El veintiocho de agosto de 2009 decidí, sin más razón que la necesidad de repartir unas cuantas palabras que me sobraban, agregar uno más a la población mundial de blogs, que por aquél entonces superaba ya los 300 millones.
No fue una decisión trivial.
Las palabras, es cierto, me sobraban. Estaba escribiendo una novela (que luego se transformaría en dos, pero aún no lo sabía) y aún así sentía ahogo. Había ideas, pedazos de textos, párrafos enteros, frases astutas, diálogos ingeniosos, tristezas sepultadas que asomaban, recuerdos con luz propia… Todos ellos egoístas, centrados en sí mismos, en su necesidad de abandonar mi piel perforando las yemas de mis dedos. Algunos de ellos más afortunados que otros, algunos más poéticos, otros más cotidianos, algunos con dolor, otros con placer, otros con desconcierto.
Y había un denominador común: el escriba aficionado que guardaba para mí desde la adolescencia se había despertado. Quería traducirse a sí mismo en escritor. Quería descargar toda su rabia, su dolor, su ausencia, pero también su felicidad, sus pequeñas dosis de suerte, sus amores actuales y antiguos, los secretos pálidos de una vida repleta de vaivenes, las migajas crujientes de cientos de miles de horas de observación ilícita y malintencionada del prójimo, los jirones de lenguaje que tejía y destejía en el silencio de su retiro.
Y créanme: no es fácil mantener callado durante tantos años a un escriba. Las construcciones sintácticas se te escapan en los momentos menos adecuados. Hace juegos de palabras sin tu permiso durante una entrevista de trabajo. Ensaya diálogos humorísticos con personas sin sentido del humor, solamente porque la oportunidad es única. Dota a tus hijos de un verbo aguerrido y contestatario que muchas veces te deja estampado en el sofá, sin saber qué responderle al mocoso atrevido que te acaba de destrozar seis millones de años de evolución y herencia genética en una sola frase. Suelta ironías sutiles en la cola de la carnicería, haciéndote subir involuntariamente los colores mientras todos te miran sin comprender, o comprendiendo y juzgándote fuera de lugar.
No es cómodo. De ninguna manera.
Ni elegante.
Ni, algunas veces, agradable.
Pero así nació Reflexiones de un Aprendiz de Brujo. Nació por esa acumulación de palabras, por un desecho tóxico de más de diez años sin escribirlas, dejándolas fermentar en el pecho. Nació por una idea absurda, por un comentario casual en casa de unos amigos. Nació por la necesidad de ser leídos que tenemos los escribas, para recolectar nuevas palabras cada vez que un artículo, ya escrito, te deja vacío. Nació para ser destino final de ideas, confesiones, lágrimas y risas. Nació para ser origen de reflexiones, algunas profundas, triviales otras, inútiles la mayoría. Nació para intentar ganarme por mérito un espacio que no me pertenecía por derecho. Nació para permitirme mentir sin culpa, exagerar sin vergüenza, y confesarme sin pudor, mientras me guardo para mí, de todos los textos, la clave para saber cuáles mienten, cuáles exageran y cuáles confiesan, y solamente los entrego para su disfrute, discusión, acuerdo y disenso.
Y ahora ya pasó un año entero.
Pasó sin piedad.
Estoy más viejo y más gordo; pero por suerte tengo la misma – o incluso más – cantidad de pelo.
Y durante este año que pasó, pasó de todo. Recibí comentarios que me hicieron sentir insultado (ver El día de la bolsa verde), intentos de redención o recuperación de mi alma perdida (ver San Federico y las verdades absolutas del Dios de los ateos), y recibí muchos – demasiados – mensajes de apoyo, halagos, palabras amistosas y cariño cibernético.
El resultado del experimento superó todas mis expectativas.
Hoy, solamente un año y treinta y cinco mil páginas vistas después, Reflexiones de un Aprendiz de Brujo tiene más de quinientos seguidores habituales, y se ha transformado en una parte fundante de mi vida. Es troncal, constituyente y balsámico. Me permite alzar la voz cuando siento rabia, encontrar palabras amigas cuando estoy triste, deshojar despacio los pétalos multicolores de la maravillosa infancia de mis hijos, decir en voz alta y con total impunidad cualquier cosa que me pase por la cabeza y, sobre todo, sentirme entre amigos.
No es baladí.
Sentirse entre amigos, para alguien que vive a diez mil kilómetros de su casa es un auténtico alto en el camino, un remanso privado, un poco de aire fresco en las mejillas.
Pero sobre todo, y más allá de todo, esta experiencia refundó mi sueño de juventud.
Ahora vuelvo a soñar con ser escritor, tras veinte años programando computadores a oscuras (aunque con verdadera pasión).
Y es curioso cómo suceden las cosas. Mejor dicho, cómo uno consigue, a veces sin proponérselo, que las cosas sucedan.
La pulsión inicial que me llevó a publicar en el blog fue egoísta: es la necesidad de recibir una palmada en la espalda, que los demás te digan lo bien que lo estás haciendo, perderte en la miel de las palabras, los agradecimientos y los halagos ajenos. No pensaba recibir a cambio más que eso.
Y sin embargo, y totalmente gratis, recuperé mi sueño de juventud, el mío más privado, el más personal, ese en el que no puede entrar nadie, ni mi mujer ni mis hijos ni mis amigos ni mis padres. El más íntimo, el de escribir de verdad, el de lograr alguna vez a vivir de la escritura.
No sé si alguna vez llegaré a ser escritor. Tampoco sé cómo se mide eso (¿se mide por la cantidad de gente que te lee o simplemente por lo que uno escribe? ¿Se mide por el éxito en ventas de una novela o por su calidad?), pero en este momento no me importa demasiado.
Quienes no escriban de ustedes, mis queridos lectores, no pueden ni imaginarse lo difícil que es soñar con ser escritor. Se te mezcla todo. A veces crees que estás arañando la soberbia. Otras veces sientes que es del todo imposible. Siempre te preguntas qué van a comer tus hijos, si lo único que quieres es escribir. Casi siempre acabas sintiendo que es una tontería, que mejor concentrarse en lo que te da de comer.
Es frustrante.
Por eso no pude sostener ese sueño. Por eso, en un momento de mi vida, renuncié a él y me dediqué con todas mis energías a programar computadores.
Diez años después, el ejercicio mismo de la escritura, el ritual privado de fin de semana de sentarme a escribir, pulir y corregir un texto, buscar una imagen que lo resuma, publicarlo en el blog y recibir a cambio palabras y más palabras, me permitió descubrir que eso era lo único que me hacía falta para mantener vivo mi sueño: Palabras. Las mías y las de ustedes. Las de aliento y las de desacuerdo.
¿A quién se le agradece?
¿A internet?
¿A mí solo?
¿A ustedes?
¿A mi mujer y a mis hijos?
¿A todos?
No lo sé, pero tampoco me importa demasiado en este momento. Lo que quiero es que celebremos juntos. Hay mucho que celebrar. El primer año de vida de Reflexiones de un Aprendiz de Brujo es un buen motivo, pero lo verdaderamente importante es el espacio en el que nos encontramos todos, escribiendo y leyendo, llorando y riendo, recuperando nuestros sueños, compartiéndolos y, sobre todo, creyendo que, poco a poco, los vamos haciendo realidad.
Gracias por leer.
Federico Firpo Bodner
Barcelona, Agosto de 2010.
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