Abrí los ojos. Las cuatro treinta y seis. La desesperación se apoderó de mí en una oleada violenta y absurda, como una rabia sin dueño. Intenté concentrarme en no concentrarme. Intenté olvidar que había abierto los ojos y el despertador marcaba claramente, con sus números fantasmas de color turquesa, en su pantalla insomne, las cuatro treinta y seis minutos. Otra vez. Una vez más, las cuatro treinta y seis. Intenté no pensar, intenté no llevar la cuenta, pero era imposible. Doscientas cuarenta y siete. Llevaba, con esa, doscientas cuarenta y siete noche seguidas abriendo los ojos con ansia a las cuatro treinta y seis minutos de la mañana. Doscientos cuarenta y seis días sospechando y temiendo que la noche siguiente se sumase a las anteriores. Me despertaba en un sobresalto, completamente lúcido, con la mente clara y como movido por un presagio oscuro. Y siempre, todas y cada una de las noches, el reloj marcaba las cuatro y treinta y seis minutos.
No sabía por qué había empezado.
No sabía cómo terminar con aquello.
Solamente sabía, a ciencia cierta, que durante las últimas doscientas cuarenta y siete noches, un relámpago inclemente me había interrumpido el sueño a las cuatro y treinta y seis minutos. Algunas noches conseguía conciliar el sueño inmediatamente, convencido sin lugar a dudas de que era imposible, por puro cálculo de probabilidades, que volviese a despertarme a la misma hora. Otras veces me levantaba por un vaso de agua, desalentado y confuso, derrotado. Durante el verano, solía salir desnudo al balcón, y fumar un cigarrillo admirando la geometría inabarcable y caprichosa de las volutas de humo en contraste con las noches claras, mientras imaginaba a las vecinas escandalizadas por mi desnudez pálida y antiestética, cubierta de vellos rebeldes, adiposidades ingratas y curvas caprichosas.
Pero la mayoría de las noches no.
La mayoría de las noches me obsesionaba en un bucle tiránico, buscando una solución improbable a un problema que desconocía, mientras daba vueltas y vueltas en la cama, sintiéndome derrotado por una fatalidad mágica o divina, inexpicable y casi mística, en la que, como hombre de ciencias, me negaba a creer.
Tengo una mente eminentemente analítica, acostumbrada a resolver problemas exactos. Si necesito que un ordenador resuelva el mejor método para reconocer términos clave entre una maraña de textos sin final aparente, solamente tengo que pensar con cuidado, decidir cómo y de qué manera la lista de términos se representará en una estructura de datos, y cuál es la forma más eficiente de revisar y clasificar esos datos para conseguir identificar los textos que dan satisfacción al objetivo del algoritmo.
Después, solamente se trata de iterar ciclos de prueba y corrección, y todo acaba funcionando.
Pero esto era distinto.
No había por dónde empezar.
La falta de sueño y la obsesión comenzaban a afectarme la razón.
Finalmente, después de meses de razonar soluciones absurdas, considerar medicamentos psicotrópicos, calmantes, somníferos e hipnóticos, rebuscar en internet situaciones parecidas y víctimas análogas a mi tormento particular, dí con la respuesta: tenía que eliminar el minuto treinta y seis de la hora cuatro.
No parecía difícil.
No era jugar a Dios. Evidentemente, no puedo corregir el tiempo. No soy capaz de eliminar físicamente el minuto treinta y seis de la hora cuatro, pero sí podía intentar hacerlo de forma lógica. Se trataba de construír un reloj, y corregir la anomalía por software. Nada que no hubiese hecho otras veces.
Recordé con particular placer una ocasión en la que, después de meses y meses de trabajo, después de codificar cientos y cientos de fórmulas de cálculo de liquidación de salarios para una gran compañía, de más de dos mil empleados, cuando ya estaba todo listo, había una única fórmula, que se aplicaba a un único empleado, que no funcionaba bien. El cálculo fallaba por una diferencia de cinco céntimos, pero ese fallo provocaría que no nos aceptasen el proyecto. Mi compañero me miró con un guiño… “¿Cuánto tiene que dar?”, preguntó, divertido, antes de falsear el código del programa para que corrigiese el error a lo bestia, es decir, restando los dichosos cinco céntimos al resultado final (total:=total-.05;).
Y es que es la pura verdad. La mayoría de la gente no lo sabe, pero los sistemas de información que controlan y regulan nuestra vida, los que nos pagan los salarios, los sistemas bancarios, los que deciden si estamos muertos o vivos para la Administración Pública, los que llevan nuestras historias clínicas, el registro de nuestros bienes materiales, las calificaciones de nuestros hijos… todos y cada uno de esos sistemas de información están llenos de parches, de chapuzas que los programadores introducen en el código cuando ya no saben cómo arreglar un problema.
