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La chica que se vestía de japonesa

Los encuentros tenían un ritual preciso, un argumento tácito, un guión sin escribir que se repetía una y otra vez, sin más recetas que la de la mirada, el tacto, el olfato y el gusto. No hablaban al respecto, no se ponían de acuerdo, simplemente era así. Ella llegaba a casa de él, escondida y furtiva, envuelta en un halo invisible de culpa y secreto, de silencios lentos, de respuestas ocultas, de conversaciones evitadas, abrigada en invierno y sofocada en verano. Él la esperaba ansioso, invocando secretamente sus malas artes de encantador de serpientes, caminando tramos de pocos metros sobre su alfombra gris, fumando con insistencia y furia, mientras repasaba una y otra vez letras de tinta violeta apretadas en hojas de papel rayado, dibujadas, cada una de ellas, con auténtico dolor, y recorría los canales de televisión una y otra vez, sin prestar más atención que la necesaria para certificar el lento paso del tiempo.

Ella entraba con las mejillas encendidas y el corazón golpeando fuerte, le rozaba los labios fugazmente con un beso robado a otro hombre y a otra vida. Recién cuando se quitaba el abrigo, cuando dejaba el bolso a un costado, parecía sacudirse la culpa, el estigma de la traición y la duda, y era otra vez ella misma, a solas con él, refugiada en sus brazos. Sus ojos de blanco y miel encontraban el remanso de la otra mirada, sin pedir más permiso que el que traía en la piel. Entonces le regalaba uno a uno, despacio, sus besos húmedos, sus labios generosos, mientras sus manos pequeñas redibujaban la forma de los hombros, la caída de las mangas, el abrazo reinventado que no fue.

Él se entorpecía de impulsos contradictorios, de urgencias acumuladas, de palabras sin decir. Necesitaba hablarle, necesitaba besarla, necesitaba contarle, necesitaba pedirle otra vez, de manera definitiva, que abandonase su vida real para vivir juntos una fantasía hecha de paredes, pasión, tinta y papel. Necesitaba amarla y compartirla entre los dos, saberla de ambos. Entonces la desvestía despacio, cediendo a la más animal de sus torpezas, a la más urgente. Le recorría con las yemas de los dedos la piel salpicada de pecas, la espalda blanca y suave, las piernas fuertes de bailarina, el vientre tenso, los brazos estilizados, las nalgas redondas. Adivinaba su pulso alterado bajo la piel, descifraba los jeroglíficos de su respiración pesada, leía su temperatura boca a boca, naufragaba en ella, amándola, sabiéndola fugaz. Ella jugaba con él, con los dos. Le gustaba su tacto y era más generosa con los labios y las manos que con las palabras. Se entregaba entera, definitiva y total, pero solamente por un rato. Él jugaba con ella. Le gustaba su cuerpo pequeño y compacto, su destreza de mujer, los labios esponjosos y confortables, su voz grave y profunda, su pelo enmarañado, su mirada dulce y triste.

Después emergían de un sopor, reposaban juntos una desnudez robada. Se vestían con las manos temblando y hablaban de otra cosa. Ella sabía que una vez más se llevaría las palabras de él en papel rayado, las mismas ideas, las mismas promesas vestidas con letras diferentes. “Estoy ensayando La Japonesa, le contaba. “Me visto de Japonesa y uso una sombrilla de colores”. Él sabía que se acercaba el momento de perderla una vez más, de verla partir hacia los brazos de otro hombre, la vida de otro hombre, la casa de otro hombre, los labios de otro hombre. Él sabía todo eso y la escuchaba a pesar de de todo eso. La sentía a pesar de todo eso. La deseaba todavía más, a razón de todo eso.

“¿Voy a poder ver a La Japonesa”?, preguntaba él, fantaseando con dos espectáculos simultáneos. Uno en el que ella era La Japonesa y bailaba en el escenario, para todos y, secretamente, solo para él. Giraba sobre sí misma, hacía tramoyas indescifrables con la sombrilla. Era ella y era Japonesa, para él y para todos los presentes. En esa primera fantasía ella seducía y subyugaba, el público la adoraba, y él se regodeaba en secreto, sabiendo íntimamente y sin fisuras que La Japonesa se iría a casa con él, le brindaría sus artes a solas, bailaría una noche más sobre su cintura, y dejaría de ser Japonesa en el mismo instante en que la furia de su piel la obligase a ser nuevamente ella misma, transpirada y jadeante, agotada y purificada por su amor. En el segundo espectáculo él era toda la sala, y toda la sala sabía que él era el hombre de La Japonesa. Toda la sala lo admiraba y lo envidiaba, y él sonreía con una sonrisa infinita, mientras abandonaba el teatro llevándose tomada de la mano a La Japonesa, y en la otra mano la sombrilla incombustible, la identidad de tela y alambre de la bailarina oriental.

