Hola, mi amor. Hola otra vez, mi chiquitín. Parece mentira, pero ya pasó otro año, y los pedacitos tiernos y crocantes de tu infancia desaparecen de mis manos como almendras garrapiñadas picoteadas por pájaros rebeldes.
Quiero contarte un secreto. Como cuando te acercás y me pedís que me agache, para decirme a la oreja: “Papá, ¿te digo un secreto?: Los Dinosaurios están muertos”, me decís, con tu susurro infantil, con tu respiración de niño. Ahora hace ya un año, cuando cumpliste tres, vos y yo iniciamos, sin saberlo, sin quererlo, una tradición doméstica, informal y privada. Por tu cumpleaños te escribí una carta, y para mí fue balsámico. Te hablé de mis angustias de padre inexperto, de mis emociones de hombre tonto, de los disfraces con los que los adultos nos enfrentamos a la realidad, de nuestros juegos privados, de tu sonrisa luminosa… Y hablarte me hizo sentir tan bien, que luego escribí otra a tu hermano por su cumpleaños de seis, y entonces decidí que intentaré hacerlo todos los años, escribirte una carta a vos y otra a tu hermano. Un momento anual de reflexión, un instante íntimo para recapitular, para pensar en lo que va pasando, para contarte cómo te veo, cómo te siento, como te respiro.
Es un regalo hecho hoy, para el futuro. Me encanta pensar que un día podrás comprender la humedad de mis palabras, adivinar el rastro de mis lágrimas de emoción en mi bigote escaso. Entonces te sentarás y leerás, una por una, doce, tal vez quince cartas escritas solamente para vos, una por cada octubre tuyo. Sabrás cómo te ví crecer, al tiempo que yo envejecía un poco, maduraba otro poco, engordaba otro poco, y te adoraba cada vez más, a pesar de que cada vez me parecía imposible adorarte más. Sabrás, siendo ya un muchacho, las palabras que solamente puedo decirte ahora, porque sos todavía un niño, porque tu corazón de algodón de azúcar no tiene vueltas complejas, ni sabe de dobles sentidos, ni busca mensajes ocultos, ni elige lo que las palabras no dicen en vez de lo que intentan decir.
Quiero aprovechar ésta, la segunda de las cartas que te escribo, para hablarte de vos, para decirte lo que pienso, lo que siento y lo que creo, para contarte cómo me estremecen, de los pies a la cabeza, tus abrazos interminables de niño, tu ternura enorme, tus ojitos que me miran con devoción, con orgullo, con dulzura, tus besos tibios, profundos, sinceros. Y, si puedo, quiero también enseñarte alguna cosa. ¿Sabés? Cuando seas grande, adulto o muchacho, vas a encontrarte con que, sin saber cómo, todo lo que era fácil de niño, la naturalidad de los besos y los abrazos, la ternura directa, la frescura infinita, se recubre poco a poco de respuestas razonadas, de reacciones controladas, de prejuicios inevitables, de malos pensares insufribles, se decora con una cautela emocional incontrolable, se recubre con una armadura hecha de un enorme apego por uno mismo, que muchas veces te impide llegar a los demás, o que los demás lleguen a vos.
Pero, mi amor – y aquí va el segundo secreto del día –, esa ternura que te constituye y te define, sigue ahí, está en vos, es tuya por derecho y por conquista, y aunque la vida te dé sinsabores y dolores varios, aunque las personas no sepamos, muchas veces, verla, siempre, siempre, tenés que guardar en vos un camino secreto para regresar a ella, porque va a ser el talismán que te rescate en los momentos más difíciles, y porque va a ser la estrella que quieras regalar entera el día que descubras que amas a alguien. Es parte de lo mejor que tienes, es lo que más dolor puede causarte, y lo que puede hacer que recibas más amor.
Quizás una de las cosas más asombrosas de ser padre (ojalá lo experimentes algún día) es descubrir, día a día, cuánto se te parecen tus hijos, al mismo tiempo que se revelan tan únicos, tan diferentes que te asustan. La mitad de lo que vos y tu hermano son, puedo reconocerla sin dificultad en tu madre y en mí. La otra mitad es cosecha propia, y nos sorprende todo el tiempo. Es en esa mitad única y auténtica en la que los padres descubrimos que nuestros hijos son mejores personas que nosotros. Es precisamente ahí donde se encuentra eso tan inexplicable que los religiosos llaman alma, y los escépticos como tu padre intentamos nombrar con mil apodos diferentes.
Y en vos esa mitad es magia pura. Tenés el corazón blandito y cómodo, y un talento natural para la felicidad como no he visto jamás en ninguna otra persona. Y el secreto es que sos capaz de ser profundamente feliz con las cosas más pequeñas. No me voy a cansar nunca de ver tu carita iluminada, tu sonrisa desbordante y las chispas de tus ojos cuando me ves, por ejemplo, al regresar de un viaje. Tenés, también, una seguridad sobre tu amor que te permite repartirlo sin cuidado, ir por ahí diciéndole a las personas que querés que las querés, y cuánto las querés. No voy a olvidar nunca una tarde de septiembre en la que estábamos en la plaza, en un banco. Vos estabas sentado entre Santi – sí, Santi, el papá de tu amigo Sergio – y yo, y por alguna razón me dio por apoyar mi cabeza en tu pechito infantil. Quería escuchar tu corazoncito. Entonces pusiste tus manos sobre mi pelo, me acariciaste y se te encendió la carita, te brillaron los ojos, te desbordó tu sonrisa traviesa. Buscaste a Santi con la mirada y le dijiste:
“¡Mi papá me ama!”
Lo dijiste con auténtica alegría, con sinceridad infantil. Lo dijiste sin afectación, sin teatro, sin magnificencia. Lo dijiste de verdad, simplemente. Y tu felicidad de niño, tu orgullo de hijo se te notaba a pesar tuyo.
Para mí fue un momento mágico. Pero no tanto por el regalo simplemente maravilloso de tu alegría, sino por haber sido, por primera vez, capaz de palpar tu certeza absoluta sobre mi amor de padre. Esa certeza no tiene precio, mi chiquitín. He visto hombres hechos y derechos, pasados los cuarenta, romper en lágrimas por esa duda palpable, por no conocer de primera mano el amor de sus papás.
Por eso hoy, en tu cumpleaños de cuatro, quiero volver a regalártela. No quiero regalarte mi amor, porque el amor de padre se regala día a día, hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo. No hacen falta situaciones especiales. Quiero regalarte, junto a un voto secreto entre nosotros dos de renovarla año a año, la certeza final y absoluta de mi amor. Quiero regalarte ese talismán, un acceso directo a mi corazón, la llave maestra que te permita saber con seguridad, cada vez que lo necesites, que tu papá te ama, que ese amor es incondicional, que nada ni nadie, nunca, podrá cambiar eso.
Quiero regalarte, en un sobre sellado con lacre, la promesa sagrada de que, a lo largo de tu vida, cada vez que lo necesites, estaré ahí para repetirte las claves de mi amor, para decírtelo sin vueltas, para brindarte un espacio en mi pecho que te ayude a rescatar tu sonrisa solar, un refugio tibio en el que, hombre o no, puedas decir, a quien quiera oírlo, sin afectación ni vergüenza, cuánto te ama tu papá.
Barcelona, 16 de Octubre de 2010.
Feliz cumpleaños.
Te adora,
Papá.
1 ping