Ayer sábado amaneció soleado. Un sol casi inclemente resquebrajando un cielo de celeste líquido interminable. Un día argentino. Me puse mi camiseta de la Selección Argentina, lamentando parecerme más a Obélix que a Messi, y, como todas las mañanas, me preparé una taza de café y me senté en mi balcón, para bebérmela con el primer cigarrillo del día mientras contemplo cómo el astro rey, lentamente, sobrepasa a las montañas. No soy hombre de supersticiones ni de creencias místicas, pero sin embargo, una sensación rara vagaba por mi pecho. No llegué en ningún momento a identificar un presagio claro, pero estaba presente un insecto molesto y agorero que yo no había invitado al desayuno.
El cigarrillo se consumía, y entonces rescaté mi recuerdo más antiguo de un mundial. Fue el 25 de junio de 1978. Yo tenía entonces cinco años, y no se podía decir de mí que sintiese verdadera pasión por los deportes de contacto. Era mas bien un niño tranquilo. Me gustaba leer y armar rompecabezas. Me gustaban las palabras, como ahora.
La dictadura militar Argentina ocultaba bajo las gradas repletas de hinchas entusiasmados los cuerpos masacrados de los opositores al régimen, pero de esto tampoco me enteraba.
Sin embargo, y a pesar de eso, sucedió.
Argentina fue campeón del mundo.
Y entonces todo fue euforia. No tengo imágenes propias del partido, ni de los jugadores, más allá de los bigotes borrosos del Matador Kempes1, y el casquillo de pelo de Daniel Pasarella. Ni siquiera recuerdo en qué momento salimos de casa, ni cómo llegamos a la calle. Pero lo que no olvidaré jamás es la sensación de la alegría desbordada. Cerrando los ojos aún puedo verme, de pie sobre el asiento trasero de un Peugeot 504 blanco, asomando en medio de dos de mis hermanos por la abertura del techo, mientras mi padre conducía a 6 Km/h en medio de una multitud enloquecida, y los papelitos, miles, millones de papelitos volando, revoloteando y tapizando las calles de ilusión y alegría. Y yo viendo el mundo desde mis ojos de niño, gritando, cantando, festejando.
Y a pesar de el campeonato, seguí sin estar interesado en los deportes de contacto.
Cuando me quise acordar, llegó México 86. Tenía trece años.
Todavía puedo sentir la explosión de ira en aquél maravilloso gol de Diego a Italia que empataba definitivamente un partido trabado y aburrido, en un bar abarrotado de adolescentes gritando, cerveza y humo de tabaco. No tengo que hacer ningún esfuerzo para evocar el corazón golpeando fuerte durante la galopada interminable de Maradona para hacer el memorable gol que le endosó a Inglaterra después de quebrarles la cadera a seis jugadores rivales. Y nunca voy a olvidar cuando me desperté, a las 6:30 de la mañana del 29 de junio, con el cuerpo completamente pintado de rojo de la cintura para arriba, cubierto de miles de molestos granitos producto de una inoportuna escarlatina. Mi padre me acostó en su cama, y movió nuestro televisor blanco y negro hitachi de catorce pulgadas a su habitación, para que todos viesen el partido a mi alrededor. Noventa minutos de angustia y magia, y unos ridículos cartelitos sobreimpresos que proclamaban ¡¡¡ARGENTINA CAMPEÓN MUNDIAL!!!, mientras la alegría desbordante se diluía en una frustración infinita al darme cuenta de que me perdería el festejo, la celebración que mareó las calles de Buenos Aires de una borrachera de pelota y gol.
Seguí sin ser demasiado aficionado a los deportes, pero Italia 90 me volvió a encontrar desbordado de emociones, sensaciones, miedos profundos y gritos desgarradores en las interminables tandas de tiros penales que volvieron a llevar a la Argentina a una final. Y todavía, sin esfuerzo, puedo saborear la amargura de la derrota injusta en la final contra Alemania.
Toda mi historia está salpicada de esos momentos. Como cuando nos juntamos varios amigos muy cercanos para ver, de madrugada, en casa de Emilio, el partido de repechaje contra Australia para ir a Estados Unidos 94, o el maravilloso 30 de junio de 1998, en el que eliminamos a Inglaterra por penales en los octavos de final del mundial de Francia.
Y sin embargo, sigo sin practicar deportes de contacto.
Mis hijos tampoco lo hacen demasiado, porque los padres intentamos transmitirles nuestras mejores cosas, muchas veces sin éxito, pero sin querer les transmitimos exitosamente todos nuestros defectos.
La mañana transcurrió sin novedades. Mis hijos se pusieron sus camisetas de Argentina y allá nos fuimos los tres a la plaza, ataviados con nuestras galas de fútbol.
Después de comer, me preparaba para irme a un bar a ver el partido en compañía de un amigo, cuando Pablo se me acercó.
– Papá, ¿puedo ir contigo a ver el partido?
Una vez más, mi debilidad de hombre moderno, mi superyó políticamente correcto de la era de la hipocresía, me dictó lo que debía decir. Le respondí como un padre:
– De ninguna manera. Tú te quedas en casa.