“Puede ser…”, respondía ella. “Pero me da un poco de miedo. Nunca sé si me va a venir a buscar…”. Entonces el encanto se quebraba sin ruido, el aire de la habitación se congelaba y todo volvía a ser absurdamente real, sin artificios para soñar, sin trucos que permitiesen creer, durante un rato más, que eran un hombre y una mujer y nada más. El silencio posterior, invariablemente lo rompía ella. “Ahora me voy, ¿sí? No me llames por un tiempo, tengo miedo. Te llamo yo cuando pueda verte. ¿Si?”. El asentía con la cabeza, mientras apalabraba su silencio sin lágrimas, conteniendo un desgarro íntimo. Volvía a sentirse el único responsable de su dolor, volvía a culparse por elegir la otredad que tanto daño le hacía. La acompañaba en silencio a la parada del autobús, solamente por robarle un beso más, un instante más de sus labios y una mirada triste mientras la mole de metal y caucho se alejaba despidiendo humo. Entonces volvía a casa, cabizbajo, a comenzar a escribir la nueva sarta de pasiones en tinta violeta que le daría durante el próximo encuentro, a sentirse herido, a jurarse a sí mismo que sería la última vez, que cuando ella llamase le diría que no, que no podía seguir, que no tenía espacio en el pecho para otra despedida, que no le quedaba superficie en la piel para otra cicatriz. Ella entendería. Ella siempre entendía. Él siempre volvía a ceder a la tentación de verla.

Pero una vez fue diferente. Ella enfundaba los brazos en una camiseta verde, de mangas largas, preparándose para despedirse, mientras él la observaba, oculto tras un cigarrillo humeante, una línea de defensa pobre contra la ruptura que sabía que venía después del amor. Ella sonrió con una sonrisa llena de dientes, luminosa, con ilusión y brillo en la mirada. Él sintió intriga, y entonces bajó su cigarrillo, desprotegiéndose, interrogando en silencio las razones de esa ruptura en la rutina. “Vas a ver a La Japonesa, dijo ella, sonriendo. “¿Cuándo?”. “La próxima vez que venga. Voy a traer el kimono, la sombrilla y la música. Lo voy a hacer acá, para vos solo”. Era una solución de compromiso, pero también estaba llena de promesas. Un espectáculo íntimo. Una muestra de amor. “Me encanta”, dijo él.

Esa vez la despidió sin dolor. Había robado algo más que labios y piel. Había robado una promesa, un proyecto, una complicidad casera y fresca. Caminaron hasta la parada del autobús hablando y riendo. Él saboreaba la idea del próximo encuentro, y su sabor le bastaba para conjurar la pena y la ruptura. Era una noche de invierno, estrellada y caótica, ruidosa, llena de presagios. Él vió acercarse el autobús. Entonces hizo como siempre. Tomó el rostro de ella entre ambas manos, memorizándolo, y la besó en los labios. Después le acarició ambas mejillas con suavidad, leyendo con los dedos el tacto sutil de las pecas, la parte invisible de la piel. Se alejó lentamente y dibujó con los labios un último “te quiero”, que ella atrapó con las pupilas, al pie de la escalera de subida al coche. Hizo un ademán de adiós con la mano enguantada, y el rugido del motor se tragó sin piedad la magia de la despedida. Él se quedó de pie, viendo alejarse el autobús, y sientiendo en el pecho el calor de la promesa. Por los reflejos miel en los ojos de ella, sabía sin necesidad de pensarlo que la promesa era cierta, era sentida, era profunda. A pesar de eso, sólo pudo intuír, muchos días después, que algo debió torcerse, porque el pelo asomando bajo el gorro de lana, a través del vidrio sucio de la ventana del autobús que se alejaba,fue lo último que supo de la chica que se vestía de japonesa.

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