Cuando yo era niño, y no hace tanto de eso, la Opinión Pública no existía, o al menos no se hablaba de ella. Es uno de esos conceptos que se popularizaron simultáneamente en un montón de países, liderando esa popularización una cantidad importante de tipos que se llaman a sí mismos “Formadores de Opinión”.
En esa época, pre-Opinión Pública, la gente funcionaba de otra forma. Los había que leían periódicos y los había que no. Había quienes se interesaban más por el mundo y quienes se interesaban menos. Casi nadie sabía lo que era el ADN, y muchas personas no entendían lo que decían los médicos. Mucho menos sabían de la existencia del Cardenal Camarlengo, ni de los supercomputadores ni del significado de las siglas en los modelos de los coches.
La prensa escrita, mientras tanto, limitaba sus opiniones a la sección específica para eso, ilustrativamente llamada Opinión en la mayoría de los grandes periódicos, y en el resto de los temas hacían un esfuerzo – más o menos efectivo – de información objetiva, muchas veces teñida de tendencia. Ese esfuerzo era importante, ya que marcaba en la mayoría de los casos el límite ético que en ese entonces se conocía como Prensa Amarilla. La manipulación de la información – que desde luego es tan antigua como la información misma – se ejercía más desde la cuidadosa elección de lo que se publicaba y se dejaba de publicar, que desde el control milimétrico de los contenidos.
Cada persona, por su parte, cuando recibía información, fuese desde el medio que fuese, desde sus posibilidades, y desde el conocimiento previo que poseía, sumaba sus creencias, sus verdades y sus tendencias, y obtenía como resultado su propia opinión sobre el tema. Una opinión que era un subproducto de la información recibida, un nuevo matiz acerca de algo. Este ejercicio en su conjunto producía un espacio de debate, donde las personas aportaban un sinfín de ligeras variaciones de profundidad sobre casi cualquier cosa que se discutiese.
Durante los últimos treinta años hemos asistido pacíficamente al espectáculo atroz de la desaparición progresiva de la Opinión Privada a manos de la Pública. Según el gusto y el color del proveedor informativo que consumimos, ya no se limitan a informarnos un suceso, sino que nos entregan el paquete completo conteniendo:
- Imágenes ricas en crudeza y morbo
- Bajo contenido en hechos comprobables
- Lenguaje a prueba de abogados, depurado a conciencia
- La opinión que debemos tener sobre el tema, clara y concisa, ya sea una estrella adolescente en ascenso, el cambio climático o la guerra de Irak.
El mecanismo es tremendamente perverso. Nosotros, por un lado, pobres corderos inocentes, hemos decidido dejar de lado el sano hábito de pensar críticamente sobre el contenido de la información, a pesar de que provenga de una fuente que consideramos confiable. Los Formadores de Opinión, por su parte, han comprendido que el negocio es formularlo todo. Lo importante es formar opinión sobre política y economía, pero también sobre cultura, ocio, corazón, y cualquier otra fuente de pasión humana. Lo importante no es informar, sino formar. Para la gran mayoría de la población es tremendamente cómodo: de una vez y para siempre se escoge una línea de posición, se seleccionan los proveedores que comulgan con esa línea, y ya no tenemos que volver a molestarnos en decidir qué postura tomar con respecto a nada. Lo compramos todo hecho. El arroz con risotto, el paquete de vacaciones, el disfraz de carnaval y la opinión pública.
Y es que la tendencia es preocupante. Cada vez más los medios de comunicación responden a grupos de interés más grandes (no hace falta que venga yo a aportar esta revelación), y por lo tanto los matices en la información son menos. Estamos descendiendo brutalmente en una espiral binaria en la que todos tienen una posición extrema, indiscutible y taxativa sobre cualquier cosa.
Desde la clonación de animales con fines científicos hasta el conflicto entre Israelíes y Palestinos, toda la realidad se reduce a una dicotomía entre buenos y malos, en la que solamente se puede estar a favor o en contra. Ni siquiera una larga y triste historia de errores y sus consecuencias nos alerta al respecto. A fuerza de repetir las cosas hasta el cansancio, ahora mismo es posible fabricar verdades instantáneas de cartón piedra.
Además, la última novedad de las reglas del juego, es que quienes intentan tener una posición diferente a la de “querer más a tu papá o a tu mamá”, no tienen espacio para expresarlo, ni encuentran comprensión de los demás. Especialmente en temas sensibles, siempre estás conmigo o contra mí.
Paralelamente a esto, es preocupante encontrar que normalmente, cuanto más acuerdo y más empeño hay en polarizar una cuestión, o en atraer la atención hacia un aspecto de la misma, más grande es el pufo que se oculta detrás.
Por citar un ejemplo, todos escuchamos constantemente mensajes de alarma y apocalípticos acerca del cambio climático. Cualquiera que ponga en duda las afirmaciones constantes acerca del tema es inmediatamente crucificado. Personalmente, aunque por supuesto estoy a favor del control medioambiental y – obviamente – de la necesidad inmediata de cuidar más el planeta, conozco publicaciones científicas que cuestionan seriamente las afirmaciones sobre las que se basa la alarma social que están generando los medios de comunicación, que curiosamente no tienen ninguna repercusión mediática. Pero lo que de verdad me preocupa, es que nadie denuncia que, en Europa y Estados Unidos, los gobiernos invierten anualmente decenas de miles de millones (sí, de miles de millones) en programas gestionados por organizaciones ecologistas. Unas pocas conocidas y de probada seriedad, y otras muchísimas completamente desconocidas que gestionan enormes cantidades de dinero público sin control ni presentación de resultados. Y como no hay espacio para alzar la voz, nadie pregunta. Y que se me entienda bien. No estoy en contra del ecologismo. Simplemente me preocupa que los astutos de siempre están haciendo su negocio también aquí, amparados por la opacidad informativa que estamos construyendo entre todos.
No quiero, evidentemente, entrar en polémica sobre el cambio climático. No soy experto, y hay personas más apropiadas para eso. Sobre lo que quiero llamar la atención, es que los mismos grupos de poder (medios, política, empresas) que forman la opinión pública hacia aspectos absolutos, blancos o negros, salen siempre beneficiados de los matices que no nos molestamos en investigar. Para cada una de las causas nobles que nos tocan la fibra, y para las que somos constantemente reclutados, hay un puñado de cínicos que se llenan los bolsillos. Pasa con el cambio climático, con la violencia de género, con las corridas de toros, con la defensa de las lenguas y con las guerras y el terrorismo, pero también con los muñecos de trapo de la prensa del corazón, con las bodas reales, con la educación de nuestros hijos, con los deportes de masas, con la pobreza, con los fanatismos religiosos y con la crisis económica.
Todos los males de este mundo benefician a alguien, y yo, por experiencia, instinto y simple mala leche, tiendo a desconfiar primero de los que gritan más fuerte, de los que más se escandalizan y de los cruzados desinteresados que dan públicamente, con bombo y platillo, su vida por la causa.
No digo que no haya que apoyar a quienes luchan sinceramente por un mundo mejor, ni que no sea cierto que pasamos por momentos difíciles en muchas de las cosas que se mencionan más arriba, sino que el primer paso para combatir de verdad cualquiera de los males que nos aquejan, pasa por revertir de manea definitiva el suicidio de la Opinión Privada, erradicar el consumo de información masificado, examinar críticamente los datos que la realidad aporta, independientemente de su fuente, y preguntarnos primero quién sale ganando.
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