– ¿Por qué? – preguntó, haciendo pucheros.
– Porque un bar no es un lugar para niños. Estará todo el mundo fumando, y te aburrirás.
– No, no me aburriré.
– Pablo, – argumenté – cuando papá ve un partido en casa te aburres como un hongo. Es un partido muy largo, y papá lo quiere ver tranquilo.
– Es que quiero ver a Argentina.
– Mi amor, no. Si quieres te llamo cada vez que algún equipo marque un gol.
Mi hijo me miró con profunda decepción. Rompió a llorar con auténtico desconsuelo mientras, entre lágrimas, repetía sin parar: “Es que quiero ver el partido. Quiero ver a Argentina. Quiero ir contigo”. Yo intentaba calmarlo, y convecerlo de que mi decisión era correcta, que no correspondía llevar a un niño de seis años, que se aburriría, que me pediría que lo trajese de vuelta a casa a mitad del primer tiempo, que esto son cosas de grandes.
Nada.
Continuaba llorando sin parar.
Entonces, de golpe, me dí cuenta de que estaba actuando como un padre, pero lo que mi hijo necesitaba en ese momento no era un padre. Era un hombre. Era un conciliábulo de hombre a hombre. Dos amigos que aguantan juntos la ilusión, los nervios, el nudo en el estómago. Él no percibía el fútbol, sino mis emociones, y no estaba dispuesto a quedarse fuera de eso. Necesitaba un compañero de juergas, un borracho emocionado que le dijese cuánto lo quería, para olvidarlo al día siguiente. Necesitaba un igual con quien compartir su ilusión y su dolor.
– Ven aquí – lo llamé, emocionado. Se acercó, con el pechito sacudido por espasmos de pena, los ojos brillando al calor inclemente de la tarde y los mocos transparentes perlando su labio superior.
– ¿Qué? – me respondió, enojado conmigo y con el mundo.
– ¿Por qué te importa tanto?
– Porque quiero ver a Argentina contigo.
Le limpié las lágrimas con mis pulgares y lo miré profundamente a los ojos.
– Está bien, vale – concedí. – Vas a venir conmigo, pero prométeme que te portarás bien, y que si te aburres te aguantas.
Su carita se iluminó de golpe, los ojos se le abrieron grandes, más grandes que nunca, y una felicidad nueva le renació por debajo de la angustia. Su sonrisa repentina amenazó con salirse de su rostro.
– Búscate un juguete pequeño para llevarlo, así puedes jugar si te aburres.
En dos minutos se plantó ante mí. En una mano tenía un cachirulo para armar que le regaló su abuela por su cumpleaños, y en la otra una libretita con las tapas del Barcelona y un bolígrafo.
– Llevo esto para anotar los goles.
En una página había escrito: “Argentina Alemania”, separados por la típica “T” para anotar tanteos.
Allá nos fuimos.
Se sentó como un auténtico hombrecito, algo que no tuve que enseñarle, lo sabía desde antes de nacer, porque aunque no queramos llevamos escrito en la sangre cómo se mira un partido de fútbol, cómo se sufre y como se recuerda. Un codo sobre la mesa, sosteniendo con la misma mano su vaso de té helado, mientras miraba la pantalla gigante dentro de la cual Alemania, lentamente, comenzaba a aplicarnos un doloroso correctivo.
Finalizada la primera parte, yo estaba de mal humor, nervioso, intranquilo. Casi me había olvidado que el tercer hombre de nuestra mesa era mi hijo de seis años. Me había comportado como se comporta un hombre entre hombres. Entonces lo miré, y no pude evitar sonreírle. El sonrió y me dijo:
– ¿Pedimos algo para picar?
Después, el desastre. Nos pasaron por encima. Grité, me enrabieté. Cuando una sarta irrepetible de insultos brotaban de mi garganta, cerrando el bullicio del tercer gol, mi hijo me trajo de vuelta, diciéndome:
“Papá, no grites así, que no estamos en casa”.
Me aguanté como un hombre las ganas de llorar, y pensé que ni siquiera él sabía cuánta razón tenía. Volví a acariciar sus mejillas infantiles, y por primera vez en mi vida sentí alivio durante una derrota de mi selección. No me importó tanto perder, porque me dí cuenta de que no recordaré el 3 de julio de 2010 como el día que Alemania nos humilló frente al mundo entero, echándonos nuevamente en cuartos de final de un mundial, sino como el día en el que mi hijo de seis años me brindó su ilusión, me ofreció como un hombre su corazón de niño, arrimó su hombro al mío para soportar juntos la derrota – que es mucho más difícil de compartir que la victoria – y me hizo saber, a pesar suyo, que aunque viva a diez mil kilómetros de mi casa, siempre puedo contar con él.
Gracias por el fútbol.
- Mi amigo Joaco Ramos me apunta que el de los bigotes era Luque, y que el Matador nunca llevó bigote. Trampas de la memoria 🙂 ↩
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