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La Navidad de los Ateos

“Cuando sea Rey, lo primero que voy a hacer es cancelar la Navidad”. Todos los años, por estas fechas, aunque sea una vez declamo en voz alta este anhelo secreto, para quien quiera oírme, para recrear instantáneamente mis años de primera juventud, mi desprecio teórico por cualquier tipo de liturgia religiosa – no así por quienes profesan una fe auténtica, cosa que respeto profundamente –, mi rechazo primigenio al embrutecimiento producido por los rituales masificadores, y mi mala voluntad para ir de compras, sobre todo si hay mucha gente. “Vas a ser muy popular”, me responde, invariablemente, mi mujer, irónica. Suelo sonreír de lado y adjuntar una nueva máxima: “Además, voy a mandar a fusilar a todos los que estacionan en doble fila, a los fans de Hanna Montana y a los que se hacen cortar el fiambre finito en la carnicería cuando hay cola”.

Es que, al final, de qué sirve ser Rey si no se pueden tomar medidas autoritarias, absolutistas y caprichosas. Amén de que me declare abiertamente republicano, creo que ser Rey de adorno como Juan Carlos I no sirve de mucho. Demasiados compromisos que cumplir y pocos beneficios (si quitamos la ingente cantidad de dinero público para sufragar la pantomima). Si yo fuera Rey, me gustaría ser Rey de los de verdad. Nombrar Senador a mi caballo, como Calígula, o alterar el calendario a mi gusto para que sea mi cumpleaños una vez por semana, mientras vasallos reverentes me sonríen y me dicen que qué buena idea, Majestad, que al pueblo le va a encantar. Para gobernar ya tendría esbirros serviles que se ocuparían de las nimiedades, como mantener a la población civil conforme con el expolio tributario, educarlos y sanarlos y demás tonterías que hacen falta para que un país, medianamente, funcione.

Pero sin lugar a dudas, mi primera víctima mortal sería la Navidad. Organizaría una quemazón nerónica de pinos de plástico en la plaza pública, mandaría pasar por el garrote vil a todos los que ponen lucecitas en los balcones y penalizaría con cuarenta latigazos la imagen de Papá Noel.

En algún post antiguo he hablado de la confusión que suponía, de niños, para mis hermanos y para mí, crecer en el seno de una familia declaradamente atea, pero que no se saltaba una sola de las celebraciones rituales de la sociedad occidental y cristiana. El mensaje era contradictorio: Dios no existe, pero vamos a festejar el cumpleaños de su hijo. En cualquier caso, a los niños nos importaban más los regalos y la magia enlatada de la noche navideña que los fundamentos teológicos del ágape, así que tirábamos adelante con el paripé sin demasadias preguntas.

Sin embargo, cuando ya se descubrió el pastel (no cuando supe que Papá Noel son los padres, sino cuando mis padres supieron que yo lo sabía), empecé a vivir las fiestas navideñas con vergüenza ideológica y moral. Empecé a sentirme hipócrita por llenar la mesa en exceso, por desenvolver regalos en un ritual obsceno, frente a medio mundo que no puede celebrar otra cosa que la pobreza, y que, paradójicamente, suele ser mucho más devoto y mucho más sincero en el ejercicio de su fe.

Entonces hice un esfuerzo de autoconvencimiento: decidí que las fiestas no eran más que una excusa crónica para juntarnos, para querernos, para regalarnos, para comer cosas ricas y compartir unas cuantas horas en familia, permitiéndonos una sensibilidad que durante el resto del año se guarda en una caja de madera sin barnizar. Protestando torcido, ladrando bajito y refunfuñando fuerte, asistí todos los años a la cena, compré regalitos y los envolví, los puse debajo del árbol y, a pesar mío, sentí ilusión cada vez que ví a alguien a quien quiero rasgar papel de regalo.

También descubrí que la misma argumentación servía para montar fiestas babilónicas, emborracharnos hasta la frontera final y amanecer en brazos desconocidos, tersos y tibios, con una resaca potente y una nueva batalla que contar a los amigos.

Después me tocó emigrar. Llegar a españa con ventiséis años y una soledad nueva, desconocida e inesperada. Entonces, las fiestas comenzaron a ser un suplicio involuntario. Juntarnos entre varios expatriados y ensayar una alegría forzada, levantar los vasos, brindar por el nuevo año a las cuatro de la mañana y una molestia en el pecho, durante toda la noche, que te recuerda que no deberías estar ahí, sino con tus amigos de siempre, con la familia, arropado, en tu lugar verdadero, el que te vió transformarte en un adulto. Acercarme a la ventana y reconocer fuera un frío tan intenso que casi puede verse, mientras añoraba las fiestas de FM La Tribu, con treinta y siete grados centígrados, y mis amigos más queridos mezclados en una multitud alcoholizada y empática, mala y conocida, o las bacanales ingentes de la Placita Serrano, y su final previsible a botellazos limpios, las veredas patinosas de vómitos múltiples y vino barato, antes de que febo regrese para recordarnos que la vida real se trata de otra cosa. Y después, los infaltables patrullajes por la avenida Santa Fé, buscando algún bar abierto para invocar un café con leche con medialunas de grasa, que nos devolviese salud al cuerpo maltratado, antes de irnos al refugio a yacer en pecado mortal con la compañía de turno.

Pero, como todo en esta vida, la angustia brutal también fue, con los años, disipándose en una nostalgia suave y dulce, y los pasitos descalzos de mis hijos llegaron al rescate, entibiaron de ternura las mañanas heladas del diciembre europeo, y convocaron lentamente a mi vida la ilusión infantil, la emoción profunda de la sorpresa, la explosión instantánea de alegría genuina, de la que solamente son capaces los niños.

Y entonces, sin comerla ni beberla, y siendo más ateo que nunca, y además plenamente consciente de la orquestación política y social de una Operación Consumo Navideño que cada año es más grande, muerto de asco por la eurohipocresía, que pregona a los cuatro vientos solidaridad y preocupación por la pobreza y, con la otra mano, despilfarra millones en lucecitas de colores, me encuentro, nuevamente, esperando la navidad con ilusión.

Ni el niño Dios, ni la generosidad de espíritu, ni la fiesta pantagruélica de ingesta desmesurada, ni las llamadas telefónicas de los seres queridos. Nada de eso me hacía realmente disfrutar de la navidad. Pero las caritas encedidas de mis niños, su dulzura profunda cuando hojean, con la mirada iluminada por un resplandor fantástico, catálogos y más catálogos de juguetes para elegir los que pedirán en su carta a los Reyes, su profunda ignorancia acerca de ser los sujetos objetivo de la mayor campaña de márketing de los últimos dos mil años, la intensidad con la que son capaces de desear algo, la ingenuidad con la que nos miran, a mí y a su madre, mientras especulan sobre lo que los magos traerán este año… todo eso me hace bajar mis puentes levadizos, retroceder un poco en mis convicciones de cemento armado, comprender las razones ancestrales de mis padres y, derrotado, pactar con la navidad una tregua que dure exactamente lo mismo que la inocencia de mis hijos.

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