Muchas veces pienso que, si las personas realmente supiesen cómo se programan los sistemas de información, la clase de errores que puede tener el programa que calcula la factura del teléfono, la de la luz o los sistemas de navegación aérea, el mundo entero entraría en pánico. Nadie confiaría en ninguna institución, ni utilizaría un coche, ni subiría a un avión, y mucho menos metería una tarjeta magnética en un cajero electrónico.
Y si, además de conocer esto, supiesen cómo las Administraciones Públicas, los Bancos y todas las grandes compañías ocultan los desastres que producen los errores informáticos de sus sistemas, entonces directamente volveríamos a la edad de piedra.
Sin embargo, y a pesar de eso, el sistema funciona. Un error en una por cada cien millones de transacciones informáticas que se realizan en el mundo es despreciable, comparado con el ahorro que representa su utilización.
Así las cosas, y como parte del mecanismo que perpetúa los trapicheos de código informático, decidí crear mi propio día, mi propio reloj para solucionar mi problema y conseguir por fin la paz necesaria para un sueño normal y tranquilo. Al fin y al cabo, la separación en horas, minutos y segundos es arbitraria, como cualquier otra medida. Un día es un chorizo de ochenta y seis mil cuatrocientos segundos, que organizamos en mil cuatrocientos cuarenta minutos, a su vez separados en veinticuatro horas. Si yo decidía clasificar arbitrariamente mis ochenta y seis mil cuatrocientos segundos de una forma original, no le haría daño a nadie.
Primero compré todas las piezas por internet. Una placa base pequeña, de diez centímetros cuadrados. Un cristal de cuarzo para el reloj de tiempo real, circuitos de alimentación eléctrica, una pantalla de matriz de puntos azul, retroiluminada, varios capacitores, algunos diodos, un relé para la alarma, dos altavoces de tres vatios, un microcontrolador PIC para programar el software del reloj y varios cientos de resistencias de diferentes valores.
Era un circuito simple. Solamente me llevó cuatro días, a razón de diecisiete horas diarias, soldar todos los componentes sobre la placa base. Conseguí un programa estándar de reloj y lo adapté a mi circuito: funcionaba bien.
Ya tenía un reloj común y corriente, salvo porque toda su electrónica estaba a la vista, pero eso no me importaba.
Ahora tenía que redistribuír mi día. Me atormentaba la idea de perder precisión, así que pensé en un primer momento que la mejor solución sería distribuír los sesenta segundos del minuto treinta y seis de la hora cuatro entre los mil trescientos noventa y nueve minutos restantes, ya que la diferencia sería ínfima y no se notaría.
Pero me encontré entonces el primer problema. Sesenta segundos, que era lo que me disponía a eliminar de mi día, dividido entre los mil trescientos noventa y nueve minutos restantes, me daba que debía adicionar a cada minuto 0.042887777 segundos. Esto era un problema, porque si bien el reloj de tiempo real era de altísima precisión, no llegaba a tanto.
Entonces pensé una segunda solución: dividiría los sesenta segundos entre los cincuenta y nueve minutos que me sobraban de la hora cuatro. De esta manera, a cada minuto debía adicionarle 1.01694915 segundos. Tampoco quedaría exacto. Decidí sumar un segundo a cada minuto, y por justicia matemática y poética, sumarle dos al minuto treinta y cinco.
Quedó perfecto.
Busqué una caja de zapatos, practiqué un orificio para sacar el cable de alimentación, y luego, con un cutter hice una perforación del tamaño de la pantalla. Después fijé la pantalla con silicona, y tiré mi viejo despertador a la basura.
Esa sería la noche doscientos sesenta y ocho. Volvería a dormir bien después de doscientos sesenta y ocho días con sus noches: estaba entusiasmado.
Después de cenar me preparé una infusión relajante, de hierbas aromáticas, fumé el último cigarrillo del día, me cepillé los dientes y me metí en la cama, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón, plenamente consciente de que en mi escala temporal no existían las cuatro treinta y seis.
Me dormí en seguida, plácidamente.
Abrí los ojos con violencia, sobresaltado, con el pulso alterado y una mala conciencia viva entre los huesos. Algo iba mal. Giré sobre mí mismo, en la cama, para fijar la vista en la pantalla azul, que, sin ninguna ironía, mostraba la hora: eran las cuatro treinta y siete minutos. Todo había terminado.
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