dos líneas definidas, compuestas por pequeños pelos suaves, parecidos los unos a los otros, casi todos del mismo tamaño, ordenados, mirando siempre hacia el mismo lado. En su lugar encontré dos franjas gruesas de pilosidades alteradas, con un espíritu de maleza errante, una vocación perpetua de expresar raíces, arraigo, fortaleza, como si de alguna manera quisieran negar la evidencia de los años que pasan, y en lugar de conseguirlo, lo certifican.
Mi nariz, definitivamente, da sentido a todo el conjunto. Ya no es un porotito sonrosado en el centro de una carita iluminada. A sus costados, si se mira lo suficientemente bien, se descubren minúsculas venas rojas y azules. Su superficie se ha vuelto extremadamente más porosa, y por sus narinas se asoman en son de burla montones de pelillos negros que antes no existían. Parece una catástrofe, y sin embargo, vista en perspectiva, da carácter a mi gesto. No se puede dudar de que es la nariz de un hombre y no la de un muchacho, pero aún así me gusta.
Mis mejillas aparecen como tierra herida, agredida una y otra vez por el acero inoxidable de un arado constante, con la piel desmigajada, perforada por puntos negros y algunos blancos, también. Su tacto es áspero, sin recuerdos evidentes de niñez, sin rastros detectables de suavidad, y a pesar suyo, me muestran como soy ahora, con una imagen obtenida tras años y años de custodiar los flancos de mi rostro. Son altamente reconocibles, parte de mi identidad, y su aspereza no es otra cosa que el reflejo de la pérdida de la inocencia, la marca indeleble de los desengaños, y las cicatrices de los amores viejos y de los nuevos, también. Mis mejillas son como una bitácora viva de mi rostro.
Y en el centro y al sur de todo está mi boca. Mi Boca. Mis labios son gruesos, siempre lo fueron. Representan la fortaleza final desde la que custodio lo que pienso. Son el arma desde la que disparo mentiras, regalo verdades y prometo promesas. Son la superficie de intercambio de ideas y de adioses, la ventana última desde la que digo lo que quiero decir, y callo lo que quiero callar. Y lo más importante es que es Mi Boca, la boca con la que beso a las personas que quiero, los labios con los que dibujo una caricia sobre las personas de mi vida. Mi Boca es la síntesis de la cara que tengo – de la que soy enteramente responsable –, y es, sin lugar a dudas, la misma que de niño besó a mis padres, la que repitió hasta el cansancio las tablas de multiplicar y la lección de historia, la que cantaba el cumpleaños feliz, la que descubrió el sabor de la carne roja, la que besó por primera vez a una mujer, la que besa a mis hermanos en los reencuentros, la que se despide de mis amigos antes de las ausencias, la que encuentra el camino al corazón de las personas cuando la mirada lo pierde. Mi Boca es mía, y la comparto, cada vez que puedo, con las personas más importantes para mí. Por eso, cada vez que beso a mis hijos, lo hago con cuidado, con delicadeza y suavidad, directamente en los labios. Para dejarles saber, siempre en primera persona, la verdad única del amor absoluto y total que siento por ellos, mano a mano, boca a boca.
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