I.
Crecí mirando con respeto las figuras incuestionables de próceres severos e incorruptibles. Los ojos fijos, encerrados en un brillo mate de Domingo Faustino Sarmiento, Don José de San Martín, Mariano Moreno y tantos otros hijos ilustres de la patria custodiaron las largas horas de nuestra educación primaria, siempre presentes, siempre vigilantes y enmarcados en una guarda celeste y blanca, recordándonos que los hombres de bien no ríen ni lloran ni hablan en clase, que están dispuestos a morir por la patria y se casan solamente con mujeres abnegadas que entenderán siempre que sus maridos partan a caballo a erradicar la injusticia de este mundo, y resignadas, un día llorarán su muerte con orgullo y generosidad, contentas porque su muerte fue por una causa noble.
Son hombres especiales. Nunca en su vida dijeron nada banal ni fútil, y crecieron obsesionados, desde niños, por la injusticia y el oprobio. Héroes desde chiquitos, que cuando los hieren mortalmente no se cagan en la puta madre que lo parió al reverendo hijo de puta que me mató, y carajo, cómo duele; sino que dicen cosas como “Muero contento: hemos batido al enemigo”.
Y lo más importante de todo es que nunca pierden. No toman malas decisiones, ni se equivocan, ni se benefician personalmente de sus posiciones de poder, ni sucumben a las tentaciones de la carne, ni son egoístas, ni pecan de soberbios. Y si por alguna razón absurda sufren una derrota, es producto de la incomprensión de los demás, de las circunstancias adversas, de la incompetencia de sus subordinados o de la simple mala suerte.
Ese era el modelo de hombre al que teníamos que aspirar. No podíamos perder.
II.
Hace un par de días, apoltronado en el sofá como seguramente no solían hacer mis héroes, que no descansaban nunca, y cálidamente flanqueado por mis dos hijos, mirábamos dibujos animados. Daban un capítulo repetido una y mil veces de Gormiti, el regreso de los Señores de la Naturaleza. Afortunadamente, ahora los héroes de nuestros hijos, además de las virtudes inmemoriales clásicas, poseen una conveniente conciencia ecológica y un rechazo teórico hacia la violencia que, inevitablemente, terminan ejerciendo contra los malos, obligados por la imperiosa necesidad de salvar al mundo.
El mundo se revoluciona. La tecnología lo cambia todo y los niños de hoy son máquinas de alto rendimiento. Necesitan acción, velocidad, explosión y colores vivos. Necesitan un ritmo que nosotros, de niños, difícilmente hubiésemos sido capaces de seguir. Vértigo puro, digitalmente inventado con sonido envolvente. Pero por alguna extraña razón, los malos continúan empecinados en explicar su villanía, en detallar sus pérfidos planes, regodeándose antes de aniquilar a sus rivales, aparentemente vencidos, y solazándose en su risa demoníaca.
Invariablemente, los buenos salen airosos, apelan a lo mejor de sí mismos, renuncian a cualquier tipo de reconocimiento o beneficio personal y vuelven a ganar. No conocen la derrota. El bien siempre triunfa.
Los niños lo celebran, entusiasmados. Parece increíble que vuelvan a sorprenderse de la habilidad de sus héroes para resolver las situaciones difíciles.
Y yo, derramado en los almohadones por los confines distantes de mi barriga, pensé, por primera vez en mi vida, que quizás no sea buena idea que ganen siempre los buenos.
III.
Con la inestimable colaboración de padres, profesionales de la educación, autoridades y empresarios, estamos blindando la infancia. Los niños crecen cercados por barreras de seguridad. No hay acceso al mundo real, salvo para los niños que forman parte de él. O estás en la realidad o estás en la fantasía. Hay niños en este planeta que conocen de primera mano la explotación infantil, el hambre, la pobreza y la violencia. El resto cree que el mundo es un sitio casi perfecto. Sus padres no tienen ningún tipo de problema visible, la televisión es un proveedor infinito de situaciones fantásticas, la calle solamente existe en compañía de adultos protectores, los gérmenes están convenientemente mantenidos a raya por una profilaxis que roza la obsesión, y papá y mamá siguien un guión social terriblemente opresor, pero que les indica claramente como proceder en todos los casos. Además, no hacemos más que proporcionarles maneras de evitar el esfuerzo personal, desde pistolas que hacen pompas de jabón sin soplar hasta formularios preimpresos para las tareas escolares, no se vayan a cansar demasiado copiando doce sumas del pizarrón. Y, por supuesto, ganan siempre los buenos. No hay problema. No hay nada que temer.
IV.
Mientras tanto, en el otro rincón, los padres y madres inocentes de este mundo, contrariados, nos compadecemos mutuamente y nos quejamos del calvario que nos toca vivir. Los niños son impertinentes. Son exigentes. No saben jugar solos. Sus caprichos son prácticamente imposibles de gestionar adecuadamente. No saben compartir.
La misma boca pequeña que comparte la denuncia susurrada, de boca de padre a oído de padre, es la que calla y permite todo lo que sucede. Compramos la pistola de pompas de jabón con tal de no escuchar cien veces que Pepito y Marianita la tienen, y que es la moda en el cole, y cedemos a los Gormiti la postestad del silencio y la tranquilidad del hogar, al tiempo que toleramos que la escuela, en lugar de ser una puerta al conocimiento, la apertura y la superación personal, sea una losa de granito que los aplasta bajo un manto de prejuicios, de intereses políticos y de conceptos marchitos. Avalamos que la institución principal de su infancia los equipare en lo peor, sin fomentar sus características individuales positivas, pero potenciando su individualismo. Permitimos que los prepare para un mundo hipotético en el que todo sale bien, en el que no existen los castigos pero sí las recompensas.
V.
Un día, no muy lejano, nos daremos cuenta de que hemos soltado a la calle toda una generación de hombres y mujeres que no toleran la frustración, que no saben perder, que no están acostumbrados a recorrer un camino para obtener algo. Solamente conocen el ya más inmediato, la satisfacción instantánea, el triunfo constante.
Y los recibirá un mundo hostil. Un mundo en el que las reglas están escritas con otra tinta, y donde les arrancarán la cabeza sin piedad ante el menor error. Un mundo en el que nadie les regalará nada, en el que la protección total a la que estaban acostumbrados sucumbirá ante la violencia civil y económica, y en el que la educación que recibieron, más que brindarles garantías de oportunidades, limitará sus opciones y su imaginación para abrirse camino en la vida.
Pero nosotros no seremos responsables. Nosotros habremos hecho todo lo posible, desde el infinito amor que les profesamos, para prepararlos.
Les habremos dejado ganar a las cartas, les habremos hecho gran parte de sus deberes escolares, les habremos permitido televisión sin límites y les habremos protegido de la realidad hasta límite en el que es la misma realidad la que nos supera.
Pero lo más importante de todo, es que tanto nosotros como nuestros hijos, sin ningún tipo de dudas, estamos en el bando de los buenos. Somos los buenos. No podemos perder. Estaremos a salvo siempre que recordemos eso, siempre que no perdamos de vista que en este mundo, por suerte, ganan siempre los buenos.
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