Una de las – en mi opinión, pocas – desventajas de ser tan profundamente ateo es la de perderse algunas celebraciones. Personalmente pienso que no compensa, porque a cambio de esas pocas celebraciones, normalmente, los religiosos tienen que poner sobre la mesa, para empezar, su alma – sea lo que sea que define el concepto –, y luego, si son coherentes en el ejercicio de su fe, obedecer una larga serie de restricciones y conductas ejemplares de las que me sé absolutamente incapaz, además de invertir una enorme cantidad de tiempo para asistir a rituales diversos, misas, rezos colectivos, sacrificios animales, hechizos nocturnos, cónclaves secretos, aquelarres prohibidos y un sinfín de actividades de diversa índole que varían según la potencial cólera fulminante del Dios de turno y su sentido del humor.
Y como además de ateo, me considero de extracción cientificista, no solamente niego la existencia de Dios (vale para cualquiera de sus nombres, cultos, religiones y apodos), sino también la de cualquier tipo de hechicería, la eficacia de los curanderos, los fenómenos paranormales, los milagros caseros, los productos de la teletienda, el pulpo Paul y los emplastos mágicos. Estas mismas convicciones me hacen dudar también del feng shui, la ventaja de orientar la cabecera de la cama según las estrellas, la influencia de las fases de la luna en el crecimiento del pelo, los collares antipulgas, los insecticidas por ultrasonido, los trucos de abuela contra la gripe y la eficacia demostrada de desayunar con semillas.
Ser tan extremadamente escéptico no es gratis, no vayan a creer: tiene un altísimo coste emocional.
En primer lugar, no podemos echarle la culpa de nuestras desgracias a Dios ni al Diablo ni a ninguno de sus embajadores. Negar la existencia de una mano todopoderosa y superior que guía nuestro destino, obliga a reconocer la responsabilidad de nuestros actos y sus consecuencias. Adicionalmente, la esperanza es un concepto cursi que no tiene sustento si no es demostrable. No podemos esperar que Dios mediante la crisis termine, sino que debemos analizar las cifras macroeconómicas e interpretar sus datos positivamente, lo cual es asombrosamente más difícil que confiar en que todo se arreglará. Por la misma regla de tres, no hay nada en nuestra vida que nos salga o deje de salir si Dios quiere. Simplemente, si nos va mal es que lo hemos hecho mal.
Ser ateo y escéptico a veces es bastante amargo.
Hoy, cuando me senté frente a mi máquina con intención de escribir un post (titulado Hablar por hablar, que abandoné por la mitad y continuaré otro día, si Dios quiere), una persona me felicitó a través de Facebook por mi santo. Hoy es San Federico. Precisamente hoy, que me sentía espeso para escribir. Precisamente hoy, que es el cumpleaños de uno de mis Amigos con Mayúsculas. Precisamente hoy, que se conmemora la independencia del Uruguay, mi país natal. Precisamente hoy, que a pesar de todo es un día como cualquier otro.
Contra lo que muchísimas personas piensan, se puede ser ateo y educado, además de respetuoso con las creencias ajenas, razón por la que agradecí la felicitación sinceramente, y a continuación me puse a pensar.
Aunque probablemente pocas cosas me importen menos que el día de mi santo, es curioso que haya conseguido vivir nada menos que treinta y siete primaveras sin enterarme cuándo es. Y es curioso también que aparezca ahora.
No es curioso porque esté reconsiderando mis creencias – que no lo estoy – ni mis dogmas inamovibles y emperrados en afirmar que la ciencia es la única respuesta.
Es curioso simplemente porque a medida que me hago – no quiero decir viejo, digamos “maduro” – maduro, comienzo a sentir conceptos en lugar de pensarlos. Y de golpe un día me doy cuenta de que, si bien pienso y estoy convencido de que la verdad científica es la única, hay un espacio en el que siento que tal vez esa sea una actitud tan dogmática como la religiosa. Al final todo se reduce a un argumento único y total que lo explica todo. ¿Por qué los seres humanos tenemos esa necesidad del dogma? ¿En qué se diferencia la persona que lo reduce todo a un dogma de fe de la que lo hace con un paradigma científico?
Y entonces pienso en cuántas cosas que sabía definitivas en mi vida han cambiado sin aviso. Cuántas veces tuve que retroceder avergonzado sobre mis propios pasos al darme cuenta de que una de mis afirmaciones categóricas se derrumbaba.
Hoy es San Federico, y aunque evidentemente en mi vida ya es tarde para la religión, para la mística y en general para las creencias de carácter absoluto cuyo único recurso explicativo es la fe, me dí cuenta de pronto que mi rigor argumentativo está aprendiendo a coexistir con algunas cosas que transcurren fuera de las leyes de mi universo algebraico.
Asomandome a la cuarentena, empiezo a creer que a pesar de todo existe magia en el mundo. No la de Mandrake y Fu Man Chú. No la de los adivinos, nigromantes, predictores de futuro a sueldo o sacerdotes de poderes ocultos. Empiezo a advertir la magia espesa que encierra la sonrisa de un niño pobre cuando por sus pies rueda una pelota, la sutil maravilla oscura de redescubrir a mis padres como personas volubles y entrañables, el reto de asomarme a la certeza de la muerte sin miedo a lo que la vida deje inconcluso, la fuente de palabras que libera mi pecho, diez años después de haber fusilado al escritor que quería ser para dedicarme a hacer un profesional de la informática, el silbido imperceptible del sol que todas las mañanas erosiona las montañas que se ven desde mi balcón. Comienzo a entender que la ciencia no basta para explicar la intuición profunda y certera de mis hijos, cuando canjean sus besos y abrazos infantiles por las prendas auténticas de mi amor sin límites. La Teoría de la relatividad no es por sí misma suficiente explicación para el dolor que, cada día, siento por estar lejos de mi tierra, de mis amigos más íntimos, de mi familia. Los miles de millones de divisiones mitóticas que experimenta un cigoto para transformar un óvulo fecundado en un ser humano no alcanzan para explicar la vida, ni cualquier cosa que sea eso que llaman alma y que constituye a un individuo.
Aunque me cueste reconocerlo, más allá de la ciencia, hay magia en el mundo.
Hoy es San Federico, y por poco que me importe, por sospechoso que me resulte lo que en el siglo IX haya hecho este hombre para ganarse la gratitud del Vaticano, mil doscientos años después me ha hecho un regalo. A partir de ahora pienso celebrar anualmente San Federico, pero no porque sea mi santo, ni porque la Santa Madre Iglesia lo diga. Pienso celebrarlo porque es el día de la independencia del Uruguay, porque es el cumpleaños de mi amigo Emilio, y sobre todo, porque es el día en el que me dí cuenta de que las verdades absolutas del Dios de los ateos no son más que otro punto de vista.
Pienso celebrar este día porque a partir de hoy, me siento un poquitín mas sabio, y bastante menos soberbio.
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